El lobo y el hombre y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm

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El lobo y el hombre y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm Clásicos

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preferido, corrió en su auxilio y le quitó el guante. Al ver en el dedo la sortija que un día dio a su prometida, miró su rostro y la reconoció. Emocionado le dio un beso y, al abrir ella los ojos, le dijo:

      —Tú eres mía y yo soy tuyo, y nadie en el mundo puede cambiar este hecho.

      Y, acto seguido, despachó un emisario con encargo de rogar a la otra princesa que se regresara a su país, puesto que él tenía ya esposa.

      Se celebró la boda, y el león recuperó el puesto favorito del Rey, puesto que, a fin de cuentas, había dicho la verdad.

      El ladrón, el fullero y su maestro

      Juan quería que su hijo aprendiera un oficio; así que fue a la iglesia y rogó a Dios que le inspirara lo que fuera más conveniente.

      El sacristán, que se encontraba detrás del altar, le dijo: “¡Ladrón fullero, ladrón fullero!”.

      Volvió Juan junto a su hijo y le comunicó que había de aprender de ladrón fullero, pues así lo había dicho Dios. Se puso en camino con el muchacho en busca de alguien que supiera aquel oficio.

      Después de mucho andar, llegaron a un gran bosque, y allí encontraron una casita en la que vivía una vieja. Preguntó Juan:

      —¿No sabría de algún hombre que entienda el oficio de ladrón fullero?

      —Aquí mismo, y muy bien lo podrás aprender —dijo la mujer—; mi hijo es maestro en el arte.

      Y Juan habló con el hijo de la vieja:

      —¿No podría enseñar a mi hijo el oficio de ladrón fullero?

      A lo que respondió el maestro:

      —Enseñaré a su hijo como se debe. Vuelva dentro de un año; si entonces lo reconoces, renuncio a cobrar por mis enseñanzas; pero si no lo reconoces, tendrás que pagarme doscientos ducados.

      Volvió el padre a su casa, y el hijo aprendió con gran aplicación el arte de la brujería y el oficio de ladrón.

      Transcurrido el año, fue el padre a buscarlo, pensando tristemente durante el camino cómo se las compondría para reconocer a su hijo.

      Mientras avanzaba sumido en sus cavilaciones, fijó la mirada ante sí y vio que le salía al paso un hombrecillo, el cual le preguntó:

      —¿Qué te pasa, buen hombre? Pareces muy preocupado.

      —¡Ay! —exclamó Juan—, hace un año coloqué a mi hijo en casa de un maestro en fullería, el cual me dijo que volviera al cabo de este tiempo, y si no reconocía a mi hijo, tendría que pagarle doscientos ducados; pero si lo reconocía, no debería abonarle nada. Y ahora siento gran miedo de no reconocerlo, pues no sé de dónde voy a sacar el dinero.

      Dijo entonces el hombrecillo que se llevara una corteza de pan y se colocara con ella debajo de la campana de la chimenea. Sobre la percha donde pendían las cremalleras, había un cestito del que asomaba un pajarillo; aquél era su hijo.

      Entró Juan y cortó una corteza de pan moreno delante de la cesta. Inmediatamente salió de ella un pajarillo y se le quedó mirando.

      —Hola, hijo mío, ¿estás aquí? —dijo el padre.

      Se alegró el hijo al ver a su padre, mientras el maestro refunfuñó:

      —El Diablo te lo ha dicho. ¿Si no, cómo habrías podido reconocer a tu hijo? —Padre, vámonos —dijo el muchacho.

      El padre emprendió, con su hijo, el regreso a casa; durante el camino se cruzaron con un coche. Dijo entonces el muchacho:

      —Voy a transformarme en un gran lebrel, y así podrás ganar mucho dinero conmigo.

      Y gritó el señor del coche:

      —Buen hombre, ¿quiere venderme ese perro?

      —Sí —respondió el padre.

      —¿Cuánto pide?

      —Treinta ducados.

      —Mucho dinero es, buen hombre; pero en fin, el lebrel me gusta y me quedo con él.

      El señor lo subió al coche; pero apenas había corrido un breve trecho cuando el perro, saltando del carruaje por la ventanilla, a través del cristal, desapareció y fue a reunirse con su padre.

      Llegaron los dos juntos a casa. Al día siguiente había mercado en la aldea vecina, y dijo el mozo a su padre:

      —Ahora me transformaré en un magnífico caballo, y me venderás. Pero después de cerrar el trato debes quitarme la brida, pues de otro modo no podré volver a mi condición de persona.

      Se encaminó el hombre al mercado con su caballo, y se le presentó el maestro de fullerías, quien le compró el animal por cien ducados; mas el padre, distraído, se olvidó de quitarle la brida.

      El comprador se llevó el caballo a su casa y lo metió en el establo. Al pasar la criada por el zaguán, dijo el caballo:

      —¡Quítame la brida, quítame la brida!

      La muchacha se quedó parada, con el oído atento: —¡Cómo! ¿Sabes hablar?

      Fue y le quitó la brida, y el caballo, transformándose en gorrión, huyó volando sobre la puerta. Pero el maestro se convirtió también en gorrión y salió detrás de él. Al alcanzar al otro empezó la pelea; pero el maestro, que llevaba las de perder, se transformó en pez y se sumergió en el agua. Entonces el joven se volvió también pez y se reanudó la lucha; el maestro lo pasaba mal, y hubo de transformarse nuevamente. Tomó la figura de un pollo, y el mozo, la de una zorra y, lanzándose sobre su maestro, le cortó la cabeza de una dentellada. Y ahí tienes al maestro muerto; y muerto sigue hasta el día de hoy.

      Los tres favoritos de la fortuna

      Un padre llamó un día a sus tres hijos y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.

      —Ya soy viejo —les dijo—, se acerca mi muerte, y antes de dejarlos he querido asegurar su porvenir. Dinero no tengo, y lo que les doy ahora quizás les parezca de poco valor; todo depende de cómo sepan emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y su fortuna estará hecha.

      Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido. En las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.

      Llegó, por fin, a una isla, cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que, además, no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.

      —Miren —les dijo él—

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