El lobo y el hombre y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El lobo y el hombre y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm страница 5

El lobo y el hombre y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm Clásicos

Скачать книгу

conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.

      Se marchó con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.

      —¡Vaya finura! —exclamó el soldado—. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Se diría que te falta un tornillo.

      —Me cuidaré muy bien de hacerlo —replicó el otro—, pues si me lo pongo en la cabeza empezará a hacer un frío tan terrible que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.

      —Ven conmigo —dijo el jefe—, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.

      Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se atreviera a competir con ella en la carrera y la venciera; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza.

      Se presentó el jefe al Rey y le dijo:

      —Haré que uno de mis criados corra por mí. A lo cual contestó el Rey: —Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, morirán los dos.

      Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:

      —Y ahora, listo, y procura que ganemos.

      Se había convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua.

      Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista como si se lo hubiera llevado el viento.

      Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, se sintió fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Sin embargo, tuvo la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.

      Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta.

      Al ver a su rival dormido en el suelo, se alegró diciendo:

      —¡El enemigo está en mis manos!

      Y, vaciándole la vasija, siguió su camino.

      Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Dijo para sus adentros:

      —Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya.

      Y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente sin tocar a éste.

      Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.

      —¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! —dijo—; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.

      Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres.

      Dijo el Rey:

      —He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos deshacemos de ellos —y, dirigiéndose a los seis, les habló así—. Ahora tienen que celebrar su victoria con un buen banquete —y los condujo a una sala que tenía el suelo y las puertas de hierro; en cuanto a las ventanas, estaban aseguradas por gruesos barrotes de hierro también. En la habitación habían puesto una mesa con suculentas viandas, y el Rey prosiguió—. ¡Entren ahí y coman lo que quieran!

      Cuando estuvieron dentro, mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y en poco tiempo, los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor.

      Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.

      —¡Pues no va a salirse con la suya! —exclamó el del sombrero—; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.

      Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y en cuanto se abrió la puerta, salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares.

      El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes, y respondió el hombre:

      —Pues hay un buen fuego, véalo usted mismo, Majestad.

      Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría hacer con aquella gente. Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó a llamar al jefe de los seis y le dijo:

      —¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.

      —De acuerdo, señor Rey —respondió el jefe—; con que me de el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a su hija. Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.

      Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco.

      Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:

      —¡Vaya que eres un hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa!

      Y pensó, asustado: “¡Cuánto oro podrá llevar!”.

      Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:

      —¿Por qué no traen más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!

      Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.

      —¡Qué traigan más! —decía el hombre—. ¡Qué hago con estos puñaditos!

      Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas,

Скачать книгу