El lobo y el hombre y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.
—El oro que pueda transportar un asno —respondió.
—Es un poco por un animal tan precioso —declararon unánimemente los isleños y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.
Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:
—Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.
No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro como él.
Finalmente, llegó también a una isla cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello.
Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez que a la gente le caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.
Tocó el turno del tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había demasiados gatos.
Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Juan por su casa, bailando por encima de mesas y bancos, sin importar si el dueño estaba o si no. Los isleños se encontraban de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes.
Pero entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey que comprara tan maravilloso animal para bien del país. El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.
En el palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo y, quedándose un momento parado, levantó la cabeza y gritó: “¡Miau, miau!”. Al oír aquel extraño rugido, el Rey y todos sus cortesanos quedaron aterrorizados y, presa de pánico, huyeron del palacio.
En la plaza celebró consejo el Rey para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidió, al fin, enviar un heraldo al gato para que lo conminara a abandonar el palacio; advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza.
Dijeron los consejeros:
—Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.
Se envió a un paje a pedir al gato que abandonara el palacio de buena voluntad; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar: “¡Miau, miau!”, entendiendo el paje: “¡No, no!”; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.
—En este caso —dijeron los consejeros— tendrá que ceder ante la fuerza.
Trajeron la artillería y dispararon contra el castillo con bombas incendiarias. Cuando el fuego llegó a la sala donde se hallaba el gato, éste se salvó saltando por una ventana; pero los sitiadores no dejaron de disparar hasta que todo el castillo quedó convertido en un montón de escombros.
Seis que salen de todo
Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.
—Aguarden un poco —dijo—, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre a los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.
Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fueran juncos. Le dijo:
—¿Quieres ser mi criado y venir conmigo?
—Sí —respondió el hombre—, pero antes deja que lleve a mi madre este hacecillo de leña.
Asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó.
Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Dijo el amo:
—Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.
Habían andado un rato cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Preguntó el amo:
—¿A qué apuntas, cazador?
A lo cual respondió el cazador:
—A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.
—¡Vente conmigo! —dijo el amo—, que los tres juntos vamos a salirnos de todo. El cazador se decidió y se unió a ellos.
Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad a pesar de que no se sentía la más ligera brisa y que no se movía una sola hojita de árbol.
Dijo el hombre:
—No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento. Y siguió su camino con sus compañeros.
Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.
—¡Oye! ¿Qué estás haciendo ahí arriba? —preguntó el hombre.
A lo cual respondió el otro:
—A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.
—Ven conmigo —le dijo el otro—, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo. Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros.
Al cabo de un buen trecho, se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Dijo el amo:
—¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!
—Soy