Un Cuarto De Luna. Massimo Longo

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Un Cuarto De Luna - Massimo Longo

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o se iban en grupos hacia su casa. Él, con la esperanza de que su madre no se hubiera ido después de la entrevista con la profesora de italiano, miraba aturdido de un lado al otro, como buscando la salvación en forma del auto materno.

      La explanada de la escuela se vació en poco tiempo, y Elio debió resignarse a irse caminando. Odiaba moverse y, aún más, regresar por ese maldito bulevar de los tilos, que separa la escuela de su casa.

      Espero todavía unos minutos, luego se puso en marcha lentamente. Le ordenó al pie que se alzara, algo que puede parecer simple para cualquiera, pero a Elio, que desde hacía años se comunicaba muy poco con sus miembros, le parecía una enormidad.

      Comenzó el recorrido girando a la izquierda en la avenida y, apenas dobló la esquina, se encontró en el tramo más odioso. La avenida estaba flanqueada por a lo que cualquier persona le habrían parecido maravillosos tilos en flor que, gracias al viento, perfumaban todo el vecindario. Paso tras paso, con esfuerzo, se encaminó hacia la larga fila de árboles. Tenía la desagradable sensación de que lo seguían.

      Se volteó de golpe y le pareció ver que una bestia, completamente negra, se ocultaba detrás de un árbol.

      «No puede ser», se repetía. «¡Me pareció que ese extraño perro tenía anteojos!».

      Retomó la marcha asustado, le parecía ver pequeñas sombras negras detrás de los árboles. Como si eso fuera poco, el viento que soplaba entre las ramas lo obsesionaba con un susurro gélido que le llegaba a las orejas y que, más precisamente, se le clavaba en el cerebro.

      No lograba entender qué significaban esos sonidos. Presa de esa sensación desagradable, le ordenó a su cuerpo que intentara correr. Estaba sudando; más corría y más los sonidos parecían perseguirlo y las sombras acercarse.

      Aceleró lo más posible, oyó una voz feroz que lo intimaba a detenerse. Se giró de golpe, y otra vez le pareció ver algo negro que se escondía detrás de un árbol cercano.

      Ya había casi llegado a la esquina que lo sacaría de esa pesadilla.

      Sintió que un aliento le rozaba la nuca, se volteó sin dejar de correr, y algo lo golpeó como una furia y lo arrojó al suelo.

      Elio, trastornado, se cerró como un erizo y se cubrió la cabeza con las manos.

      En ese preciso instante, oyó que una voz querida lo llamaba.

      —¡Elio! ¡Elio! ¿Qué demonios estás haciendo? —Era la hermana que le gritaba enfadada porque la había atropellado. Gaia se dio cuenta de que Elio estaba en una condición penosa. Y su tono se volvió más calmo—: ¿Cómo estás?

      Al sentir su voz, Elio abrió los brazos y levantó la cabeza.

      Gaia notó su rostro desencajado, más blanco incluso que de costumbre y sudado. Reflexionó un instante sobre el hecho de que estuviera corriendo, algo insólito en él. Le pareció que estaba escapando de algo o alguien y lo ayudó a ponerse de pie.

      —¿Por qué corrías de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te asustó?

      Gaia no recordaba haberlo visto correr en los últimos años. Elio no respondió, solo quería alejarse lo más rápido posible de esa calle. Sin decir nada, dobló en la esquina.

      Gaia lo siguió preocupada.

      —¡Elio! —lo llamó de nuevo.

      —¡No es nada! —respondió Elio de mal modo—. ¡No es nada!

      La preocupación de Gaia se transformó en rabia por su comportamiento.

      —¿Nada dices? ¡Me atropellaste y no dices nada!

      Elio, para evitar más choques que pusieran a prueba su físico ya extenuado, se disculpó.

      —Perdóname —dijo.

      Estas disculpas tan superficiales irritaron aún más a Gaia; no obstante, no se alejó del hermano, que la seguía preocupando.

      El domingo por la mañana Carlo y Giulia habían finalmente tomado una decisión y, mientras preparaban el desayuno, conversaban al respecto a la espera de comunicársela a los chicos, que aún dormían.

      —Fue verdaderamente amable al hacernos esa propuesta, esperemos que los chicos no den problemas —dijo Giulia sonriendo.

      Hacer esa elección había sido difícil, pero ella y Carlo sentían una extraña euforia ahora que ya estaba decidido.

      —Gaia estará feliz —dijo Carlo—. Y Elio, vas a ver que será impasible, como siempre.

      —No sé, Gaia tiene muchos amigos en la colonia. No le gustará no ir; Elio, en cambio, la detesta —comentó Giulia.

      —Ya no aguanto: voy a despertarlos —propuso Carlo resuelto y fue hacia los dormitorios llamando a los hijos.

      Ni siquiera les dio tiempo de lavarse la cara.

      —Mamá y yo hemos decidido lo que van a hacer este verano. La escuela termina el viernes, ¡y el sábado por la mañana estarán en la estación con una valija en la mano!

      —¡Pero la colonia empieza dentro de quince días! —hizo notar Gaia preocupada mirando a la madre que, desde la puerta de la cocina, seguía la escena que transcurría en el pasillo.

      —Es que este año no van a ir a la colonia —explicó Giulia, y confirmó los temores de la hija— Hemos pensado regalarles un verano como los que nosotros teníamos cuando teníamos su edad.

      —¿Que es qué? —preguntó Gaia mientras Elio permanecía en silencio con un aire cada vez más sombrío.

      —Aire libre, correr hasta perder el aliento, nadar en el lago y noches de pueblo —respondió Carlo a la hija.

      Gaia veía que sus padres reían y se miraban con complicidad, y pensó que era una broma.

      —Dejen de tomarnos el pelo. ¿Qué les pasa esta mañana?

      —Nadie les está tomando el pelo. La tía Ida se ofreció a hospedarlos —reveló finalmente Carlo mientras sus hijos lo miraban incrédulos.

      —¡Es una pesadilla, vuelvo a la cama! —dijo Gaia enfadada.

      —Creí que ibas a estar feliz —le dijo el padre.

      —¿Feliz? Yo ya estoy en contacto con mis amigos. ¡Esperé todo el invierno para ir a la colonia!

      —Gaia, también en el campo, de la tía, harás amigos —trató de animarla Giulia.

      —¿Pero por qué? Yo ahí estoy bien. Ya tengo aire libre y zambullidas en el lago, no me hace falta nada más.

      —A ti no, pero Elio necesita cambiar de aire —agregó Carlo.

      —¡Sabía —explotó Gaia— que era por Elio! Entonces, mándenlo solo a él al campo con la tía.

      —No queremos que vaya solo —insistió Giulia.

      —¡No soy su niñera!

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