Un Cuarto De Luna. Massimo Longo

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Un Cuarto De Luna - Massimo Longo

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Gaia, vamos al vagón restaurante a comer un segundo desayuno. Llegaremos tarde a la granja y deberán tener fuerzas. Elio cuidará las valijas, vas a ver que nadie se va a acercar a nuestras cosas. ¡Cualquier cosa, gruñe! —dijo dirigiéndole una sonrisa al primo—. Y si no tienes cara larga, te traeremos algo de comer también a ti…

      Los dos primos se fueron para alivio de Elio, que estaba deseoso de quedarse solo.

      Miraba fijo el paisaje siempre igual. Habían apenas salido de la zona industrial y finalmente se veían las primeras tierras de cultivo, y después campo y más campo y colinas y más colinas y más campo.

      De pronto, reflejado en el vidrio de la ventanilla, vio a un señor sentado en el asiento de la fila al lado de la suya, del otro lado del corredor.

      ¿Cuándo había entrado en el compartimento? No había oído la puerta abrirse.

      El sujeto estaba vestido de negro y usaba unos extraños anteojos. Estaba leyendo un libro encuadernado en cuero negro y con las páginas de papel cebolla, que parecía tener cientos de años. Usaba un sombrero de ala ancha que le cubría el rostro y, es necesario decir, causaba inquietud.

      Elio no se volteó, siguió vigilando el reflejo sobre el vidrio. Le daba miedo estar ahí solo con ese hombre. Ahora le habría gustado que el primo, grande y fuerte, volviera rápido, pero no había señales ni de él ni de Gaia.

      En tanto, el sujeto continuaba leyendo. Se interrumpía solo de tanto en tanto para mirar un viejo reloj que sacaba del bolsillo del chaleco que tenía debajo del traje con una elegancia de otros tiempos.

      Esto hacía que Elio se pusiera más nervioso y se preguntara qué estaba esperando. Seguramente era algo importante porque seguía mirando el reloj todo el tiempo.

      Entonces, de golpe, el hombre, luego de haber mirado el reloj por enésima vez, cerró el libro y se agachó para tomar algo de una bolsa negra que tenía apoyada en el suelo y sostenida entre las piernas. Los pantalones levemente alzados mostraban los tobillos negros de las extrañas medias que parecían de cuero.

      Elio no lograba contener su inquietud y comenzó a temblar. Entonces, el sujeto, como dándose cuenta de su terror, empezó a reír mientras seguía rebuscando en la bolsa. Era una risa profunda y lúgubre que resonaba en sus oídos. Para no oírla más, se tapó las orejas con las manos. Cerró los ojos para no ver en el vidrio el reflejo de aquel hombre y en su interior rogó: «Que regrese Libero, que regrese Libero».

      La puerta del compartimiento se abrió con un golpe seco.

      —¿Qué haces, Elio? ¿No te habrás traído una otitis, verdad? ¡A ver si nos matas a todos, pobres campesinos, con esos virus para gente de la ciudad!

      Elio se sobresaltó y, luego, al reconocer la voz bromista del primo, se volteó y vio que un sonriente Libero estaba en la puerta con una bolsa y una bebida en la mano. Detrás de él, Gaia hincaba los dientes en un enorme croissant.

      Del sujeto, ningún rastro. Desapareció tal como había aparecido. Desaparecidos él, su libro, su reloj y su bolsa.

      Libero se sentó al lado de él, le pasó un croissant y se dio cuenta de que temblaba.

      —¿Pasó algo? —le preguntó.

      —Creo que estoy un poco mareado por el tren —mintió Elio.

      Gaia entendió que su hermano estaba sufriendo una de sus crisis y se propuso hablar con Libero en secreto.

      El resto del viaje fue tranquilo. Libero describió la fiesta de la cosecha que iba a tener lugar dentro de poco y en la que participaban los pueblos vecinos. Se iba a hacer al aire libre con bailes tradicionales, como la taranta, y también con bailes más modernos.

      Elio miraba a la hermana y al primo y se preguntaba cómo habían hecho esos dos para sintonizarse tan rápidamente en el mismo canal. Pero estaba feliz de no viajar solo; todos esos sucesos extraños empezaban a preocuparlo. ¿Era víctima de un complot o debía empezar a dudar de su integridad mental?

      Libero se agitó, era hora de preparase para bajar, había visto por la ventana la casa de la señora Gina, que había tomado como punto de referencia. El tren se detuvo, él cargó todas las valijas mientras Gaia abría la puerta del vagón y se lanzó. Estaba agitado como quienes, como él, viajaban muy poco.

      Los habitantes del lugar le decían estación, pero era solo una parada. Las únicas comodidades era una marquesina con el techo agujereado y una máquina automática para comprar los billetes, siempre rota, que decía a toda persona que pasara: «Esté alerta: la estación no está vigilada, puede sufrir un robo».

      Liber suspiró hondo y dijo:

      —Ahora respiró hondo. Bienvenidos a Campoverde.

      —Ya siento el perfume de los campos —notó Gaia—. ¿No, Elio?

      Elio no advertía la diferencia con la ciudad y se encogió de hombros.

      —Elio, tú toma la valija de Gaia; yo llevo el resto —ordenó Libero.

      A Gaia esta actitud de caballero, que en otros casos la habría fastidiado, hecha con esa naturalidad, la divertía. Y se prestaba al juego. Tal vez, su evaluación inicial del primo había sido apresurada. No era tan tonto…

      Gaia y Libero pasaron delante de la máquina habladora que por enésima vez repitió la misma frase y, sonriendo, se dirigieron al paso subterráneo.

      Elio tuvo que aferrar con las dos manos la enorme valija de Gaia para descender las escaleras del paso subterráneo y, de nuevo, para volver a subir. Esto lo dejó agotado.

      Al llegar a los últimos escalones, usó todas sus fuerzas, convencido de que la tía lo estaba esperando con el auto.

      Fuera de la estación, lo esperaba el estacionamiento vacío. Libero, con la prima a su lado, se dirigió hacia la izquierda por una larga calle estrecha y asfaltada lo mejor posible. Dos canales de agua separaban la calzada de los campos de maíz, de un lado, y los de trigo, del otro.

      Elio, desesperado, mientras recuperaba el aliento, les gritó que se detuvieran. La hermana se volteó extrañada. Hacía años que no oía a su hermano hablar en voz alta, mucho menos gritar.

      —¿Dónde está el auto de la tía? —preguntó Elio.

      —Ah, me olvidaba, me llamó antes, dijo que no podía venir a buscarnos porque Camilla, nuestra vaca, está por parir de un momento a otro y no puede alejarse.

      —¿Camilla, parir? ¿Cómo hacemos? —preguntó Elio jadeando.

      —Quédate tranquilo, son solo cuatro kilómetros y ya llegamos a la granja —agregó Libero en tono tranquilizador.

      —¿Cuatro kilómetros? —fueron las últimas palabras de Elio.

      —¡Vamos, arriba el ánimo! ¡La valija de tu hermana hasta tiene rueditas! —se burló Libero y, tras decir esto, retomó el camino.

      A lo lejos se empezaban a vislumbrar las primeras casas del pueblo.

      —¡Ahí está! Esta casa con el cerezo es nuestra granja.

      Libero

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