Un Cuarto De Luna. Massimo Longo

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Un Cuarto De Luna - Massimo Longo

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se había olvidado completamente del primo de su misma edad.

      —¿De dónde? —preguntó, como si no hubieran hablado de eso el día anterior.

      —¿Cómo de dónde? —respondió Gaia—. Lo dijo ayer la tía.

      —Vuelve del campamento de los scouts —dijo Libero sonriendo.

      —Hoy les espera la buhardilla —sugirió la tía con un tono que no admitía réplicas—. Muévete, Elio, termina el desayuno y ponte a trabajar. Gaia irá a ayudarte luego, ahora la necesito para un encargo.

      Elio terminó la leche de un sorbo pensando con alivio que por un tiempo estaría solo y tranquilo en la buhardilla. Disfrutaba de la idea de ponerse los auriculares de su amado reproductor de mp3.

      Lo buscó sin éxito, luego volvió a la cocina y preguntó:

      —¿Alguno vio mi reproductor?

      —Desafortunadamente, ayer fue víctima de un accidente. Lo habías dejado sobre el diván y, cuando lo abrí para prepararles la cama, terminó encastrado en el medio del mecanismo de extracción de la red… No quedó demasiado, pero te guardé la tarjeta de memoria —contó la tía y, tomándola de un plato decorativo apoyado sobre el mueble, y se la entregó.

      El día había empezado mal, pensó el chico y subió la escalerita que llevaba a la buhardilla con la lentitud que lo caracterizaba y prendió la luz.

      Había cosas apiladas por todos lados. Tenían que limpiar y crear un espacio donde preparar las camas, demasiado cansancio de solo de pensarlo. Así que decidió abrir la gran ventana central, para que entrara el aire y la luz, y luego sentarse en algún lugar a holgazanear mientras esperaba a Gaia.

      Sus ojos vieron algo que lo impresionaron, un libro sobre una vieja caja de madera, como el que leía el extraño señor que había entrado en el compartimiento.

      Verdaderamente, una extraña coincidencia. No era un best-seller de moda, y eso lo inquietó. De repente, se apagó la luz, y Elio empezó a oír la extraña voz que, como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida para sus oídos.

      Aun sabiendo que no era posible, sintió terror de que ese hombre estuviera ahí, con él, en la oscuridad. Buscó el interruptor de la luz, pero no logró volver a encenderla, debía haberse quemado la lámpara. Un miedo profundo se apoderó de él. La voz era cada vez más fuerte, la sentía resonar dentro de su cabeza. Trató de llegar a la ventana a tientas, arrastrando los objetos que encontraba a su paso.

      Al llegar a la manija, no logró abrirla. Entonces, fuera de sí, empezó a golpearla con los puños con la esperanza de poder desbloquearla.

      Temblaba y lo recorría un sudor frío.

      De repente, se encendió la luz. Elio se dio vuelta de golpe, quería gritar, pero la voz se le había quedado en la garganta.

      Vio a Gaia.

      —Elio, ¿estás bien? ¿Qué es todo ese ruido? ¿Te lastimaste?

      El chico, blanco como un papel, tenía la mirada desorbitada y temblorosa.

      Gaia lo abrazó fuerte, preocupada, y le susurró:

      —¿Está todo bien? Te sucedió otra vez, ¿no? Esa cosa extraña que te envuelve en confusión…

      Elio no respondía ni le devolvía el abrazo. Todavía estaba muy lejos, atrapado en sus pensamientos, y no lograba sentir el calor de ese abrazo, como si fuera de piedra.

      Lentamente, el abrazo se disolvió. Elio comenzaba a volver en sí.

      Lo primero que hizo fue voltearse para controlar si este extraño manuscrito estaba verdaderamente allí donde lo había visto, o si solo se lo había imaginado.

      Por desgracia, aún estaba allí. Su mirada se volvió gélida.

      Gaia, habiendo notado toda la escena, se acercó para tomarlo, para ver si realmente era el motivo de la inquietud del hermano. Se interpuso entre la mirada de Elio y el libro.

      Sí, estaba mirando ahí. Se giró, lo tomó y, encarándolo con el libro en la mano, le preguntó:

      ¿Es esto lo que te inquieta tanto? —Elio se mantuvo en silencio—. Háblame, Elio. No puedo ayudarte si te obstinas a no hablar.

      —El tren —susurró Elio.

      —El tren, ¿qué quiere decir «el tren»?

      —En el tren vi una copia de ese libro.?

      —¿Y eso qué tiene de extraño?

      —Lo tenía un sujeto extraño que estaba sentado en la fila al lado de la mía, mientras ustedes estaban en el vagón restaurante.

      —Muchas personas leen mientras viajan.

      —Pero no es un libro común, ¿no lo ves? —Elio se agitó.

      Efectivamente, Gaia había notado la particularidad de la tapa del libro y se asombró aún más cuando lo abrió.

      Estaba escrito en una lengua que le resultaba desconocida; las imágenes, todas en blanco y negro, ilustraban personajes extraños en un marco de bosques y lunas llenas. Muchas de esas figuras eran, como mínimo, angustiantes.

      Gaia hizo como si nada, cerró inmediatamente el libro y lo lanzó en un rincón, tratando de simular indiferencia.

      —Vamos, es solo una coincidencia, y ese es solo un libro viejo.

      Elio ya se había hundido nuevamente en el silencio; sus oídos silbaban otra vez.

      La chica trató de distraer al hermano, aunque esas imágenes espectrales no abandonaban su mente.

      —Dale, dame una mano. Corramos estas cajas hacia la luz y empecemos a hacer lugar debajo del tragaluz. Quiero poner la cama ahí. Lamentablemente, nos toca dormir en la misma cama, y yo quiero quedarme dormida mirando las estrellas.

      Trabajaron toda la mañana con afán. Gaia, con sus charlas, logró distraer a Elio, que, tras lo ocurrido, parecía reaccionar con un poco más de energía.

      Pasaron también buena parte de la tarde limpiando, hasta que la tía los invitó a ir a lavarse. Esa noche llegaba Ercole y había que festejar.

      Libero había prometido llevarlos a bailar. En el pueblo se hacía la fiesta anual de la cosecha.

      Se oyó que desde el exterior llegaba el sonido de la bocina del viejo autobús que dos veces por semana, luego de haber atravesado las diversas poblaciones partiendo desde la ciudad, llegaba al pueblo, Los scouts lo usaban para volver del campamento organizado en Tresentieri, un bosque no muy lejano.

      Libero salió disparado y, como era su costumbre, aferró al hermano, que aún tenía en sus hombros una mochila decididamente demasiado grande, y lo hizo volar arrastrándolo hasta la puerta de casa, donde, habiendo escapado de su abrazo, se encontró en el de su madre.

      Ercole estaba feliz por esa demostración de afecto, pero le parecía un poco mucho para un ausencia de solo cinco días.

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