Un Cuarto De Luna. Massimo Longo

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Un Cuarto De Luna - Massimo Longo

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      Ercole tenía la misma edad que Gaia y era la viva imagen del mito de su mismo nombre: alto, musculoso y atlético, era parte del equipo de lucha libre del pueblo.

      Tenía cabello negro, rapado en los constados y como un cepillo en el centro, ojos oscuros y piel cetrina, pero este aspecto duro no reflejaba su verdadera naturaleza de persona apacible e incapaz de guardar rencor.

      Adelantaron la cena, para tener tiempo para prepararse para la fiesta. Demasiado, tal vez, pero la tía había preparado un banquete y se necesitaba tiempo para hacer correr toda aquella comida por la mesa.

      Ya podrían digerir todo durante la fiesta de la cosecha.

      Naturalmente, la espera más larga fue a causa de las dos mujeres de la casa. Elio tenía pocas ganas, se sentía listo así como se había vestido para desayunar. Ercole se puso unos jeans y un kilo de gel en el cabello, imposible entender adónde había ido a parar.

      Libero fue, entre los hombres, el que invirtió más tiempo. No salió de su habitación hasta que no estuvo listo. Estaba resplandeciente. Tenía puesto un par de pescadores azules con una camisa que los hawaianos habrían considerado excesiva, pero que en él no desentonaba.

      Sus ojos brillaban. Era una de las fiestas que más le gustaban.

      Una vez que todos estuvieron listos, Elio intentó escapar a ese suplicio, pero fue arrastrado por el entusiasmo de la tía, que estaba casi irreconocible. Tenía puesto un vestido negro con flores y zapatos de taco alto. Se había soltado el cabello y estaba maquillada. Lo tomó del brazo y lo escoltó fuera de la casa.

      A lo largo del camino, se podían admirar, además de las clásicas luces y banderitas de colores, las decoraciones que habían realizado quienes se encargaban de la organización de la fiesta ese año.

      A los costados de las calles fardos de heno cuadrados, rectangulares, de todas formas y dimensiones, decoraban el pueblo.

      En el centro, el monumento a los caídos estaba rodeado por enormes ruedas de paja.

      La plaza principal tenía un escenario sobre el cual la banda contratada para tocar acomodaba sus instrumentos.

      Alrededor del área de baile, las sillas ya estaban ocupadas por las personas mayores, que conversaban a la espera de disfrutar viendo bailar a la juventud. Ya los más pequeños corrían por la pista imitando a los más grandes que, en poco tiempo, con delicadeza los habrían evitado durante la danza.

      La conversación principal esa noche estaba dedicada a la llegada al pueblo de Gaia y Elio, los hijos e Carlo y Giulia. Las personas más grandes recordaban cómo eran cuando vivían en el pueblo.

      Como de costumbre, había muchas opiniones encontradas: alguien los recordaba como irresponsables; otra persona como buenas personas, mientras que los antiguos compañeros y compañeras se acordaban de los días que faltaban a la escuela para ir a los campos a jugar y no hacer nada.

      Alguien veía en el rostro de Elio el de su padre; alguien en el de Gaia; alguien no veía ninguna semejanza y señalaba a los abuelos como culpables.

      Se oían los ruidos de la banda que calentaba los instrumentos. Estaba todo casi listo. El presentador o, mejor dicho, el hombre que cada año se ocupaba de hablar desde el escenario invitó a la autoridades de siempre a subir.

      Terminó el discurso y también el agradecimiento a los patrocinadores, ante el absoluto desinterés de las personas presentes, que empezaban a bostezar. Ahora aplaudían con la esperanza de que hubieran terminado y dejaran que la banda empezara a tocar.

      Ante el anuncio de que el pseudopresentador abandonaba el palco, partió el más fuerte de los aplausos. El maestro dio un pequeño salto y, con un movimiento de la mano, agitó la batuta, que hizo alzar los trombones que iniciaron la música, seguidos, en tiempo, primero por la batería, luego por los saxos y, por último, por los clarinetes.

      El primero en lanzarse a la pista fue Libero, junto a su compañera preferida, con la cual abría el baile todos los años. A diferencia de lo que se pueda pensar a partir de su descripción, Libero era un bailarín magnífico y todas la mujeres del pueblo solían deleitarse dando por lo menos una ronda con él en la pista. Esto era así tanto con las más jóvenes como con las mayores, a quienes él no les hacía sentir la falta de atención. Amaba bailar y lograba transmitir este amor sin interés particular en su compañera de baile.

      La pista se llenó. Gaia tenía una cantidad de solicitudes, da las que no se negó.

      Elio, por un instante, sintió una extraña sensación; sin que se diera cuenta, su pie había empezado a moverse al ritmo.

      La tía, antes de que él pudiera negarse, apenas la danza se hizo más espontánea y bastaba con tomarse de la mano y girar, lo aferró por las manos, que pendían al costado de su cuerpo, y lo hizo bailar en el borde de la pista.

      Elio, extrañamente, no se opuso, sintió por un instante el ritmo en su interior, se divirtió y le dolieron las mejillas por esa contorsión extraña que sus músculos faciales no hacían desde hacía años.

      Logró pasar de las manos de la tía a las de diversas y curiosas chicas del pueblo que lo miraban divertido.

      Terminada la ronda de baile, Elio regresó a su puesto. Sentía que la sangre le irrigaba los músculos. De improviso, volvió el extraño silbido de los oídos, que lo obligó a alejarse de la plaza. La música, que un momento antes lo divertía, se estaba volviendo ensordecedora.

      Se dirigió hacia el prado verde al lado de la pequeña iglesia, lleno de viejos tractores expuestos y de niños pequeños que no dejaban de mirarlos y girar alrededor de ellos.

      Elio se sentó en un rincón oscuro y se quedó mirándolos.

      Todas esas risas le resonaban dentro y le recordaban algo, el eco de una felicidad lejana y sepultada desde hacía tiempo.

      Envidió a un niño que fue feliz al encuentro de su padre, que lo tomó de la mano. Un recuerdo sepultado en su mente intentó salir a flote: el calor y el olor de la mano de su padre.

      Una punzada de dolor le atravesó las sienes y le impedía pensar. Se tomó la cabeza con las manos. Sentía frío.

      —Elio, ¿qué haces aquí solo? ¿Te sientes mal?

      La tía, que no lo había perdido de vista, se sentó a su lado. Elio no respondió.

      Ida le rodeó los hombros con un brazo y lo atrajo afectuosamente, pero él no sentía el calor. Otra vez estaba en su frío mundo.

      Esa noche, ya de regreso en la granja, Gaia no hacía otra cosa que hablar de cuánto se había divertido y de sus nuevas amistades. Durmieron por primera vez en la buhardilla. Habían colocado la cama bajo el tragaluz como deseaba Gaia, que se quedó dormida mirando las estrellas.

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