Un Cuarto De Luna. Massimo Longo

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Un Cuarto De Luna - Massimo Longo

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Necesita ayuda con la cena.

      —¿Tú te quedas aquí? —preguntó Gaia saltando como un grillo y dirigiéndose a la escalera.

      Elio pensó que ni en sueños se habría quedado ahí solo.

      —No, bajo contigo —respondió.

      Gaia encontró a la tía atareada con la cena y comenzó a ayudarla.

      Elio estaba por arrojarse en el diván cuando llegó la voz de Ida.

      —¿Qué haces? Vamos, arriba, ven a ayudar. Aún no es hora de descansar. Pon la mesa.

      —¿Dónde está Libero? —preguntó Gaia.

      —Seguramente está terminando de cerrar el establo —respondió Ida—. Elio, si terminaste, ¿por qué no vas a buscarlo?

      —Voy yo —se ofreció Gaia con alegría.

      —No, a ti te necesito aquí. Deja que vaya a tu hermano.

      —Sí —respondió Elio exhausto. Extrañamente sentía un hambre feroz.

      Tras cruzar la puerta de entrada, miró alrededor para tratar de ubicar al primo. Estaba en los campos, sentado sobre el tractor y mirando al cielo.

      Elio se acercó gritando. Parecía es ese día todos había perdido el oído porque también él, como Gaia antes, no le respondía.

      —Esperemos que sea contagioso, así pierdo yo también el oído y puedo quedarme recostado sin responderle a nadie —reflexionaba Elio.

      Debió llegar hasta la mitad para obtener una respuesta.

      —¿Por qué gritas? —preguntó Libero.

      —Debes entrar, es hora de cenar —respondió Elio.

      —Sube —lo invitó como si no oyera lo que le decía.

      —¿Yo, ahí arriba?

      —Sí, sube. Te muestro algo.

      Elio subió. Libero se hizo a un lado y se sentaron juntos.

      —¡Mira qué maravilla! —exclamó Libero indicando el cielo—. Piensa que hace algunos años no podía verlo.

      —¿Qué? —preguntó Elio tratando de ver no sé qué cosa extraña.

      —El cielo —repitió.

      —¿El cielo?

      —Sí, el cielo. Es bellísimo, pero suele pasar que, durante mucho tiempo de nuestra vida, no alzamos la cabeza para mirarlo, y no quiero decir mirarlo para ver cómo está el tiempo, sino admirarlo en silencio, como se hace con el mar, que estando en una posición más favorable a los ojos, se parecía con más frecuencia. ¿Tú te detienes a mirarlo?

      —No.

      —Deberías. Te carga de energía y pone muchas cosas en perspectiva.

      Elio se sorprendió por semejante profundidad en el primo y permaneció en silencio con él por un momento para admirarlo.

      Del blanco enceguecedor hasta los matices del humo, las nubes estaban suspendidas entre dos franjas de cielo; un cielo plomizo por debajo de ellas, turquesa por arriba mixto en los reverberos ocres de un sol ya casi en el ocaso que las alumbraba mostrando toda sus cimas doradas y dando de la sensación de ser la luz de otro mundo que está allí para iluminar una vida que se desarrollaba sobre ellas. Densas, como claras batidas a nieve, las blancas; garabateadas como en el desahogo pictóricos de una criatura de tres años, las grises.

      Entre todas, se distinguía una, con forma de unicornio, que se recortaba oscura en el fondo blanco como si el animal gris corriera sobre las blancas praderas del cielo. Exactamente como en un fresco de Tiepolo, este cielorraso natural desfondado tendía al infinito que había más allá de lo visible, al misterio que hace sentir que nuestras almas son pequeñas y al mismo tiempo eternas.

      Libero de repente bajó del tractor de un salto.

      —Ahora tengo hambre —dijo riendo en voz alta—. ¿Y tú, Elio?

      —Sí.

      —Entonces, salta y vamos a comer, tal vez la próxima te llevo a dar una vuelta con el tractor.

      Y se dirigió hacia la casa.

      Elio no perdió tiempo y lo siguió. El hambre volvía a hacerse sentir.

      Capítulo 4

      Como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida

      Elio se levantó muy temprano. Era inevitable ceder a la tía que lo llamaba con insistencia. Afuera apenas amanecía. Miró el cielo que clareaba y volvió a pensar por un momento en el ocaso del día anterior, en la sensación de paz que tuvo en esos instantes, pero duró poco. Sus orejas comenzaron a silbar, un silbido sordo, punzante, que le cortaba el alma y lo hacía precipitarse nuevamente en su fría realdad.

      Elio se arrastró aún en pijama hasta la cocina, esperando despertarse un poco con el desayuno.

      La tía, el primo y su hermana ya estaban vestidos y peinados como si fueran las ocho, ¡y eran las cinco y media! Había un cierto aire de fiesta. Su primo Ercole estaba por volver del campamento de los scouts. Ida estaba entusiasmada por el regreso del hijo, que se había ausentado por cinco días. Siempre se preocupaba cuando sus hijos no estaban en casa, por el accidente que había sufrido Libero cuando era pequeño, y no quería perderlos nunca de vista.

      La sargenta Ida, apenas avistado el insubordinado Elio, lo echó inmediatamente de la cocina para que fuera a lavarse y arreglarse.

      Ida era una mujer fuerte, con un temple obtenido por las vicisitudes de la vida. Después de la muerte del marido y el problema con el hijo, debió adaptarse a un estilo de vida completamente distinto al de la ciudad, que había marcado su vida en los primeros años de matrimonio.

      Dura y decidida, se había tomado a pecho ese nuevo desafío. Más de una vez se había hallado sola llorando de desesperación, pero no se dejó vencer.

      Su aire de generala no debía engañar, por dentro era blanda como el corazón de un soufflé.

      Poco después, Elio regresó vestido y casi en orden, aunque su humor era negro y aún tenía hambre.

      Se sentía el perfume de la leche con chocolate, pero sobretodo de los gigantes bizcochos que la tía había hecho el día anterior, que aún perduraba en el aire.

      Eran enormes trenzas lacteadas amasadas con diferentes aromas: a la canela, al anís y, para que no faltase nada, sus preferías al sésamo.

      Su hermana y Libero ya las estaban mojando en la leche.

      Libero le preguntó:

      —¿Sabes quién regresa hoy?

      Elio se sorprendió por la pregunta.

      —¿Quién?

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