La Argentina después de la tormenta. Francisco de Santibañes

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La Argentina después de la tormenta - Francisco de Santibañes

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implicancias del auge del conservadurismo popular son enormes y afectan la vida de millones de personas. Modifican, por tomar un caso, las relaciones entre los Estados. Por un lado, facilitan la estabilidad del sistema internacional, puesto que las guerras causadas –o justificadas– por motivos ideológicos se han vuelto menos habituales. Pero, por otro lado, dificultan, debido al mayor nacionalismo, el tipo de cooperación que resulta necesario para combatir el calentamiento global o establecer políticas comerciales y monetarias que eviten una nueva crisis económica global.

      En definitiva, el ascenso del conservadurismo popular es el tema de nuestro tiempo. ¿Llegará en algún momento a la Argentina?

       Me hierve la sangre al observar tanto obstáculo, tantas dificultades que se vencerían rápidamente si hubiera un poco de interés por la patria.

      Manuel Belgrano

      Uno de las de las tendencias más importantes en los últimos años ha sido el resurgimiento del nacionalismo en gran parte del mundo. Una nueva camada de líderes nacionalistas no ha hecho más que reflejar los cambios que se han producido dentro de sus sociedades, los que están modificando tanto la política doméstica como la internacional. ¿Llegará esta ola también a la Argentina? Y de ser así, ¿debemos preocuparnos o alegrarnos?

      Para entender mejor ese fenómeno, primero debemos aclarar a qué nos referimos cuando hablamos sobre nacionalismo. Existen, al menos, dos modos de entender el nacionalismo.

      Para el primero, el nacionalismo es una ideología que tiende a denostar a lo externo, es decir, a todo lo que le es ajeno. Por ejemplo, el nazismo puede ser entendido en parte como un producto de un conjunto de ideas que hoy vuelve a presentar peligros. Pero también existe otra concepción sobre el nacionalismo, es a la que denominaremos patriotismo. El patriotismo no se opone a lo externo sino que se limita a celebrar los lazos culturales e históricos que nos hacen parte de una misma comunidad. De esta manera, fomenta un sentido de unidad que, a lo largo de la historia, les ha sido de utilidad a numerosos países para alcanzar el desarrollo.

      Efectivamente, resulta difícil pensar que cualquier país pueda progresar si sus habitantes no están dispuestos a hacer sacrificios personales. Si no, ¿quién iría a la guerra, poniendo en riesgo su propia vida, para defender a la comunidad de la que es parte? ¿Quién estaría dispuesto a pagar impuestos para ayudar a sus compatriotas más desfavorecidos? O bien, ¿por qué los miembros más capaces de la sociedad aspirarían a ser dirigentes? En definitiva, sin patriotismo una sociedad tiende a estancarse o directamente entra en un proceso de decadencia.

      El patriotismo resulta especialmente necesario para una sociedad como la Argentina, en donde los individuos tenemos tendencia a actuar sin considerar el bien común. Esto significa que uno de los principales cambios culturales que necesitamos encarar es el de sentirnos parte de una misma comunidad, dejando de lado a uno de los defectos que explican nuestra decadencia.

      Por ejemplo, la falta de consensos basados en una visión compartida se ve reflejada en nuestra política exterior, víctima de la inestabilidad y de los cambios pendulares. Han sido pocas, hasta ahora, las continuidades en temas tan sensibles como Malvinas y nuestras relaciones con los Estados Unidos. Este continuo zigzagueo no ha hecho más que restarnos credibilidad e influencia, fenómeno que, si no comenzamos a revertir, será aún más costoso en los próximos años debido a las complejas transformaciones que viene experimentando el sistema internacional. Un mayor grado de unión también traería reglas de juego más estables en el ámbito económico, lo cual le permitiría a nuestro sector privado, hoy sumamente debilitado, generar riqueza y empleos de calidad.

      ¿Cómo podemos hacer para fortalecer nuestro patriotismo? En parte, por medio del diálogo y de la construcción de confianza, pero también mediante la elaboración de un ideal común. Para el pensador francés Joseph Renan, lo que define a una nación no es la pertenencia a un determinado grupo étnico sino el deseo que tiene una población de vivir junta, el saber “que han hecho grandes tareas en el pasado y que harán aún más en el futuro”. No es casualidad que en los Estados Unidos se celebre el “sueño estadounidense” y que las autoridades chinas promuevan activamente el surgimiento de un “sueño chino”. ¿Cuál debería ser, podemos preguntarnos, el sueño que logre unir a los argentinos?

      Resultará difícil avanzar en la construcción de estos lazos si las concepciones que terminan imponiéndose son aquellas que ven en la sociedad una mera suma de individuos sin nada que los una, o un escenario donde debe producirse una lucha de clases. Por el contrario, estas visiones tienden a incrementar aún más la anomia social y las divisiones.

      Es muy probable que la ola nacionalista que está atravesando el mundo llegue a la Argentina. Como país, no poseemos ninguna característica particular que nos haga pensar que podríamos quedar marginados de un fenómeno global. Es importante entonces que cuando este sentimiento surja, sepamos canalizarlo de una manera constructiva; que esta ola derive en un patriotismo que ayude a fortalecer nuestra sociedad y no en un nacionalismo xenófobo que incremente aún más nuestras divisiones y nos termine enfrentando, de manera innecesaria, con otras naciones. Esto requerirá de una dirigencia –políticos, empresarios, intelectuales, etc.– que esté a la altura del desafío.

      Una revolución silenciosa está teniendo lugar en América Latina. En los últimos años, el movimiento evangélico no solo ha crecido en cantidad de fieles sino que también ha comenzado a participar activamente de la vida política. Como veremos a continuación, los efectos de este proceso son profundos.

      Quizá la primera señal del fenómeno se observó en Colombia. En el plebiscito de 2016, los evangélicos jugaron un rol central en el rechazo al tratado de paz firmado por el entonces presidente Juan Manuel Santos y las FARC. Dos años más tarde, la candidatura presidencial del evangélico Carlos Alvarado también causaría sorpresa en Costa Rica. Su campaña se basó en la oposición a un pedido de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que su país legalizara el matrimonio homosexual. Alvarado, un excantante de música cristiana, ganó en primera vuelta, pero luego perdió en el balotaje.

      Sin embargo, el evento que dejó en claro la magnitud del fenómeno fue el triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales del Brasil. Los evangélicos fueron y continúan siendo una de las principales fuentes de apoyo con las que cuenta el presidente. Entonces, no debe extrañarnos que el Gobierno de Bolsonaro apoye con énfasis la agenda social y económica que promueve un grupo religioso que ya representa a aproximadamente al 30 % de los brasileños. Bolsonaro es, en definitiva, el producto de una sociedad que con el correr del tiempo se volvió más evangélica.

      Pero este no es un fenómeno nuevo. El ascenso al poder del movimiento conservador en los Estados Unidos a partir de los años 80 se explica, en parte, debido a la participación de los evangélicos en la política. Desilusionados con la presidencia del demócrata James Carter, los evangélicos pasaron a militar activamente dentro del Partido Republicano. De esta manera, y gracias al liderazgo de Ronald Reagan, movieron al partido hacia la derecha, abandonando así las posiciones moderadas que caracterizaron a las élites de la costa este de ese país. Y este nivel de influencia continúa, ya que los evangélicos, que representan una cuarta parte de la población estadounidense, son la principal base de apoyo electoral con la que contó Trump.

      ¿Qué principios defienden? En el plano económico, la mayoría de los evangélicos (que en América Latina son en su mayoría pentecostales y neopentecostales) promueven el capitalismo y la noción de que de la pobreza se sale, principalmente,

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