Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto

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Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte - Diana Erika Ibarra Soto

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hombre y lo divino es una de las obras fundamentales de la obra zambraniana. Se trata no solamente de la exposición de una propuesta ontológica sino también de una filosofía de la historia. La ontología presentada en esta obra se basa en la dialéctica sagrado/divino, concebida por Zambrano no sólo como una fenomenología de la religión sino como una caracterización de lo real.

      Sagrado para Zambrano es la realidad sin nombre, ininteligible, subterránea. El ser que no se ha mostrado y que no ha sido nombrado por el lenguaje ni aprehendido por la razón, “la realidad hermética, sin revelar” (Zambrano, 1973: 209). Divino, en cambio, es la realidad con rostro, que se puede vislumbrar aunque sea con una luz tenue, tímida, y que incluso puede ser alcanzada por las palabras. Se trata del ser que puede aprehenderse por el pensamiento, que parece responder al ser humano y que a veces se ha reconocido con la figura de un dios.

      Los dioses aparecen, dice Zambrano, cuando el hombre ha creído entender la realidad, cuando siente que el orden del mundo se le ha revelado y que incluso dialoga con él. Surgieron cuando el ser humano y la realidad coincidieron, en que un intercambio, acaso el sacrificio, pareció posible y rindió frutos. Apoyado en los dioses el ser humano dejó de sentirse solo en un mundo donde paradójicamente, nos dice Zambrano, siempre se sintió observado, como si sus acciones fueran ejecutadas ante un otro siempre presente.

      Y si hemos dicho que la dupla sagrado/divino es una dialéctica, es porque la realidad, piensa la autora, no termina de mostrarse; ningún dios ha expresado ni podría mostrar la totalidad de lo real. Zambrano nos dice: “Realidad es no sólo la que el pensamiento ha podido captar y definir sino esa otra que queda indefinible e imperceptible, esa que rodea a la conciencia, destacándola como isla de luz en medio de la tiniebla” (Zambrano, 1973: 191). Ninguna deidad ni ningún modelo sería capaz de hacer visible todos los subterráneos, los recovecos del ser. Por eso, cuando un dios sustituye a otro en el devenir del tiempo permite vislumbrar algo de lo real que podría haber estado invisible antes. Zambrano dirá que la calidad de una cultura tiene que ver con la calidad de sus dioses, pues éstos son la manera en que se ha accedido a los linderos de lo humano. La autora escribe:

      La vida humana, apetencia inextinguible de unidad, está rodeada de alteridad, lindando con “lo otro”. Y eso idéntico que el hombre cree ser en los momentos en que la inteligencia le saca fuera de la vida por su simultaneidad y su actualidad, tiene que tratar con “lo otro” (Zambrano, 1973: 198).

      Ante esta realidad que no acaba de mostrarse nuestra autora establece una virtud, un ejercicio espiritual que nos mantiene en constante escucha, en continua apertura hacia lo real: la piedad.

      La piedad, recuerda la autora, está presente en la filosofía desde el Eutifrón de Platón. La definición propuesta en el diálogo es que ésta es una virtud que lleva a tratar debidamente a los dioses, lo que deriva en última instancia en diferenciar entre lo justo y lo injusto (Zambrano, 1973: 202). Zambrano amplía esta definición y define la piedad, como ya hemos adelantado, como “saber tratar adecuadamente con lo otro” (Zambrano, 1973: 203). ¿Qué es “lo otro”? La filósofa escribe:

      Cuando hablamos de piedad, siempre se refiere al trato de algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser (Zambrano, 1973: 203).

      Es decir, en última instancia tratar con lo otro es tratar con la realidad, pero con la realidad en su totalidad, no sólo la que ha sido aprehendida por la razón o la que puede ser percibida. Es aquella otra realidad, por ejemplo, a la que busca referir el poeta con un logos más amplio que el que está al servicio de la filosofía. Así lo refiere la autora en Filosofía y poesía:

      La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa completísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean y otras no lleguen a este privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada (Zambrano, 1996: 22).

      Como la poesía, Zambrano encontrará diversas expresiones de la cultura y de la vida humana que son un esfuerzo constante por acercarse a los linderos del ser. Actividades piadosas que tienen como fin recordarnos aquello otro que sin estar ausente permanece invisible a la mirada cotidiana. Zambrano se sumerge en su filosofía en los sueños, en la pintura, en la mística, incluso en el rostro, la temperatura, la luz de las ciudades (Cf. Laguna, 2015). Sus manuscritos sobre educación, como veremos a continuación, también pueden entenderse desde la piedad.

      Educación: aprender a tratar con lo otro

      En los manuscritos sobre Filosofía y educación la concepción que Zambrano tiene sobre la educación se remonta a una tradición más antigua que la de la filosofía, y ésta es la de la sabiduría o, en sus términos, “saber de experiencia” (Cf. M-57, 1964: 47-48). En ella parece estar presente esa dimensión práctica de la piedad cuando muestra a la vida humana como un enigma que precisa ser descifrado y como algo, además, que se resiste a la visión y que exige de nosotros conocimiento y acción.

      a veces es la vida, ella, la que presenta el enigma a descifrar suavemente y como si no lo hiciera, el enigma en que se contiene la cifra y la palabra del destino. Y a ello en verdad, son introducción los enigmas que el sabio plantea al ignorante, el viejo al niño: le enseña a tratar con el enigma, a familiarizarse con su presencia, a reconocer su aparición (M-57, 1964: 47).

      La vida humana, observa la filósofa, en cierto sentido no es, se oculta y resiste a que nos hagamos una imagen de ella, pero cuando ésta se revela emerge de ese fondo oscuro y se alcanza a entrever ese estrato profundo de la realidad, que es lo sagrado. La educación nos ayuda a revelar nuestra vida, a sacarla, al menos un poco, del misterio. Educar es enseñar y aprender a tratar con lo otro, es decir, con “todo lo que de un modo u otro está en otro plano que la vida lúcida de la conciencia; lo que no se sabe” (Zambrano, 1973: 198). El maestro guía al educando en este proceso inicial en el que descubre un secreto íntimo que solamente la vida irá exponiendo a la luz: que la vida es suya, es propia y al mismo tiempo extraña (Cf. M-120, 1965: 101).

      El ser humano, entonces, experimenta esa realidad hermética, a la que antes nos referíamos con la dialéctica sagrado/divino, en su propia vida. Y es que, siguiendo a la filósofa malacitana, “toda humana persona es ante todo una promesa. Una promesa de realización creadora” (M-120, 1965: 101). Aprender es aprendernos a nosotros mismos, al ser que se juega en nuestras entrañas y cuyo camino está por hacerse. El fondo último de la vida humana es esperanza. Y la esperanza es al mismo tiempo hambre y padecer, es decir, un sentir que no puede reducirse a razón. Y una vez más, aquí viene a cuento El hombre y lo divino:

      Si el intelecto es vida en acto, actualidad pura e impasibilidad, eso otro de la vida humana es lo contrario: pasividad, padecer en toda forma, sentir el instante que gota a gota pasa, sentir inapelablemente el transcurrir que es la vida, padecer sin tregua por el hecho simple

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