Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto

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href="#ulink_43a2de76-eed8-5426-ae8a-b04f8434e9ee"/>La traducción es mía.

      La traducción es mía.

      Es interesante el análisis que hace Sophia Papaioannou sobre la validez del matrimonio en Roma, quien afirma: “To be valid, a Roman marriage (iustum matrimonio) hat to observe certain conditions: first of all, legal capacita (conubium), achieved when both parties were not too closely related, freeborn and above all, Roman citizens. Of equal importance was also the age (pubertas) of the future spouses and the mutual consent of the relevant parties (the consent of the paterfamilias). Also significant was the social status of both parties: high birth (nobilitas) and certainly wealth -at least property status able to provide the bride with a respectable dowry. Regarding personal qualifications, the virtue desirable in the prospective bride were beauty, kind disposition and above all, pre-marital chastity (pudicitia)” (Papaioannou, 1998).

      Referencias

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      Beck, U. y Beck-Gernsheim, E. (2001), El normal caos del amor, las nuevas formas de la relación amorosa, Barcelona, Paidós Ibérica.

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      Byung-Chul, H. (2003), La agonía del eros, A. Badiou (prólogo), Barcelona, Herder, 2017.

      Firestone, S., The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux.

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      Gollnick, J. (1992), Love and the Soul: Psychological interpretations of the Eros and Psyche Myth, Vol. 15, Canadá, Wilfrid Laurier University Press.

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      Nietzsche, F. (2006), Genealogía de la moral, A. Izquierdo (prólogo), Madrid, Edaf.

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      Wollstonecraft, M. (2018), Vindicación de los derechos de la mujer, Madrid, Ediciones Cátedra.

      Jane Jacobs: contra el mito

      de la ciudad matriarcal

      ¿Por qué resulta a veces

      tan arduo decidir hacia dónde caminar?

      Henry David Thoreau

      La ciudad actual es una invención más o menos reciente; apenas ha cumplido sus primeros cien años de vida. No es la Troya pletórica, la mítica ciudad amurallada de Homero. No es el poder hecho mármol de Roma, el esplendor imperial por antonomasia. Tampoco es la idílica París diseñada por el barón Haussmann en el cénit del segundo imperio napoleónico del novecento.

      La ciudad actual es un invento del afamado arquitecto francés Le Corbusier (nacido en el Cantón de Neuchâtel, Suiza, el 6 de octubre de 1887, como Charles-Édouard Jeanneret-Gris, adoptó este pseudónimo y la nacionalidad francesa hacia 1920 y murió en la Costa Azul el 27 de agosto de 1965), quien en 1924 publicó Urbanisme, libro traducido al inglés y al español con el título La ciudad del futuro. Ahí plantea una ciudad sin vida. Funcional, eficaz, portentosa, tan rígida y ordenada como inerte. En el prólogo –una advertencia– lanza una serie de severos apotegmas. “La ciudad –escribe– es un instrumento de trabajo. Las ciudades ya no desempeñan normalmente esta función. Son ineficaces: gastan el cuerpo, se oponen al espíritu. El desorden que en ellas se multiplica resulta agraviante, su decadencia hiere nuestro amor propio y ofende nuestra dignidad. No son dignas de la época, tampoco son dignas de nosotros” (Le Corbusier, 2013: 15).

      Para Le Corbusier la ciudad debe reflejar el modo de andar erguido y firme del humano, a diferencia del errático zigzag del asno:

      El hombre rige sus sentimientos con la razón; reprime sus sentimientos y sus instintos en pos del objetivo que tiene. Gobierna a la bestia con su inteligencia. […] París, Roma, Estambul están construidas sobre el camino de los asnos. […] La calle curva es el camino de los asnos, la calle recta es el camino de los hombres. La calle curva es consecuencia de la arbitrariedad, del desgano, de la blandura, de la falta de contracción, de la animalidad. La recta es una reacción, una acción, una actuación, el efecto de un dominio sobre sí mismo. Es sana y noble. Una ciudad es un centro de vida y de trabajo intensos. Un pueblo, una sociedad, una ciudad despreocupados, que se dejan llevar por la blandura y pierden la contracción, pronto quedan disipados, vencidos, absorbidos por un pueblo, una sociedad que actúan y controlan. Así es como mueren las ciudades y cambian las hegemonías (Le Corbusier, 2013: 25-27).

      Para sacar a París de su circunstancia de asno y llevarla al plano humano de la razón y la eficacia era indispensable eliminar todo obstáculo. Era urgente dejar los paliativos de la farmacopea y amputar: derribarlo todo, allanar el terreno irregular del putrefacto centro parisino y levantar bloques de torres habitacionales en forma de equis que garantizarían luz y amplitud en cada departamento y que ofrecerían la belleza del orden racional a sus habitantes. Además, esas moles de hormigón blanco y ligero trazarían una cuadrícula callejera perfecta para la libre circulación del coche, a cambio de las sinuosas y torpes callejuelas de entonces que estaban asfixiando a París con embotellamientos vehiculares. Pero, además, darían a la ciudad una imagen diáfana y le traerían asepsia y sanidad a lo que hasta ese momento eran sólo unas barriadas húmedas y llenas de miasma.

      Según

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