Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto

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Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte - Diana Erika Ibarra Soto

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—la casa lo es—. Basta con saber usarla. Por eso, en la ciudad deben quedar separados los ámbitos del trabajo y del descanso (Cf. Le Corbusier, 2013: 109-155). En esa máquina de relojería perfecta, “se yerguen rascacielos de plano cruciforme en el centro de los vastos islotes así creados, formando una ciudad de altura, una ciudad que ha reunido sus células dispersas sobre el suelo y la ha dispuesto lejos de éste, en el aire y a la luz” (Le Corbusier, 2013: 140). En lo alto, las casas están libres del contacto directo la tierra y su inmundicia, del ruido y el horror. Ahí, el hombre puede vivir su vida racional, no la de los asnos medievales a ras de suelo.

      Para fortuna del turista, el plan Voisin naufragó antes de zarpar. Sin embargo, las teorías urbanas de Le Corbusier se esparcieron en América, que ofrecía algo imposible en Europa: espacio. Su idea de ciudad habitacional —o dormitorio— alejada del centro de trabajo sólo era viable en los extensos valles americanos, no en la asfixia medieval europea. Varios de sus discípulos lograron realizar su utópico urbanismo y sus postulados de racionalidad absoluta. El riguroso orden geométrico puesto al servicio de la antigua πόλις (pólis), como palanca del progreso de la arcaica civitas del medievo.

      En Sudamérica, por ejemplo, Oscar Neimeyer concretó la quimera lecorbursista en una ciudad construida ex nihilo y ex professo para alojar al poder burocrático de Brasil. En México, entre 1950 y 1970, Mario Pani se ocupó de erigir proyectos —hoy emblemáticos— basados en el utopismo geométrico para salvar al Distrito Federal del caos irracional provocado por la colisión entre lo rural y lo industrial: Ciudad Satélite, Ciudad Universitaria de la unam, un puñado de conglomerados residenciales, los más célebres: el multifamiliar “Miguel Alemán”, Lomas de Plateros y Nonoalco-Tlatelolco, y su puerta magna: la antigua sede de Banobras, la llamada Torre Insignia.

      Grosso modo, la ciudad del futuro propone dividir la vida en dos esferas conectadas entre sí, pero independientes: la del descanso y la del trabajo. La vida activa sucede lejos de la vida del espíritu, usando la terminología de Hannah Arendt. La rapidez del traslado entre ambas es indispensable para realizar este sueño geométrico. Hay que ir de un lado a otro velozmente para lograr unidad vital. Por eso Le Corbusier afirma que “la ciudad que dispone de la velocidad, dispone del éxito” (Le Corbusier, 2013: 124). En la ciudad satélite de Le Corbusier el high way es condición de posibilidad de la vida eficaz y sana. De lo contrario, descansaríamos y trabajaríamos en el coche.

      La ciudad integradora de Jane Jacobs

      El geometrismo funcional de Le Corbusier se extendió velozmente por América. Su utopía adquiría forma en todo el continente. Hasta que apareció Jane Jacobs. Hace cuatro años, el 4 de mayo, se celebró el centenario de su nacimiento. Vivió casi 90 años. Murió en Toronto, el 25 de abril de 2006. Jacobs llegó de Pennsylvania a Greenwich Village, en Nueva York, con 19 años. Estudió artes liberales en el Bernard College de la Universidad de Columbia. Al terminar trabajó para varias revistas, entre otras la influyente Architectural Forum. Su libro Muerte y vida de las grandes ciudades (1961) es la base del llamado nuevo urbanismo. Ella misma escribe: “Es un ataque contra el actual urbanismo y la reconstrucción urbana” (Jacobs, 2013: 29), además contra Le Corbusier y su ya por entonces muy propagada ciudad del futuro.

      La ciudad de Jacobs puede definirse a partir de lo que ella denomina distrito: “Vecindades urbanizadas delimitadas de manera significativa por su tejido, su vida y las actividades mixtas que son capaces de generar, y no por unas fronteras puramente formales” (Jacobs, 2013: 163). Dicha definición contradice la idealización geométrica de la ortodoxia urbanística. La diferencia es la misma que hay entre organismos vivos y complejos —capaces de trazar sus propios destinos— y las máquinas fijas e inertes, impedidas para sortear variables no contempladas en la estructura algorítmica que las rige.

      Aquí radica una de las dos principales diferencias entre ambos modelos de ciudad. Si Le Corbusier la concibe como una máquina de alta precisión, Jacobs la considera un animal: un ser vivo que respira y crece. Esta concepción supone que en la ciudad hay procesos de autorregulación elementales. Para ella, estos procesos responden a un criterio de epigénesis. En términos generales, “la hipótesis de la epigénesis concibe el fenómeno del desarrollo como un proceso de ordenamiento de la materia embrionaria, inicialmente amorfa, hacia una forma biológica estructurada. A la inversa del preformacionismo, el desarrollo no se piensa sólo como crecimiento, sino como un proceso de estructuración del embrión amorfo bajo principios orgánicos de organización” (Vecchi y Hernández, 2015: 578). Jacobs aplica esta teoría a la ciudad, que “crece por un proceso de diversificación y diferenciación gradual” (Jacobs, 1975: 144).

      La segunda diferencia es un tanto paradójica y gravita alrededor de la calle. Para ambos, la calle es condición de posibilidad de la ciudad. Sin embargo, Jacobs la entiende como el tejido linfático que oxigena a la ciudad y Le Corbusier, en cambio, como una red de circuitos que le dan unidad mediante la velocidad del automóvil. La calle en este caso es una autopista, un enorme canal por donde los ciudadanos van del ámbito laboral al habitacional. En estricto sentido, no es una calle, sino una vía para el traslado del coche. Como apunté antes, la ciudad de Le Corbusier necesita del automóvil. ¿Qué hacer con los congestionamientos? El problema no son los vehículos sino el medio por el que se mueven. Ése es el obstáculo. La estrecha y enrevesada calle de la ciudad antigua se construyó para los asnos: si el auto ha matado a la gran ciudad, el auto la salvará (Cf. Le Corbusier, 2013: 175). Sólo hace falta transformar la sinuosa calle medieval en una funcional autopista.

      En las antípodas de la elefantiástica vía rápida lecorbusista, la calle de Jacobs no es un habitáculo para la vorágine del coche, sino un espacio para la parsimonia humana. Esa lentitud es la que permite el contacto que va dando solidez a lo cívico. “Para que en las capitales surjan formas de organización pública —dice— es necesario que por debajo de ellas se desarrolle una intensa vida pública informal que medie entre ellas y la privacidad de la gente de la ciudad” (Jacobs, 2013: 85). Es obvio que en la consideración sistémica y estructural de la ciudad lecorbusista, lo político sucede como efecto de un Estado ordenador. No en vano a Le Corbusier se le ha acusado de totalitario. Jacobs describe muy bien esta invasión de la “ortodoxia urbanística […], muy imbuida de concepciones puritanas y utópicas respecto a cómo ha de emplear la gente su tiempo libre; en urbanismo, estos moralismos sobre la vida privada de las personas se confunden profundamente con conceptos relativos al funcionamiento de las ciudades” (Jacobs, 2013: 68). Para ella lo político ocurre en la informalidad propia de una ciudad viva, en su malla linfática, que es la calle. Según Jacobs, “las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales. ¿Qué es lo primero que nos viene a la mente al pensar en una ciudad? Sus calles. Cuando las calles de una ciudad ofrecen interés, la ciudad entera ofrece interés; cuando presentan un aspecto triste, toda la ciudad parece triste” (Jacobs, 2013: 55). Pero es más que un mero elemento ostensible.

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