Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto

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Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte - Diana Erika Ibarra Soto

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de exigencias, todas urgentes, todas igualmente indispensables.[4] La ciudad del futuro de Le Corbusier trata de aliviar la prisa sofocante de la gran urbe mediante la creación de autopistas, un sistema cristalino que agrega más velocidad, sí; pero que ofrece dos válvulas de escape —la ciudad dormitorio y la ciudad productiva—. Para Jacobs, esta utopía no contempla la realidad. Es decir, omite la contingencia con la que la vida se antepone a lo previsto en los planos; esa imprevisibilidad de la circunstancia humana no figura en ningún plan Voisin.

      La inestabilidad propia de lo real es el punto de arranque de la ciudad de Jacobs. El presupuesto de su visión de la ciudad es casi metafísico. Su consideración inicial parte de la subordinación a la realidad, lo que le permite colocarse como parte de ella y no por encima. En su análisis, admite que la ciudad es como es y no como idílicamente esperaría la geometría que fuese. Por eso, su solución a los problemas urbanos no se atenaza al dogma de arrasar con lo existente para construir una metrópolis inmaculada.

      La solución de Jacobs a los desafíos urbanos emana de la propia ciudad. ¿Cómo propone oxigenar a un animal anquilosado y herrumbroso? La carga de vida provendrá de la calle, que es la medida humana aplicable a la ciudad —o medida de asno, según Le Corbusier—. Así, la solución radicará en incrementar la actividad callejera mediante la diversificación de sus usos.

      El pavor que la calle le provocaba a Le Corbusier le orilló a dividir la vida citadina en estancos impenetrables, accesibles sólo mediante las autopistas. Pero los usos mixtos darían a la ciudad el oxígeno que tanto reclamaba para ella. “La idea de eliminar las calles en la medida de lo posible —escribe Jacobs—, así como la de infravalorar y minimizar su importancia para la vida social y económica de una ciudad, es la idea más destructiva y malévola de la urbanística ortodoxa. Que a menudo se haga en nombre de las vaporosas fantasías relativas sobre el cuidado de los niños en una ciudad es amargo como sólo una ironía puede ser” (Jacobs, 2013: 117).

      Para Jacobs, la ciudad de Le Corbusier es matriarcal precisamente porque aísla a los niños del ámbito productivo, los recluye en la ciudad aséptica, en donde pueden jugar libremente, seguros y protegidos de la hostilidad de los bares y oficinas. En esos años, la madre era quien debía permanecer con ellos. Y esa permanencia era más llevadera en un suburbio que a mitad de la Quinta Avenida.

      Para Jacobs, éste es el ideal del matriarcado que va inevitablemente aparejado a cualquier conjunto habitacional separado del resto de la actividad cotidiana que aísla a todos los proyectos para niños y limita sus juegos —su vida— a reservas especiales. “Cualquier compañía adulta que acompañe la vida diaria de los niños afectados por esta planificación ha de ser un matriarcado. Chatman Village, modelo típico de Ciudad Jardín de Pittsburgh, es tan matriarcal en su concepción y realización operativa como pueda serlo el más novísimo barrio-dormitorio de cualquier ensanche” (Jacobs, 2013: 113).

      La feligresía de Le Corbusier odiaba profundamente a la calle y supuso que la solución era recluir a los niños en el remanso seguro de la ciudad jardín, donde la infancia crecería protegida en esos enclaves interiores, parques cerrados, guetos con columpios y subibajas (Cf. Jacobs, 2013: 109). En cambio, en una ciudad diversificada —con base en la mixtura de sus calles—, a los niños no les queda de otra que jugar en el departamento, en los parques o en las banquetas. La vida infantil al aire libre no está conducida por un matriarcado, sino por la comunidad.

      La mayor parte de los arquitectos urbanistas y diseñadores son hombres. Curiosamente diseñan y proyectan para excluir a los hombres de la vida cotidiana y normal donde la gente vive. Cuando urbanizan un área residencial sólo buscan satisfacer las necesidades, o supuestas necesidades, de unas imposibles amas de casa aburridas y con críos en edad preescolar. En resumidas cuentas, urbanizan exactamente para sociedades matriarcales (Jacobs, 2013: 113).

      Hoy, podríamos objetarle a Jacobs un alto grado de inocencia, dada la barbarie que asola a las calles mexicanas. Sin embargo, ella no fue tan naïf como para obviar la criminalidad neoyorquina de entonces. Mutatis mutandi, elaboró su planteamiento con el horror disponible a su alcance. Así, afirma que el primer beneficio de la alta actividad en la calle —en la banqueta— es la seguridad del barrio. Al contrario, la soledad callejera detona el crimen. Corriendo a la par de una estructura elemental —policía, iluminación, limpieza, etc.— es necesaria la presencia permanente de pares de ojos que miren a la calle, ojos que pertenecen a sus propietarios naturales. La consigna de Jacobs es: “Todo el mundo debe usar la calle” (Jacobs, 2013: 61).

      El bullicio, la ocupación y la vitalidad callejeras no sólo propician la seguridad, sino que crean un ámbito civilizatorio para sus habitantes. Literalmente. La persona aprende lo político en el espacio público, no en el reducto privado. La ciudad matriarcal impide, por definición, el aprendizaje cívico. ¿Qué ocurre cuando la calle queda reducida a ríos de asfalto para mover coches? La vida es un recluso de la ciudad habitacional. La política —lo público— se convierte en una exclusividad del burócrata y el funcionariado. La cercanía entre desconocidos, los vínculos de vecindad, la vigilancia de lo común empieza a evaporarse a medida que la mixtura se reduce en la ciudad. Sin la vida en la banqueta, las relaciones urbanas se polarizan: o la vida privada se amplía fuera de su ámbito y conduce a la incomodidad —invasión de la intimidad vecinal— o aparece la resignación a la falta de contacto. Sin la banqueta, una u otra consecuencia es inevitable (Cf. Jacobs, 2013: 89).

      Para evitar las perversas consecuencias cívicas de la ciudad matriarcal, Jacobs propone que los centros de trabajo y de comercio se entremezclen con los residenciales, de modo que la vida cotidiana no excluya a nadie.

      La oportunidad (que en la vida moderna se ha convertido en un privilegio) de jugar y desarrollarse en un mundo compuesto de hombres y mujeres es posible y habitual para los niños que juegan en aceras diversificadas y animadas. No puedo entender –confiesa– por qué esta disposición tiene que obstaculizarse mediante la zonificación. Creo por el contrario que deberían examinarse las condiciones que favorecen la mezcla y confusión de actividades comerciales y laborales con las residencias (Jacobs, 2013: 113-114).

      A Jacobs le sorprende que los arquitectos de la ortodoxia urbana no se percaten de lo que supone la educación cívica ni de la imposibilidad de que las instalaciones suplan esa formación en los niños. Le parece disparatada la idea de construir ciudades en las que esas tareas formativas se deleguen en un ejército de sirvientes y cuidadores, cuando podrían ser cubiertas por la comunidad, en la informalidad propia de la vida en la calle.

      El mito según el cual los terrenos de recreo, la hierba, los guardas a sueldo o los supervisores son algo de por sí beneficioso para los niños y que las calles de una ciudad, llenas de gente normal y corriente, son algo esencialmente pernicioso para los niños se ha cocido en un profundo desprecio por la gente corriente. En la vida real, los niños sólo pueden aprender de la vida en común de los adultos en las aceras de la ciudad (si es que lo aprenden) el principio más fundamental de una buena vida urbana: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aun en el caso de que nada en principio les una (Jacobs, 2013: 111-112).

      El geometrismo funcional de Le Corbusier y sus adláteres sólo ha propiciado la desertificación de la vida en comunidad. La eliminación de la diversidad y la mixtura urbanas favorece la privacidad y tiende a aniquilar el espacio público. Jacobs denunció la perversidad de reducir la ciudad a su aspecto funcional. Donde sólo hay funcionalidad, no hay política. El esplendor de la privacidad y la eficacia oscurece la tenue luz emitida desde el mundo de la vida corriente.

      La reciprocidad

      El principio que le permite a Jane Jacobs defender los efectos civilizadores de la vida en la calle es el de la reciprocidad.

      Todo en nuestro entorno –escribe en La economía de las ciudades– son sistemas de reciprocidad; se hallan tanto en la naturaleza

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