Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto
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Estamos cayendo en la misma trampa de Trasímaco. Recordemos que al inicio de esta exposición mencioné que para Trasímaco la justicia era “lo que conviene al más fuerte”. Es la norma común. No sólo los antiguos griegos percibían así la justicia, hoy en nuestro país es fácil encontrarse con personas que sostienen lo mismo. Hasta tenemos una frase popular y simpática para decirlo: “Con dinero baila el perro”. La “ciega” justicia inclina su balanza hacia quien tiene más recursos. Es, como lo advierte Calicles en Gorgias, la ley del más fuerte. Así, la justicia queda reducida a un convencionalismo. Muy similar a esta peregrina idea que considera a hombres y mujeres como mejores y peores entre unos y otros. Aquí está uno de los errores de algunos de los grupos feministas: en lugar de equilibrar la balanza, la polarizaron hacia sus propios intereses, haciendo ahora del sexo femenino el “sexo fuerte”. Lo que es imperante comprender es que no existe un sexo fuerte y otro débil. El problema hunde sus raíces en pensar la justicia basada en convencionalismos, ya sean sociales, biológicos o políticos.
Sin embargo, como lo vengo señalando, esta concepción de justicia está arraigada a nuestra cultura, mexicana y mundial, más de lo que quisiéramos y debiera. De ella se desprende la idea de que el tirano es más feliz porque “puede hacer lo que quiere”. Es decir, es más feliz que los demás porque tiene más poder que ningún otro hombre y es el depositario de todo lo justo. Su consideración es ley y su desconsideración también. Y una y otra están sujetas a la volatilidad de sus deseos. La ley es su deseo y su deseo, ley, y ésta, la justicia con que gobierna.
Pero, ¿qué significa ser el más fuerte? Trasímaco tiene una respuesta:
De este modo, pues, cada gobierno implanta las leyes en vista de lo que es conveniente para él: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, leyes tiránicas, y así las demás. Una vez implantadas, manifiestan que lo que conviene a los gobiernos es justo para los gobernados, y al que se aparta de esto lo castigan por infringir las leyes y obrar injustamente. Esto, mi buen amigo, es lo que quiero decir; que en todos los Estados es justo lo mismo: lo que conviene al gobierno establecido, que es sin duda el que tiene la fuerza de modo tal que, para quien razone correctamente, es justo lo mismo en todos lados, lo que conviene al más fuerte (República, I, 338e1-339a4).
Este positivismo jurídico del que participa la defensa de Trasímaco muestra lo alejado que se está de una concepción auténtica de la justicia. Peor aún, la distancia sobre un entendimiento de la naturaleza humana.
La justicia está anclada al deseo y, como tal, a un vaivén de intereses incluso contrarios entre sí. Esta posición reduccionista de la naturaleza humana hace ver a la persona no desde su totalidad sino desde la inmediata necesidad de dominar al otro, como Nietzsche lo expresó al hablar de la “voluntad de poder” en Más allá del bien y del mal (I: 19). Mientras el filósofo alemán nos advertía sobre la decadencia humana provocada por ver al hombre sólo como un otro al que tengo que someter, en el siglo xx se abrazó el nihilismo y se mostró la miopía con que se ha leído a Nietzsche desde entonces. Porque hay una actitud nihilista en cualquier postulado antropológico que maximice y minimice las cualidades del hombre y de la mujer. Postulados que van y vienen según los intereses y necesidades, casi fisiológicas, de unos y otros grupos. Es decir, bajo este techo, tanto hombres como mujeres quedan a merced de los vientos políticos y económicos de cada época, pues el techo es inexistente. Ni hablar de los cimientos.
Hacer de la identidad sexual o de género una causa en defensa de la dignidad de las personas obtiene lo opuesto de lo deseado. Pues, así como el tirano realmente no hace lo que quiere, porque siempre vive a merced del miedo que él mismo imprime en los demás, estas identidades, ya sean biológicas o sociales o psicológicas o lo que sean, no hacen sino imponer sobre los demás una forma de pensar, sentir y actuar. Precisamente, una aplicación de la ley del más fuerte. El afán de justicia buscado quedó eclipsado por la pretensión de la afirmación de un mero accidente cromosomático o psicológico, o biológico. Estamos haciendo de la causa material, la formal y la final. Dicho de otro modo, hemos reducido a la naturaleza humana a sus condiciones materiales y, desde allí, pretendemos el respeto por un valor que escapa a todo materialismo.
Por ello es necesario continuar indagando sobre estos temas. Sócrates buscará una justicia que apele a lo mejor del ser humano, no a sus factores externos, biológicos o sociales.
El alma
En el libro IV de la República se construye, finalmente, una concepción de justicia que parece considerar a la naturaleza humana en su completa identidad. Sócrates, y en este caso, también Platón, piensan que la justicia es un bien y, como tal, debe lograr una concordancia con lo que el hombre es. Si es cierto que la justicia es una virtud debe entonces servir para desarrollar y alcanzar la excelencia humana. Esto es lo que corresponde a toda areté, humanizar al hombre en su propia existencia.
Cuando los anteriores intentos por definir lo que es la justicia fracasaron Sócrates voltea hacia la pólis. En la constitución de una pólis griega hallará la clave para saber lo que es la justicia. La clave viene en el estudio que se realiza del Estado. Al inicio del libro mencionado, Adimanto increpa a Sócrates sobre la felicidad de los guardianes, quienes de acuerdo con lo analizado en el libro III de la República no recibirían un salario abundante. La respuesta de Sócrates asfalta la argumentación por venir, al señalar que “modelamos el Estado feliz, no estableciendo que unos pocos, a los cuales segregamos, sean felices, sino que lo sea la totalidad” (República, IV, 420c4-7). La totalidad aludida está integrada por los guardianes, los guerreros y los comerciantes que representan al pueblo.
El Estado queda conformado por tres órdenes en donde la clave radica en que cada uno haga lo que le corresponda, también llamada oikeiopragía (Vallejo Campos, 2018: 102). Los gobernantes, que representan a la parte más pequeña, tienen la tarea de mandar. Los guardianes serán auxiliares de los primeros y cumplirán con la función de vigilar y proteger al Estado tanto de amenazas externas como internas. Finalmente, los comerciantes mantendrán la vida de la pólis a través del intercambio de bienes y el manejo de la riqueza. Este desarrollo es determinante para comprender al alma. Platón se pregunta si el alma podría asemejarse al Estado.
Tras una reflexión basada en pura experiencia con un ingrediente de lógica básica, Platón es capaz de deducir las tres partes de las que está conformada el alma: una parte que desea (los apetitos), una parte que autoriza o detiene dichos deseos (la razón) y una parte que ejecuta dichas órdenes (la fogosidad o cólera). En orden axiológico son: la razón, la cólera y los apetitos. Cada uno se asemeja a una parte del Estado: la primera a los gobernantes, la segunda a los guardianes y los apetitos a los comerciantes y el pueblo. Las funciones de cada uno son las siguientes. A la razón le corresponde mandar, guiar y ordenar; a la cólera, ser una aliada de la razón, y a los apetitos, mantenernos con vida. Como sucede en el Estado, cada parte debe cumplir con la función que le es propia. Para auxiliar en ello, Platón sugiere que cada parte sea acompañada de una cualidad —virtud— que le ayude a cumplir con su función. Para la razón será la sabiduría-prudencia, la cólera tendrá a la valentía y los apetitos a la moderación o templanza. Un alma que funciona de esta manera es justa, pues la justicia consiste en que cada parte o ciudadano cumpla con la actividad que le es propia. Esta definición de justicia como especialización apunta ya no a un tema físico, social o cultural, sino antropológico metafísico.
El giro que con esto se logra es el de incluir al ser humano en el Estado, al ser humano completo, independiente de los accidentes de éste. El alma es asexuada, incorpórea y exenta de todo relativismo cultural. Al lograr esta nitidez en la comprensión del ser humano, Platón logra desatar todo estereotipo vinculado con los accidentes de lo que una persona parece. Como lo dice en Alcibíades, “el hombre es su alma” (130c). Para Platón somos nuestra alma, quien utiliza al cuerpo como un vehículo sobre el que debe mandar, dar órdenes