Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista, lentamente, las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre.

      –¡Once años más aquí! –murmuró luego como para sí–. Si logro sobrevivir, seré un anciano, y me han negado incluso el derecho al retiro y la pensión. ¿Adónde iré? –Se volvió de nuevo al targuí–. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto, con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo?

      –Tal vez.

      –Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos.

      –Yo soy targuí. Tú no...

      –¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! –protestó malhumorado–. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar «La Gran Caravana» lo haré yo solo. No te necesito.

      Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello, y se alejó despacio, conduciéndole del ronzal.

      El sargento Malik-el-Haideri le siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego, pensativo, hacia el mayor de los barracones.

      El capitán Kaleb-el-Fasi dormía siempre hasta que el sol comenzaba a recalentar el techo de su cabaña, lo cual venía a ocurrir sobre las nueve de la mañana pese a que la había mandado levantar en el punto más tupido del palmeral, tan a la sombra, que a menudo le despertaba sobresaltado el golpear de los dátiles sobre las planchas metálicas.

      A esa hora rezaba sus oraciones a dos metros de la puerta y se zambullía en el abrevadero del pozo grande, donde el sargento Malik, acudía a darle el parte de las incidencias, aunque, en realidad, escasas eran las incidencias que se presentaban.

      Aquella mañana, sin embargo, su subordinado parecía deseoso de hablar, animado por un entusiasmo poco acostumbrado en él.

      –Ese targuí va en busca de «La Gran Caravana» –dijo.

      Le observó unos instantes, aguardando a que dijera algo más, y al no ocurrir así, inquirió interrogativa mente:

      –¿Y...?

      –Le pedí que me llevara, pero no quiso.

      –No está tan loco entonces como podría pensarse. ¿Desde cuándo te interesa «La Gran Caravana?».

      –Desde que oí hablar de ella. Dicen que llevaba mercancías por un valor de más de diez millones de francos de aquel tiempo. Hoy ese marfil y esas joyas valdrían el triple.

      –Son muchos los que han muerto persiguiendo ese sueño.

      –Aventureros todos, que no se plantearon la expedición de una forma científica con los medios apropiados y apoyo logístico.

      El capitán Kaleb-el-Fasi le dirigió una larga mirada que pretendía ser severa y de reconvención:

      –¿Estás insinuando que emplee material y hombres del ejército en la búsqueda de esa caravana? –inquirió con fingida sorpresa.

      –¿Por qué no? –fue la sincera respuesta–. Constantemente nos envían a realizar expediciones sin sentido a la búsqueda de nuevos pozos, piedras sin valor, o recuento de tribus. Una vez, los ingenieros nos tuvieron seis meses dando vueltas tratando de encontrar petróleo.

      –Y lo encontraron.

      –Sí, pero... ¿qué nos aportó a nosotros? Cansancio, molestias, malestar de la tropa y tres hombres que volaron en pedazos en un jeep cargado de dinamita.

      –Eran órdenes superiores.

      –Lo sé. Pero usted tiene autoridad suficiente como para enviarme a una misión cualquiera; por ejemplo, ejercicios de supervivencia en las «tierras vacías». ¡Imagínese que regresáramos con una fortuna! La mitad para el Ejército; la mitad para nosotros y la tropa. ¿No cree que, bien distribuida, ablandaría a algunos generales?

      Su superior no respondió de momento. Hundió la cabeza en el agua y permaneció así unos instantes, quizá reflexionando. Cuando emergió de nuevo, señaló sin mirarle:

      –Podría «enchironarte» por lo que estás proponiendo.

      –¿Y qué sacaría con eso? En el fondo, ¿qué más da estar en el calabozo que aquí fuera? Algo más de calor, eso es todo. Menos que en la «tierra vacía», desde luego.

      –¿Tan desesperado estás?

      –Igual que usted. Si no hacemos algo, nunca saldremos de aquí, y lo sabe. Cualquier día otro de esos hijos de puta agarrará el «kafard» y se liará a tiros con nosotros.

      –Hasta ahora hemos sabido dominarlos.

      –Con mucha suerte –admitió el hombrecillo–. Pero, ¿hasta cuándo nos durará la suerte? Pronto nos haremos viejos, perderemos energía y nos devorarán.

      El capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe del perdido puesto militar de Adoras, el «Culo del Diablo», como denominaban al lugar en el ejército, echó hacia atrás la cabeza y contempló largamente las palmeras, a las que ni un soplo de viento acertaba a agitar, y el cielo de un azul casi blanco, que hería los ojos tan solo de mirarlo.

      Pensó en su familia; en su mujer que había pedido y obtenido el divorcio a raíz de su condena; en sus hijos, que no le habían escrito jamás; en sus amigos y compañeros, que habían borrado su nombre de sus memorias pese a que durante años le alabaron por su esplendidez, y en aquella cuadrilla de ladrones, asesinos y drogadictos que le odiaban a muerte, y que al menor descuido le clavarían una bayoneta en la espalda o le colocarían una bomba de mano bajo el catre.

      –¿Qué necesitarías? –inquirió sin volverse, procurando que su voz no delatase compromiso alguno.

      –Un camión, un jeep y cinco hombres. Me llevaré también a Mubarrak-ben-Sad, el guía targuí. Y necesitaré camellos.

      –¿Cuánto tiempo?

      –Cuatro meses. Pero estaríamos en contacto por radio una vez a la semana.

      Ahora sí que le miró de frente.

      –No puedo obligar a nadie a que te acompañe. Si no volvieras y esto trascendiera, me arrancarían la cabeza.

      –Sé quiénes irán de buena gana y sin comentarlo. Los que se quedan no deben saber nada.

      El capitán salió lentamente del agua, se enfundó un pantalón corto y ancho, se calzó las «nails» dejando que el aire caliente le secara el agua sobre el cuerpo, y agitó la cabeza incrédulo:

      –Creo que estás tan loco como ese targuí –puntualizó–. Pero tal vez tengas razón y sea mejor que continuar aquí esperando la muerte.

      –Hizo

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