Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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y brazos, las «nails» de gruesa suela y delgadas tiras de cuero de antílope resbalaban sobre las piedras puntiagudas y el «litham» le impedía ver con claridad y lograr que llegara a sus pulmones todo el oxígeno que necesitaban en un momento como aquél.

      Pero Mubarrak vestía de modo semejante, por lo que sus movimientos se volvían igualmente inseguros.

      Los aceros abanicaron el aire, zumbando furiosos en la quietud de la mañana, y una vieja desdentada lanzó un chillido de terror, y suplicó para que alguien matara de un tiro al sucio chacal que trataba de asesinar a su hijo.

      Mubarrak extendió la mano con gesto autoritario y nadie se movió. El código de honor de los «Hijos del Viento» tan distinto del mundo, hecho de traiciones y bajezas, de los beduinos «hijos de las nubes», exigía que el enfrentamiento entre dos guerreros fuera limpio y noble aunque en ello le fuera la vida.

      Le habían desafiado de frente y mataría de frente. Buscó suelo firme bajo sus pies, tomó aire, lanzó un grito y se precipitó hacia delante, hacia el pecho de su enemigo, que apartó la punta de su espada con un golpe seco y duro.

      Quietos nuevamente se miraron una vez más. Gacel blandió su «takuba» como si de una maza se tratase y lanzó un mandoble en forma de molinete, de arriba abajo. Cualquier aprendiz de esgrima hubiera aprovechado su fallo para ensartarle de una estocada, pero Mubarrak se dio por contento con apartarse y aguardar, confiando más en su fuerza que en su habilidad. Empuñó el arma con las dos manos y tiró un tajo capaz de cortar por la cintura a un hombre mucho más grueso que Gacel, pero Gacel no se encontraba ya allí para ser cortado. El sol comenzaba a calentar con fuerza y el sudor corría sobre sus cuerpos, empapando las palmas de sus manos y haciendo inseguras las metálicas empuñaduras de las espadas, que se elevaron de nuevo. Se estudiaron, se lanzaron el uno sobre el otro al unísono, pero en el último instante, Gacel se echó atrás, permitiendo que la punta del arma de Mubarrak desgarrase la tela de su «jaique» arañándole el pecho, y ensartó a su enemigo por el vientre, atravesándole de parte a parte.

      Mubarrak se mantuvo en pie unos instantes, sujeto más por la espada y los brazos de Gacel que por sus propias piernas, y cuando el otro sacó el arma desgarrando su paquete intestinal, quedó tendido sobre la arena, doblado sobre sí mismo, decidido a soportar en silencio, sin una queja, la larga agonía que el destino le deparaba.

      Instantes después, mientras su verdugo se encaminaba, despacio, ni feliz ni orgulloso, hacia la montura que le esperaba, la anciana desdentada entró en la mayor de las «jaimas», tomó un fusil, lo cargó, llegó hasta donde su hijo se retorcía de dolor sin un lamento, y le apuntó a la cabeza.

      Mubarrak abrió los ojos y ella pudo leer en su mirada el infinito agradecimiento de un ser al que iba a librar de largas horas de sufrimientos sin esperanzas.

      Gacel oyó el disparo en el instante en que su camello reiniciaba la marcha, pero no volvió el rostro.

      Presintió, más que ver, en la distancia una manada de antílopes, y eso le hizo caer en la cuenta de la magnitud de su hambre.

      Los dos días anteriores los había pasado a base de unos puñados de harina de mijo y dátiles, preocupado por su enfrentamiento con Mubarrak, pero ahora, la sola idea de un buen pedazo de carne asándose lentamente sobre un fuego de brasas le arañó las tripas.

      Se aproximó despacio al borde de la «grara» llevando del ronzal a su camello, atento a que el viento no arrastrara su olor hasta las bestias que pastaban la vegetación corta y dispersa de la depresión que debió constituir en tiempos remotos una laguna o el ensanchamiento de un riachuelo, y que aún conservaba en sus entrañas restos de humedad.

      Tímidos tamariscos y media docena de acacias enanas se alzaban aquí y allá, y le agradó comprender que su instinto de cazador le había sido fiel una vez más, porque al fondo, ramoneando o durmiendo al sol de la media tarde, una familia de bellos animales de largos cuernos, y piel rojiza parecían invitarle a disparar.

      Montó el rifle metiendo en la recámara una sola bala, pues de ese modo evitaba la tentación, si fallaba el primer disparo, de intentar un segundo a la desesperada cuando las ágiles bestias hubieran emprendido la huida a grandes saltos. Gacel sabía por experiencia que ese segundo tiro, casi al azar, raramente daba en el blanco y significaba un desperdicio, cuando las municiones, en el desierto, eran tan raras y necesarias como el agua misma.

      Dejó libre al mehari, que comenzó a pastar de inmediato desentendiéndose de cuanto no fuera su alimento, revitalizado y apetitoso ahora por la lluvia caída, y avanzó en silencio, casi arrastrándose, de una roca al retorcido tronco de un arbusto; de una pequeña duna a un matojo, hasta alcanzar al fin el lugar idóneo, un montículo de piedra desde el que dominaba, a menos de trescientos metros de distancia, la esbelta silueta del gran macho de la manada.

      «Cuando abates a un macho otro más joven viene pronto a ocupar su puesto y cubrir a las hembras –le había dicho su padre–. Cuando matas a una hembra, estás matando también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que habrán de alimentar a sus hijos y a los hijos de tu hijos».

      Aprestó su arma y apuntó con cuidado a la paletilla delantera, a la altura del corazón. A aquella distancia, un tiro en la cabeza era sin duda más efectivo, pero Gacel, como buen musulmán, no podía comer carne que no hubiera sido degollada de cara a La Meca, pronunciando las oraciones que ordenaba el profeta. Matar al antílope en el acto, hubiera significado tener que desaprovecharlo, y prefería correr el riesgo de que escapara herido porque sabía también que, con una bala en los pulmones, no llegaría muy lejos.

      El animal alzó de improviso el morro, aventó el viento y se inquietó levemente. Luego, tras lo que pareció una eternidad, pero no fueron probablemente más que un par de minutos, recorrió con la vista a su manada cerciorándose de que no corría peligro y se dispuso a reiniciar su tarea de mordisquear un tamarisco.

      Cuando estuvo por completo seguro de que no podía fallar y la pieza no iba a dar un salto de improviso o iniciar, un movimiento extraño, Gacel apretó suavemente el gatillo, la bala partió con un chillido rasgando el viento, y el antílope cayó de rodillas como si le hubieran sesgado las cuatro patas, o el suelo hubiera ascendido bruscamente hacia él por arte de magia.

      Sus hembras le miraron sin interés ni miedo, porque aunque el estampido había atronado el ambiente no estaba ligado en ellas a la idea de peligro y muerte, y tan solo cuando vieron venir corriendo al hombre con sus vestiduras al aire y esgrimiendo un cuchillo, echaron a correr para perderse de vista en la llanura.

      Gacel llegó hasta la pieza herida que hizo un último esfuerzo por levantarse y seguir a su familia, pero algo se había roto en su interior y nada obedecía al mandato de su mente.

      Tan solo sus ojos, enormes e inocentes, reflejaron la magnitud de su angustia cuando el targuí le tomó por la cornamenta, le volvió el rostro hacia La Meca y lo degolló con un fuerte tajo de su afilada gumía.

      La sangre manó a borbotones salpicándole las sandalias y el borde del «jaique», pero Gacel no reparó en ello, satisfecho al comprobar que su puntería había sido, una vez más, excelente, y había alcanzado a la pieza en el punto exacto.

      El anochecer le sorprendió aún comiendo, y no habían hecho su aparición las primeras constelaciones cuando ya dormía, protegido del viento por un matojo y calentado por los rescoldos de la hoguera.

      Le despertó la risa de las hienas que acudían al reclamo del antílope muerto, y también rondaban los chacales, por lo que avivó el fuego que los alejó hasta el límite de las sombras, y permaneció luego tumbado cara al cielo, escuchando el viento que llegaba, y meditando en el hecho de que

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