Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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      –No lo sé... –admitió al fin de mala gana–. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse, y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé... –repitió. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud.

      La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada de que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse, no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los «akli» contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo.

      Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda, y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos.

      Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo, se vio interrumpido por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las «sheribas».

      –La camella va a parir, padre –dijo–. Y los chacales rondan...

      Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura.

      Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto.

      Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fenec y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento.

      Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos. Los ojos del targuí, de su esposa, sus hijos, sus esclavos e incluso sus animales, se hallaban prendidos en la columna de polvo y en el pardo oscuro de los monstruos mecánicos, y chiquillos y bestias retrocedieron atemorizados, mientras las esclavas corrían a esconderse en lo más profundo de las tiendas, lejos de la vista de extraños.

      Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble «imohag» respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus «jaimas» como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes.

      Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de «jaique» azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak–ben–Sad, «imohag» perteneciente al «Pueblo de la Lanza», uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, «el Cazador».

      –»Metulem, metulem» –saludó.

      –»Aselam aleikum» –replicó Mubarrak–. Buscamos a dos hombres... Dos extraños...

      –Son mis huéspedes –replicó con calma–, y se encuentran enfermos.

      El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero éste le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento.

      –Son mis huéspedes –repitió.

      El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas.

      Se volvió a Mubarrak y éste comprendió porque desvió la vista hacia el oficial.

      –La hospitalidad es sagrada entre nosotros –indicó–. Una ley más antigua que el Corán.

      El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino.

      –Yo represento la ley aquí –dijo tajante–. Y no existe otra.

      Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo, con fuerza, y le obligó a volverse y mirarle a los ojos.

      –La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta –musitó mordiendo las palabras–. ¡Deja en paz a mis huéspedes!

      A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil.

      El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún le sujetaba y desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas.

      Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados que corrieron tras él.

      Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad.

      Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor, y los camiones se alejaron por donde habían venido.

      Mubarrak, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza», saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo.

      No era bueno humillar a un «inmouchar» del «Pueblo del Velo» y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida.

      Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo, y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan solo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto.

      Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la «jaima» grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan solo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante, y luego llamó a Suílem.

      –Entiérralo –pidió–. Y prepara mi camello.

      Por primera vez

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