Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa
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Esa era una virtud que únicamente él, y los que como él habían nacido y se habían criado en las arenas, poseían. Como las palomas mensajeras, como las aves migratorias o las ballenas en lo más profundo de los océanos, el targuí sabía siempre dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía, como si una viejísima glándula, atrofiada en el resto de los seres humanos, se hubiera mantenido activa y eficiente únicamente en ellos.
Norte, sur, este y oeste; pozos, oasis, caminos, montañas, «tierras vacías», ríos de dunas, planicies rocosas... Todo el universo de las inmensidades saharianas parecía reflejarse como un eco en el fondo del cerebro de Gacel, sin él saberlo, sin tomar plena conciencia de ello.
El sol le sorprendió a lomos de su mehari, y fue ascendiendo sobre su cabeza, cada vez más poderoso, acallando al viento, aplastando la tierra, aquietando a la arena y los matojos que no corrían ya de un lado a otro; sacando de sus cuevas a los lagartos, y dejando en tierra a los pájaros, que ni a volar se atrevían cuando alcanzó al fin su cenit.
El targuí detuvo entonces su montura, la obligó a arrodillarse, y clavó en tierra su larga espada y su viejo fusil, que sirvieron de soporte, junto a la cruz de la silla, a un tosco y diminuto techo de gruesa tela.
Se refugió a su sombra, apoyó la cabeza en el blanco lomo del mehari y se quedó dormido.
Le despertó, palpitando en las aletas de la nariz, el más ansiado de los olores del desierto. Abrió los ojos y permaneció muy quieto, aspirando el aire, sin querer mirar hacia el cielo, temeroso de que todo fuera un sueño, pero cuando al fin giró la cabeza hacia el oeste, la vio allá, cubriendo el horizonte, grande, oscura, prometedora y llena de vida, distinta a aquellas otras blancas, altas y como mendicantes, que de tanto en tanto llegaban del norte para perderse de vista sin aventurar la más vana esperanza de lluvia.
Aquella nube gris, baja y esplendorosa, parecía ocultar en su seno todos los tesoros de agua del universo, y era, probablemente, la más hermosa que Gacel hubiera alcanzado a ver en los quince últimos años, quizá desde la gran tormenta que precedió al nacimiento de Laila; la que había hecho que su abuela le predijera un tétrico futuro porque en aquella ocasión el agua ansiada se convirtió en riada que arrastró «jaimas» y animales, destrozó cultivos y ahogó una camella.
«R.Orab» se agitó inquieto. Giró su largo cuello y orientó el hocico ansioso hacia la cortina de agua que avanzaba descomponiendo la luz y transformando el paisaje. Barritó suavemente y de su garganta nació un ronroneo de enorme gato satisfecho.
Gacel se puso lentamente en pie, le despojó de la montura, y se despojó a su vez de la ropa que extendió cuidadosamente sobre matojos para que recibieran toda el agua posible. Luego, descalzo y desnudo, aguardó en pie a que las primeras gotas salpicaran la arena y la tierra, cubriendo de cicatrices, como de viruela, el rostro del desierto, para llegar luego el agua en oleadas, embriagando sus sentidos al escuchar el dulce repiqueteo que se tornaba en estruendo, sentir sobre la piel la tibia caricia, gustar en la boca la frescura limpia y clara y aspirar el ansiado perfume de la tierra empapada, de la que se elevaba un vaho denso y turbador.
Allí estaba al fin la unión maravillosa y fecunda, y pronto, con el sol de aquella misma tarde, la dormida semilla del «acheb» despertaría violenta, cubriría la llanura de verde, y transformaría el árido paisaje en la más hermosa de las regiones, floreciendo apenas unos días para sumergirse luego en un nuevo y largo sueño hasta la próxima tormenta que tal vez tardara otros quince años en llegar.
Era hermoso el «acheb» libre y salvaje; incapaz de nacer en tierra cultivada, ni junto al pozo, ni bajo la mano cuidadosa del campesino que lo regaba día a día, como el espíritu del pueblo de los tuareg, el único capaz de permanecer, siglo tras siglo, pegado a unos arenales y un pedregal al que el resto de los humanos había renunciado desde siempre.
El agua empapó su cabello y desprendió de su cuerpo mugre de meses y aun de años. Se frotó con las uñas, y buscó una piedra plana y porosa con la que se restregó el cuerpo viendo cómo iban quedando en su piel marcas más claras a medida que la costra de tierra, sudor y polvo se iba desprendiendo y el agua corría azul, casi añil, hacia sus pies, pues el grosero tinte de sus ropas había ido impregnando con el tiempo cada centímetro de su cuerpo.
Dos largas horas permaneció bajo la lluvia, feliz y tiritando, luchando consigo mismo por no volver grupas y regresar a casa, a aprovechar el agua, plantar cebada, esperar la cosecha y disfrutar junto a los suyos de aquel don maravilloso que Alá había querido enviarle quizá como un aviso de que debía quedarse allí, en lo que era su mundo, y olvidar una afrenta que ni todo el agua de aquella inmensa nube podría lavar.
Pero Gacel era un targuí; quizá, por desgracia, el último de los auténticos tuareg de la llanura, y tenía por ello plena conciencia de que jamás olvidaría que un hombre indefenso había sido asesinado bajo su techo, y otro, su huésped, le había sido arrebatado por la fuerza.
Por eso, cuando la nube se alejó hacia el sur y el sol de la tarde secó su cuerpo y sus ropas, se vistió de nuevo, ensilló su montura, y reemprendió el camino dando por primera vez la espalda al agua y a la lluvia; a la vida y a la esperanza; a algo que tan solo una semana atrás, solo dos días, hubiera colmado de gozo su corazón y el de los suyos.
Al anochecer buscó una duna pequeña y cavó un hueco apartando la arena húmeda aún, para arrebujarse a dormir casi cubierto por la arena seca, pues sabía que, tras la lluvia, el amanecer traería el frío a la llanura y el viento transformaría en escarcha helada las gotas de agua que aún se mantenían sobre las piedras y los matojos.
Más de cincuenta grados de diferencia podían existir en el desierto entre la máxima temperatura del mediodía y la mínima en la hora que precedía al alba, y Gacel sabía por experiencia que aquel frío traidor lograba meterse en los huesos del viajero inconsciente, lo enfermaba y hacía luego que durante días las articulaciones de su cuerpo permanecieran como anquilosadas y doloridas, negándose a responder con presteza al mandato de la mente.
Tres cazadores habían aparecido congelados en los pedregales de las estribaciones del Huaila y Gacel recordaba aún sus cadáveres, apretujados los unos contra los otros, fundidos por la muerte en aquel frío invierno en que la tuberculosis se llevó también a su pequeño Bisrha. Parecían sonreír y luego, el sol secó sus cuerpos, deshidratándolos y proporcionando un macabro aspecto a sus pieles apergaminadas y sus dientes brillantes.
Dura tierra aquella en la que un hombre podía morir de calor o de frío en el término de unas horas, y en la que una camella buscaba agua inútilmente durante días, para perecer ahogada de improviso una mañana.
Dura tierra y, sin embargo, Gacel no concebía la existencia en ningún otro lugar, ni hubiera cambiado su sed, su calor y su frío en la planicie sin fronteras por las comodidades de cualquier otro mundo limitado y sin horizontes, y cada día, durante cada una de sus oraciones, cara al este, a La Meca, daba gracias a Alá por permitirle vivir donde vivía y pertenecer a la bendita raza de los hombres del velo, la lanza o la espada.
Se durmió necesitando a Laila, y al despertar el duro cuerpo de mujer que apretaba en sus sueños se había convertido en suave arena que se escurría entre sus dedos.
Lloraba el viento en la hora del cazador.
Contempló las estrellas que le dijeron cuánto faltaba aún para que la luz las borrara del firmamento, llamó a la noche y le respondió el suave barritar de su mehari que ramoneaba los húmedos matojos. Lo ensilló, reemprendió la marcha y a media tarde distinguió en la distancia cinco manchas oscuras que destacaban en la planicie