Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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y se sentó luego sobre una lisa roca, a contemplar el ocaso, inmerso en sus negros pensamientos, pues comprendía que aquélla había de ser la última noche en que pudiera dormir en paz en esta vida.

      Con el amanecer tendría que abrir al fin la tapa a la «elgebira» de las guerras, las venganzas y los odios, y nunca, jamás, nadie, podía llegar a saber cuán profunda y cuán repleta se encontraba de muertes y violencia.

      Trató de comprender, también, los motivos que empujaron a Mubarrak a romper con la más sagrada tradición targuí, y no encontró ninguno. Era un guía del desierto; un buen guía, sin duda alguna, pero un guía targuí tenía la obligación de emplearse únicamente para conducir caravanas, rastrear caza, o acompañar a los franceses en sus extrañas expediciones en busca de recuerdos de los antepasados. Nunca, bajo ningún concepto, tenía un targuí derecho a penetrar sin permiso en el territorio de otro «imohag», y menos aún conduciendo a extranjeros incapaces de respetar las viejas tradiciones...

      Cuando ese amanecer Mubarrak-ben-Sad abrió los ojos, un escalofrío le recorrió la espalda, el terror que desde días atrás le asaltaba en sueños le asaltó ahora despierto, e instintivamente volvió el rostro hacia la entrada de su «sheriba», temiendo encontrar al fin lo que en verdad temía.

      Allí, en pie, a treinta metros de distancia, asido a la empuñadura de su larga «takuba» clavada en tierra, Gacel Sayah, noble «inmouchar» del Kel-Talgimus, le aguardaba decidido a pedirle cuentas de sus actos.

      Tomó a su vez su espada, y avanzó muy despacio, erguido y digno, para detenerse a cinco pasos de distancia.

      –»Metulem, metulem» –saludó empleando la expresión predilecta de los tuareg.

      No obtuvo respuesta y en realidad tampoco la esperaba.

      Esperaba sí, la pregunta:

      –¿Por qué lo hiciste?

      –Me obligó el capitán del puesto militar de Adoras.

      –Nadie puede obligar a un targuí a hacer aquello que no desea...

      –Hace tres años que trabajo para ellos. No podía negarme. Soy guía oficial del Gobierno.

      –Juraste, como yo, no trabajar jamás para los franceses...

      –Los franceses se fueron... Ahora somos un país libre...

      Por segunda vez en pocos días dos personas distintas le decían lo mismo, y cayó de improviso en la cuenta de que ni el oficial ni los soldados vestían el odiado uniforme colonial.

      Ninguno era europeo, ni hablaba con el fuerte acento con que solían hacerlo, y en sus vehículos no ondeaba la sempiterna bandera tricolor.

      –Los franceses respetaron siempre nuestras tradiciones... –murmuró al fin como para sí–. ¿Por qué no se respetan ahora, si además somos libres?

      Mubarrak se encogió de hombros.

      –Los tiempos cambian... –dijo.

      –No para mí –fue la respuesta–. Cuando el desierto se convierta en oasis, el agua corra libremente por las «sekias» y la lluvia descargue sobre nuestras cabezas tantas veces como la necesitemos, cambiarán las costumbres de los tuareg. Nunca antes.

      Mubarrak conservó la calma al inquirir:

      –¿Quiere decir eso que vienes a matarme?

      –A eso he venido.

      Mubarrak asintió en silencio, comprensivo, y lanzó luego una larga mirada a su alrededor; a la tierra aún húmeda y a los diminutos brotes de «acheb» que pugnaban por asomar entre las rocas y los guijarros.

      –Fue hermosa la lluvia –dijo.

      –Muy hermosa.

      –Pronto la llanura se cubrirá de flores, y uno de los dos no podrá verla.

      –Debiste pensarlo antes de llevar extraños a mi campamento.

      Bajo su velo, los labios de Mubarrak se movieron en una leve sonrisa:

      –Entonces aún no había llovido –replicó, y luego, muy despacio, desnudó su «takuba» librando el bruñido acero de la funda de cuero repujado–.

      Ruego porque tu muerte no desate una guerra entre tribus –añadió–. Nadie más que nosotros deberá pagar por nuestras faltas.

      –Que así sea –replicó Gacel inclinándose dispuesto a recibir la primera embestida.

      Pero ésta tardó en llegar, porque ni Mubarrak ni Gacel eran ya guerreros de espada y lanza, sino hombres de arma de fuego, y las largas «takubas» habían ido quedando reducidas, con el paso de los años, a mero objeto de adorno y ceremonia, utilizadas, en los días de fiestas, para exhibiciones incruentas en las que se buscaba más el efecto del golpe contra el escudo de cuero o la finta hábilmente esquivada, que la intención de herir.

      Pero ahora no estaban ya presentes los escudos, ni los espectadores dispuestos a admirar saltos y cabriolas mientras el acero lanzaba destellos, evitando, más que persiguiendo, dañar al contrario, sino que ese contrario esgrimía su arma decidido a matar para no ser muerto.

      ¿Cómo parar el golpe sin escudo?

      ¿Cómo recuperarse de un salto atrás o un tropiezo, si el rival no se sentía predispuesto a dar tiempo a tal recuperación?

      Se miraron tratando de descubrirse mutuamente las intenciones, girando lentamente el uno en torno al otro, mientras de las «jaimas» comenzaban a surgir hombres, mujeres y niños que les observaban en silencio, consternados, sin querer aceptar que se enfrentaban en una lucha real y no un simulacro.

      Por fin Mubarrak amagó el primer golpe que era casi una tímida pregunta: un deseo de constatar si se trataba en verdad de una lucha a muerte.

      La respuesta, que le hizo dar un salto atrás, evitando por centímetros la furiosa hoja de su enemigo, le heló la sangre en las venas. Gacel Sayah, «inmouchar» del temible pueblo del Kel-Talgimus, quería matarlo, no cabía duda. Había tanto odio y tanto deseo de venganza en el mandoble que acababa de enviarle, como si aquellos desconocidos a los que ofreciera un día asilo fueran en verdad sus hijos predilectos, y él, Mubarrak-ben-Sad, los hubiese asesinado personalmente.

      Pero Gacel no sentía auténtico odio. Gacel estaba tratando únicamente de hacer justicia, y no le hubiera parecido noble odiar al targuí por haberse limitado a cumplir con su trabajo, por más que éste fuera un trabajo equivocado e indigno de respeto. Gacel sabía además, que el odio, como la ansiedad, el miedo, el amor, o cualquier otro sentimiento profundo, no era buen compañero para el hombre del desierto. Para sobrevivir en la tierra en que le había tocado nacer, se hacía necesaria una gran calma; una sangre fría y un dominio de sí mismo que estuvieran siempre por encima de cualquier sentimiento que consiguiera arrastrarle a cometer unos errores que, allí, raramente alcanzaban a enmendarse.

      Ahora Gacel sabía que estaba actuando como juez, y quizá también como verdugo, y ni uno ni otro tenían por qué odiar a su víctima. La fuerza de su mandoble la ira que llevaba dentro, no había sido en realidad más que un aviso; la clara respuesta a la clara pregunta que su contrincante le había hecho.

      Atacó

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