Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa
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Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones.
Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada.
–¡«Aselam, aleikum»!
–«Metulem, metulem» –replicó Gacel.
–Buena bestia traes. Y muy sedienta.
–Venimos de lejos.
–¿De dónde?
–Del norte.
El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuareg esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del Norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se nubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía.
–¿Hacia dónde te diriges?
–Al sur.
Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera.
–Puedes comer con los soldados –le hizo notar.
Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca.
–Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua.
El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores, y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes.
–El agua es de todos –replicó–. Pero acepto con gusto tu invitación. ¿Dónde lo cazaste?
Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa.
–Al norte –replicó.
Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas:
–Usa esto –pidió–. Es más cómodo.
–Luego la rechazó con un gesto–. Quédatela. Tenemos muchas en el economato.
Había tomado asiento frente a él, y le observaba mientras clavaba las patas del antílope en la baqueta de su viejo fusil disponiéndose a asarlas lentamente a fuego bajo.
–¿Buscas trabajo en el sur?
–Busco una caravana.
–No es época de caravanas. Las últimas pasaron hace un mes.
–La mía me aguarda –fue la enigmática respuesta, y como advirtió que el sargento le miraba fijamente, sin comprender, añadió en el mismo tono–:
Hace más de cincuenta años que me aguarda.
El otro pareció caer en la cuenta y le observó con mayor detenimiento:
–«¡La Gran Caravana!» –exclamó al fin–. ¿Vas en busca de «La Gran Caravana» de la leyenda? ¡Estás loco!
–No es una leyenda... Mi tío iba en ella... Y no estoy loco. Mi primo Suleimán, que se pasa el día cargando ladrillos por un jornal miserable, sí que está loco.
–Ninguno de los que fueron en busca de esa caravana, regresó con vida.
Gacel señaló con un gesto de la cabeza las tumbas de piedra que se adivinaban entre las dispersas palmeras, al fondo del oasis.
–No estarán más muertos que esos... Y si la hubieran encontrado serían ricos para siempre...
–Pero la «tierra vacía» no perdona: No hay agua, ni vegetación que sirva de pasto a tu camello, sombra que te cobije, o referencia alguna que valga para orientarte. ¡Es el infierno!
–Lo sé –admitió el targuí–. Estuve allí dos veces...
–¿Estuviste en las «tierras vacías»? –repitió incrédulo.
–Dos veces.
El sargento Malik no tuvo necesidad de verle el rostro para comprender que decía la verdad, y un nuevo interés nació en él. Llevaba suficientes años en el Sáhara como para valorar a un hombre que había estado en las «tierras vacías» y había vuelto. Podían contarse con los dedos de una mano desde Marruecos a Egipto, y ni aun Mubarrak-ben-Sad, guía oficial del puesto, y al que tenía por uno de los mejores conocedores de las arenas y los pedregales, admitía haberse atrevido con ella.
–»Pero conozco uno...» –le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila–. «Conozco a un «inmouchar» del Kel-Talgimus, que fue y volvió...».
–¿Qué se siente allí dentro?
Gacel le miró largamente y se encogió de hombros:
–Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas, y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir.
–¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»?
–No. Buscaba, en mí, restos de mis antepasados. Ellos vencieron