Tiempo pasado. Lee Child
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—Supongo que no habrá autobús —dijo.
—Podría alquilar un coche —dijo ella—. Hay lugares aquí en la ciudad.
—No tengo carnet de conducir.
—No creo que un taxi quiera ir hasta allá.
Trece kilómetros, pensó.
—Voy a caminar —dijo él—. Pero no ahora. Sería de noche apenas llegue allí. Mañana, quizás. ¿Quiere cenar esta noche?
—¿Qué?
—Cenar —dijo él—. La tercera comida del día, la que generalmente se come al final de la tarde o primeras horas de la noche. Puede ser funcional, o social, o a veces las dos cosas.
—No puedo —dijo ella—. Esta noche salgo a cenar con Carter Carrington.
Shorty cargó la caja de cartón hasta la habitación y la apoyó en la cómoda frente a la pantalla de TV. Después se sentó con Patty, uno al lado del otro en las tumbonas, con el último sol de la tarde. Ella no hablaba. Estaba pensando. Lo hacía a menudo. Él conocía las señales. Supuso que estaba procesando la información que había recibido, examinándola, mirándola de un lado y del otro, hasta que estuviera satisfecha. Lo que sucedería pronto, pensó él. Sin duda. Él en realidad ya no veía mucho un problema. El tema del bastoncillo tuvo una explicación simple. Y había vuelto el teléfono. El mecánico iba a venir a primera hora de la mañana. Daño total, menos de doscientos dólares. Una lata seguro, pero no un desastre.
—No vayamos a la casa a cenar —dijo Patty—. Creo que estaba dando a entender que no quería que fuéramos.
—Dijo que estábamos invitados.
—Estaba siendo amable.
—Creo que lo decía en serio. Pero también lo estaba mirando desde nuestro punto de vista.
—¿Ahora es tu mejor amigo para siempre?
—No sé —dijo Shorty—. La mayor parte del tiempo pienso que es un enfermo estúpido que se merece un puñetazo. Pero debo admitir que estuvo bien con el mecánico. Explicó el problema y consiguió una solución. Eso demuestra que se lo está tomando en serio. Quizás los dos teníamos razón, al principio de todo. Son raros, pero también están haciendo lo mejor que pueden por nosotros. Supongo que podrían ser las dos cosas a la vez.
—Sea como sea, comamos nosotros dos solos.
—Por mí está bien. Estoy cansado de responder a sus preguntas. Es como un interrogatorio.
—Ya te dije —dijo Patty—. Están siendo amables. Demostrar interés está considerado algo amable.
Se pusieron de pie y entraron a la habitación. Dejaron la puerta bien abierta. Pasaron la caja de cartón a la cama. Patty cortó la cinta con la uña del pulgar. Shorty levantó las solapas. Adentro había una variedad de cosas, envueltas ajustada y meticulosamente. Había barritas de cereales y barritas energéticas y barritas de proteínas, y botellas de agua, y paquetes de albaricoques secos, y cajas rojas y diminutas de uvas. Todo estaba acomodado siguiendo un patrón específico que se repetía doce veces. Como doce comidas idénticas, todo prolijamente dispuesto. Cada una tenía una botella de agua, y después una porción igual de un doceavo del resto de las cosas.
En la caja también había dos linternas, puestas en forma vertical, encajadas entre la comida.
—Raro —dijo Patty.
—Creo que este lugar es para senderistas —dijo Shorty—. Como en la foto que tomaron con la modelo. ¿Por qué otra razón la iban a vestir así? Apuesto a que reparten esto como cajas de almuerzo. O lo venden. Es el tipo de cosa que le gusta llevar a un senderista.
—¿Sí?
—Es compacto y muy energético. Fácil de guardar en un bolsillo. Más agua.
—¿Para qué son las linternas?
—Supongo que por si es tarde y todavía estás fuera y tienes que comer en la oscuridad.
—Un farol sería mejor.
—Quizás los senderistas prefieren las linternas. Estoy seguro de que reciben comentarios de los clientes. Creo que esto es parte de las provisiones que tienen guardadas.
—Dijo ingredientes.
—Probablemente es una dieta equilibrada. Probablemente muy saludable. Apuesto a que los senderistas se preocupan por esas cosas.
—Dijo que juntaron unos ingredientes. Esto no lo juntaron. Viene empaquetado. Como tú dijiste, de un estante de su depósito.
—Todavía podríamos ir a cenar a la casa.
—Te dije, no quiero. No nos quieren ahí.
—Entonces tenemos que comer esto.
—¿Por qué hace declaraciones tan exageradas? Podría haber dicho que traía las mismas raciones de hierro que les vende a los senderistas para el almuerzo. A mí eso me habría gustado. No es que lo estemos pagando.
—Exacto —dijo Shorty—. Son raros. Pero de alguna manera también atentos. O al revés.
Reacher cenó solo en Laconia, en un pequeño restaurante grasiento sin manteles. No se quiso arriesgar a ir a uno más exclusivo, por si Carter Carrington y Elizabeth Castle elegían el mismo lugar. Se iban a sentir obligados al menos a acercarse y decir hola. No quería inmiscuirse en su velada. Después pasó una hora caminando por calles al azar, buscando un almacén con una ventana de apartamento arriba, que diera al este a lo largo de una calle. Encontró una posibilidad plausible. Estaba todo recto alejándose del centro de la ciudad. El apartamento era ahora el estudio de un abogado. La tienda ahora vendía pantalones y jerséis. Se quedó de pie dándole la espalda al escaparate. Miró a lo largo de la calle. Vio al este un buen trozo de cielo nocturno, y debajo la combadura del asfalto, de alcantarilla a alcantarilla, flanqueado por dos cordones y dos aceras, iluminado aquí y allá por postes de luz muy espaciados.
Caminó en la misma dirección que había caminado el de veinte años. Se frenó a treinta metros. Más cerca de eso, sintió que la anciana no habría usado los prismáticos. Habría confiado en su propia vista. Se dio vuelta y miró hacia la ventana. Ahora él era los muchachos más pequeños. Se imaginó al grandullón frente a ellos, exigiendo, y después amenazando. Técnicamente no gran cosa. Para Reacher mismo, en todo caso. A los dieciséis había sido más grande que la mayoría de los de veinte años.