Tiempo pasado. Lee Child

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Tiempo pasado - Lee Child Jack Reacher

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la caja y la acomodó en sus brazos. Dio media vuelta y la pasó a las manos de Shorty, que ya esperaba para recibirla.

      —Gracias —dijo Patty.

      Mark solo sonrió, y se subió al quad, y encendió el feroz motor. Giró trazando un círculo amplio en el pedregoso estacionamiento y desapareció por la esquina, dirigiéndose de vuelta a la casa.

      El cubículo cuatro era lo mismo que el cubículo dos, salvo que en un lugar distinto. Por lo demás era idéntico. Tenía todo lo mismo, la silla de tweed, y la pantalla plana, y el lápiz con punta, y el bloc de hojas con el nombre del condado en la parte alta, como marca de hotel. La pantalla plana ya estaba iluminada de azul, ya con dos iconos arriba a la derecha, como sellos en una carta, igual que antes. Reacher hizo doble clic en el primero, y vio el mismo fondo gris buque de guerra, y una primera página con la misma letra gubernamental, diciendo todas las mismas cosas que había dicho antes, salvo en la línea central, que decía que esta vez los informes eran extraídos para el condado en su conjunto.

      Se deslizó hacia abajo en la pantalla, con la rueda entre los omóplatos del ratón. Ahí estaba la misma introducción, con la misma extensa disquisición acerca de mejoras en la metodología. Se lo salteó todo y fue directo a la lista de nombres. Adquirió un ritmo al avanzar, haciendo girar la rueda con la punta del dedo, usando alguna especie de inherente impulso elástico, recorriendo la sección de la A, y la sección de la B, y la sección de la C, luego acelerando hasta que se veía borroso, y luego dejando que la lista se acomodara y se detuviera y frenara del todo entre una breve ristra de apellidos con Q. Había una familia Quaid, y una Quail, y una Quattlebaum, y dos Queens.

      Siguió hasta la sección de la R.

      Y ahí estaban. Casi arriba del todo. James Reacher, varón, blanco, veintiséis años, encargado de un molino para procesar estaño, y su esposa Elizabeth Reacher, mujer, blanca, veinticuatro años, una rematadora de sábanas, y su hasta entonces único hijo Stan Reacher, varón, blanco, dos años.

      Dos años en abril, cuando se realizó el censo. Lo que implicaba que iba a tener tres años en el otoño, lo que implicaba que iba a tener dieciséis años al final de una tarde en septiembre de 1943. No quince. La anciana observadora de aves tenía razón.

      —Hm —dijo Reacher.

      Siguió leyendo. Su dirección estaba apuntada como un número y una calle en un lugar llamado Ryantown. Su casa era alquilada, por un total de cuarenta y tres dólares al mes. No tenían radio. No trabajaban en una granja. James tenía veintidós y Elizabeth veinte cuando se casaron. Ambos podían leer y escribir. Ninguno de los dos tenía ninguna afiliación tribal india.

      Reacher hizo doble clic en la diminuta luz roja del semáforo en lo alto del documento, y la pantalla volvió al fondo azul con los dos sellos. Hizo doble clic en la segunda, y se abrió el censo de diez años después. Se deslizó hacia abajo por el documento, abriéndose paso a través de la mayor parte del alfabeto, una vez más rodando hasta quedar detenido entre los apellidos con Q. Los Quaid seguían ahí, y los Quail, y las dos familias Queen, pero los Quattlebaum se habían ido.

      Los Reacher seguían ahí. James, Elizabeth y Stan, en ese abril treinta y seis, treinta y cuatro y doce años respectivamente. Aparentemente no había habido más hijos. Ningún hermano para Stan. James había cambiado su empleo a obrero en una cuadrilla de nivelación de una carretera del condado, y Elizabeth estaba directamente sin trabajo. Su dirección era la misma, pero el alquiler había bajado a treinta y seis dólares. Siete años de Depresión se habían cobrado su cuota, tanto para los trabajadores como para los propietarios. James y Elizabeth seguían en la categoría de alfabetizados, y Stan asistía al colegio todos los días. La casa había adquirido una radio.

      Reacher anotó la dirección con el lápiz con punta en la hoja de arriba del anotador marcado, que después arrancó, y dobló, y guardó en el bolsillo de atrás del pantalón.

      Mark aparcó el quad en el granero, y caminó hasta la casa. El teléfono sonó apenas cruzó la puerta. Lo cogió y dijo su nombre, y una voz le dijo: “Pasó por aquí un tipo, de apellido Reacher, consultando su historia familiar. Un tipo grandote, bastante rudo. No va a aceptar un no como respuesta. Por ahora miró cuatro censos distintos. Creo que está buscando una dirección vieja. Quizás es un pariente. Pensé que lo deberías saber”.

      Mark colgó sin responder.

      Once

      Reacher volvió caminando a las oficinas de la municipalidad y llegó allí media hora antes de que cerraran. Subió al departamento de registros y tocó el timbre. Un minuto después entró Elizabeth Castle.

      —Los encontré —dijo Reacher—. Vivían fuera de la ciudad, razón por la cual no aparecieron la primera vez.

      —Ninguna orden de captura federal, pues.

      —Resultó ser que fueron relativamente respetuosos de las leyes.

      —¿Dónde vivían?

      —En un lugar llamado Ryantown.

      —No estoy segura de dónde queda eso.

      —Qué pena, porque vine aquí especialmente para preguntarle.

      —No estoy segura ni siquiera de haberlo escuchado nombrar.

      —No puede estar lejos, porque su club de observadores de aves estaba aquí en la ciudad.

      Ella sacó su teléfono, y le hizo algunas cosas, separando los dedos. Le enseñó. Era un mapa, expandido. Hizo un poco más lo de separar los dedos, y se volvieron visibles lugares más pequeños. Después movió la imagen ampliada, recorriendo los alrededores de Laconia, examinando el interior inmediato.

      Ningún Ryantown.

      —Intente más lejos —dijo él.

      —¿Cuán lejos viajaría un niño para ir a un club de observadores de aves?

      —Quizás tenía una bicicleta. Quizás Ryantown era aburrido. Los policías me dijeron que había toda clase de pequeños asentamientos, cada uno con algunas docenas de familias y no mucho más. Quizás era un lugar así.

      —Así y todo tendría aves, sin duda. Quizás más que aquí, si era tranquilo.

      —Los policías dijeron que había toda clase de molinos y fábricas. Quizás había mucho humo en el ambiente.

      —Vale, espere —dijo ella.

      Empezó de nuevo con el teléfono. Esta vez tecleando y tocando, no estirando los dedos. Quizás un motor de búsqueda, o un sitio de historia local.

      —Sí —dijo ella—. Era un molino para procesar estaño y una fábrica de hojalata. Le pertenecía a un hombre llamado Marcus Ryan. Construyó alojamientos para los trabajadores y bautizó al lugar Ryantown. El molino finalmente cerró en los años 1950 y el pueblucho murió siendo un pueblucho. Todos se fueron y el nombre desapareció del mapa.

      —¿Dónde estaba?

      —Supuestamente al norte y al oeste de aquí —dijo ella. Trajo de vuelta el mapa al teléfono, y separó y pellizcó y movió los dedos.

      —Más o menos aquí, posiblemente

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