Tiempo pasado. Lee Child
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Le pidió que tomara asiento, pero en cambio se quedó de pie, y esperó. No mucho, como resultó ser. Dos detectives entraron empujando un par de puertas dobles. Un hombre y una mujer. Ambos tenían el aspecto de profesionales sólidos. Al principio Reacher supuso que no eran para él. Estaba esperando un archivero. Pero caminaron directo hacia él, y cuando llegaron el hombre dijo:
—¿Señor Reacher? Soy Jim Shaw, jefe de detectives. Encantado de conocerle.
El jefe de detectives. Encantado. Van a ser muy cooperativos, había dicho Carrington. No estaba bromeando. Shaw era un tipo ancho de más de cincuenta años, quizás un metro ochenta, con una cara irlandesa con arrugas y un mechón de cabello pelirrojo. Cualquiera en doscientos kilómetros a la redonda de Boston se habría dado cuenta de que era policía. Era como una ilustración en un libro.
—Encantado de conocerle —dijo Reacher.
—Yo soy la detective Brenda Amos —dijo la mujer—. Encantada en ayudar. Lo que necesite.
El acento de ella era del sur. De palabras alargadas, pero ya no melifluo. Estaba curtido por la exposición. Era diez años más joven que Shaw, quizás un metro setenta, y delgada. Tenía el cabello rubio y los pómulos marcados y unos soñolientos ojos verdes que decían conmigo no te metas.
—Señora, gracias —dijo Reacher—. Pero en serio, esto no es tan importante. No sé exactamente qué les dijo el señor Carrington, pero lo único que necesito es un poco de historia antigua. Que probablemente de todas formas no esté ahí. De hace ochenta años. No es ni siquiera un caso cerrado.
—El señor Carrington mencionó que usted fue policía militar —dijo Shaw.
—Hace mucho tiempo.
—Eso lo hace beneficiario de diez minutos en un ordenador. No va a llevar más que eso.
Lo guiaron a la parte de atrás entre puertas de caoba altas hasta los muslos, a un espacio abierto lleno de gente vestida de civil sentada frente a frente en escritorios dobles. Los escritorios estaban equipados con teléfonos y pantallas planas y teclados y cestos de alambre. Como una oficina en cualquier otra parte, salvo por un agotado aire de mugre y agobio, que la volvía inconfundiblemente un despacho de policía. Doblaron, a un pasillo con oficinas a ambos lados. Se detuvieron en la tercera a la izquierda. Era la de Amos. Ella lo hizo pasar, y Shaw dijo “adiós” y siguió caminando, como si todas las cortesías correspondientes hubiesen sido respetadas, y su trabajo estuviera por lo tanto terminado. Amos entró detrás de Reacher y cerró la puerta. La estructura externa de la oficina era vieja y tradicional, pero todo lo que había dentro era nuevo y brillante. Escritorio, sillas, cajoneras, ordenador.
—¿Cómo lo puedo ayudar? —dijo Amos.
—Estoy buscando el apellido Reacher —dijo él—, en viejos informes policiales de los años 1920 y 30 y 40.
—¿Parientes suyos?
—Mis abuelos y mi padre. Carrington piensa que evitaron los censos porque tenían órdenes de captura federales.
—Este es un departamento municipal. No tenemos acceso a los registros federales.
—Puede que hayan empezado de abajo. Como la mayoría de la gente.
Amos se acercó el teclado y empezó a golpetear. Preguntó:
—¿Había formas alternativas de deletrearlo?
—No lo creo —dijo él.
—¿Nombres de pila?
—James, Elizabeth y Stan.
—¿Jim, Jimmy, Jamie, Liz, Lizzie, Beth?
—No sé cómo se decían entre ellos. Nunca los conocí.
—¿Stan era diminutivo de Stanley?
—Nunca vi eso. Era siempre solo Stan.
—¿Algún seudónimo conocido?
—No que haya conocido yo.
Tecleó un poco más, y cliqueó, y esperó.
No hablaba.
Él dijo:
—Estoy suponiendo que también usted fue policía militar.
—¿Qué me delató?
—Primero su acento. Así suena el Ejército de Estados Unidos. Mayormente sureño, pero un poco mezclado. Además de que la mayoría de los policías civiles preguntan qué hicimos y cómo lo hicimos. Porque son profesionalmente curiosos. Pero usted no. Lo más probable es que porque ya lo sabe.
—Me declaro culpable.
—¿Hace cuánto que se fue?
—Seis años —dijo ella—. ¿Usted?
—Más que eso.
—¿Qué unidad?
—La 110, sobre todo.
—Bonito —dijo ella—. ¿Quién era el oficial jefe cuando usted estaba ahí?
—Yo —dijo él.
—Y ahora está jubilado y se dedica a la genealogía.
—Vi el cartel en la carretera —dijo—. Eso es todo. Estoy empezando a desear no haberlo visto.
Ella volvió a mirar la pantalla.
—Apareció algo —dijo ella—. De hace setenta y cinco años.
Ocho
Brenda Amos hizo doble clic y puso una clave. Después volvió a cliquear y se inclinó hacia delante y leyó en voz alta. Dijo:
—El pasado uno de septiembre por la tarde, en 1943, un joven fue hallado inconsciente en la acera de una calle céntrica de Laconia. Había sido golpeado. Fue identificado como un joven local de veinte años, ya conocido por el departamento de policía como bocazas y matón, pero intocable, porque era el hijo del rico de la localidad. De lo que deduzco que debe haber habido mucho festejo privado dentro del departamento, pero obviamente para guardar las apariencias tuvieron que abrir una investigación. Tuvieron que hacerlo igual. Dice aquí que fueron de casa en casa al día siguiente, sin esperar encontrar demasiado. Pero de hecho encontraron mucho. Encontraron a una anciana que había visto todo con prismáticos. La víctima inició un altercado con otros dos jóvenes, claramente esperando ganar, pero resultó que en cambio le patearon el trasero.
—¿Qué hacía la anciana usando prismáticos tarde por la noche?
—Dice aquí que era una observadora de aves. Estaba interesada en las migraciones nocturnas y el vuelo continuo. Dijo que podía identificar las siluetas recortadas contra el