La narración de Arthur Gordon Pym . Edgard Allan Poe
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Voy a relatar una de estas aventuras a modo de introducción a otra narración más extensa y de mayor trascendencia. Una noche hubo una fiesta en casa del señor Barnard y cuando se aproximaba a su fin, tanto Augustus como yo estábamos algo más que un poco ebrios. Como solía ocurrir en esos casos, preferí compartir su cama en lugar de irme a casa. Se quedó dormido en silencio, según pensé (era cerca de la una cuando la fiesta se terminó), y sin decir ni una palabra de su tema preferido. Habría pasado una media hora desde que nos metimos en la cama y yo estaba a punto de amodorrarme, cuando de repente se incorporó de un salto y soltando un juramento terrible dijo que no pensaba dormirse por ningún Arthur Pym de la cristiandad mientras soplara una magnífica brisa del suroeste. En mi vida me he quedado más atónito, sin saber lo que pretendía y convencido de que los vinos y licores que había bebido lo habían puesto completamente fuera de sí. Sin embargo, siguió hablando con mucha tranquilidad y me dijo que era consciente de que yo pensaba que estaba borracho, pero que no había estado más sobrio en toda su vida. Que únicamente estaba cansado de estar tumbado en la cama como un perro cuando hacía una noche tan buena, añadió, y que estaba decidido a levantarse, vestirse y salir a echar un buen rato en el barco. Me cuesta expresar el sentimiento que me invadió, pero no había terminado de pronunciar estas palabras cuando sentí un estremecimiento fruto de la enorme emoción y el placer que me produjeron, y aquella locura me pareció una de las cosas más deliciosas y razonables del mundo. Soplaba prácticamente un vendaval y el tiempo era muy frío, porque estábamos ya a finales de octubre. Aun así, me levanté de un salto, llevado por la euforia, y le dije que era tan valiente como él y que también estaba cansado de estar echado en la cama como un perro, y tan dispuesto a pasarlo bien o a correr una aventura como el propio Augustus Barnard de Nantucket.
No tardamos nada en ponernos la ropa y bajar corriendo hasta el barco. Estaba junto al viejo y decrépito embarcadero que había al lado del almacén de madera de Pankey & Co., donde su costado prácticamente chocaba con los troncos sin desbastar. Augustus subió a bordo y vació el agua con un cubo porque estaba lleno casi hasta la mitad. Una vez hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, llenamos las velas y nos hicimos audazmente a la mar.
El viento, como dije antes, soplaba del suroeste y con fuerza. Hacía una noche fría y completamente despejada. Augustus se había puesto al timón y yo me coloqué junto al mástil, sobre la cubierta de la cabina. Nos deslizábamos a gran velocidad, sin que ninguno de los dos hubiese dicho ni una palabra desde que saliéramos del muelle. Fue ahora cuando le pregunté a mi compañero qué rumbo tenía intención de seguir y a qué hora calculaba que podríamos estar de vuelta. Pasó unos minutos silbando y al cabo del tiempo me dijo en tono malhumorado:
—Yo voy a hacerme a la mar y tú puedes irte a tu casa si lo consideras oportuno.
Me volví para mirarlo y, al hacerlo, me di cuenta de que a pesar de su fingida despreocupación, se encontraba muy alterado. Lo veía con total nitidez a la luz de la luna –su cara tenía la palidez del mármol y la mano le temblaba tanto que a duras penas lograba sujetar el timón–. Me di cuenta de que algo había salido mal y me alarmé en extremo. Por aquel entonces, poco sabía del manejo de un barco y dependía por completo de las habilidades náuticas de mi amigo. También el viento se había intensificado de repente cuando abandonamos el socaire de tierra; aun así, me avergonzaba la posibilidad de dejar traslucir temor alguno, y durante casi media hora mantuve un inquebrantable silencio. Sin embargo, ya no pude soportarlo más y me dirigí a Augustus para hacerle ver la conveniencia de dar la vuelta. Igual que la vez anterior, pasó casi un minuto antes de que me contestase o de que diese muestras de haber oído mi sugerencia:
—Dentro de poco –dijo al fin–; hay tiempo de sobra. Dentro de poco nos iremos a casa.
Yo me había esperado una respuesta así, pero hubo algo en el tono de aquellas palabras que me llenó de una indescriptible sensación de temor. Volví a mirarlo con detenimiento. Tenía los labios completamente lívidos y las rodillas le temblaban y chocaban entre ellas con tal violencia que daba la sensación de mantenerse en pie con gran dificultad.
—¡Cielo santo, Augustus! –grité, ahora ya completamente aterrado–. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Qué vas a hacer?
—¿Pasarme? –balbuceó, con gran y evidente sorpresa al tiempo que soltaba el timón y caía de bruces al fondo del barco–. ¿Que qué me pasa? Pues no me pasa nada, que nos vamos a casa, ¿o es que no lo ves?
Ahora de repente comprendí toda la verdad. Fui volando a socorrerlo y lo levanté. Estaba borracho –como una cuba–, y ahora ya era incapaz de mantenerse en pie, hablar ni ver siquiera. Tenía los ojos vidriosos y al soltarlo, presa de una total desesperación, cayó rodando como un tronco hasta la sentina, de donde lo había sacado ya antes.
Era evidente que durante la tarde había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su forma de comportarse en la cama había respondido a un estado de total y completa embriaguez –estado que, al igual que la locura, con frecuencia permite a la víctima imitar el comportamiento de quien está en posesión de todos sus sentidos–. El frescor de la brisa nocturna, sin embargo, había tenido su efecto habitual y bajo su influjo, empezaba a recuperar su capacidad de raciocinio, de modo que la confusa percepción que sin duda tenía de la peligrosa situación en la que se encontraba, había contribuido a acelerar la catástrofe. Había perdido el conocimiento por completo y no cabía la posibilidad de que esa situación fuese a cambiar hasta pasadas muchas horas.
Difícilmente podría alguien imaginar hasta qué punto estaba aterrorizado. Los vapores del vino que me había bebido se habían disipado, dejándome doblemente indeciso e irresoluto. Sabía que era completamente incapaz de manejar el barco y que aquel intenso viento, junto con la fuerte bajamar, nos precipitaban hacia la destrucción. Era evidente que se estaba formando una tormenta a nuestras espaldas, no llevábamos brújula ni provisiones y obviamente, si manteníamos el rumbo actual, habríamos perdido de vista la costa antes del amanecer. Estos pensamientos, acompañados de otros muchos igualmente espantosos, se agolparon en mi mente con una velocidad asombrosa y durante unos instantes llegaron a paralizarme, impidiéndome realizar ningún tipo de esfuerzo. El barco atravesaba el agua a una velocidad terrible navegando con el viento en popa –sin un rizo en el foque ni en la vela mayor–, con la proa completamente oculta bajo la espuma. Fue un milagro que no diese una guiñada, puesto que Augustus había soltado el timón, como ya dije antes, y yo estaba tan nervioso que ni siquiera se me ocurrió cogerlo. Sin embargo, por suerte mantuvo la estabilidad y al cabo de un rato logré recuperar parte de mi presencia de ánimo. El viento seguía arreciando de manera terrible y cada vez que subíamos tras un nuevo cabeceo del barco, el mar barría la cubierta de popa y se nos venía encima como un diluvio. Y yo, además, tenía las extremidades tan entumecidas, que era prácticamente incapaz de sentir nada. Hasta que al fin me armé con el valor que surge de la desesperación, me acerqué deprisa a la vela mayor y la solté del todo. Como cabía esperar, cayó sobre la proa y, al empaparse, tiró del mástil, que quedó a escasa distancia de la borda. Gracias únicamente a este último accidente, me salvé de la destrucción inmediata. Solo con el foque izado, avanzaba viento en popa mientras el oleaje barría la cubierta de cuando en cuando, aunque sentía un alivio enorme al haberme librado del terror que me producía pensar que mi muerte era inminente. Cogí el timón y comencé a respirar con cierto alivio al haberme dado cuenta de que todavía nos quedaba una posibilidad de salvarnos. Augustus yacía aún inconsciente en la sentina y como corría el riesgo de perecer ahogado de manera inminente (puesto que el agua llegaba a los treinta