La narración de Arthur Gordon Pym . Edgard Allan Poe
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Casi no me había dado tiempo a formular este propósito cuando de repente, un grito o un alarido prolongado y ensordecedor, como si proviniera de las gargantas de mil demonios, reverberó en el aire envolviendo el barco por completo y resonando por encima de él. Jamás mientras viva lograré olvidar la agonía del pánico que experimenté en ese momento. Se me pusieron los pelos de punta, sentí que la sangre se me congelaba en las venas, mi corazón dejó de latir y sin llegar a levantar la vista para averiguar qué me había causado semejante terror, caí de cabeza y sin sentido sobre el cuerpo de mi desplomado acompañante.
Cuando me desperté, me encontré en el camarote de un enorme barco ballenero –el Penguin– que iba rumbo a Nantucket. Había varias personas de pie a mi alrededor y Augustus, más pálido que un muerto, se afanaba en frotarme las manos para calentármelas. Al ver que abría los ojos, sus exclamaciones de gozo y gratitud provocaron alternativamente la risa y las lágrimas de aquellos hombres de aspecto rudo que se encontraban presentes. Al poco nos explicaron el misterio de que aún siguiésemos con vida. El barco ballenero se nos había echado encima mientras navegaba de bolina y como un rayo rumbo a Nantucket, haciendo uso de todas las velas que se atrevían a largar, de modo que su trayectoria era prácticamente perpendicular a la nuestra. A pesar de que había varios hombres vigilando desde la proa, no se percataron de nuestro barco hasta que resultó imposible evitar el choque; habían sido los gritos de advertencia que profirieron al vernos allí los que tanto me habían alarmado. Según me contaron, la enorme embarcación nos abordó con la misma facilidad con la que nuestro pequeño barco habría pasado por encima de una pluma y todo ello sin que le supusiera el mínimo freno en su avance. De la cubierta del barquito no se escapó ni un crujido –solo se oyó un leve chirrido que se mezcló con el rugir del viento y del agua cuando el frágil velero se rozó contra la quilla de su destructor antes de hundirse, pero eso fue todo–. Creyendo que nuestro velero (que, según recordarán, había perdido los mástiles) no era más que un barco de remos soltado a la deriva por inservible, el capitán (capitán E. T. V. Block de New London) estaba decidido a continuar su rumbo sin dar mayor importancia al asunto. Por suerte, dos de los vigías aseguraron no tener la más mínima duda de que habían visto a alguien al timón y defendieron la posibilidad de poder salvarlo. A esto siguió una discusión durante la que Block se enfadó, y al rato dijo que «no era de su incumbencia estar eternamente pendiente de si había un cascarón; que no había motivo para hacer virar el barco por semejante tontería y que si habían atropellado a un hombre, no había más responsable que él mismo y que bien podía ahogarse e irse al d……. », o alguna otra expresión por el estilo. Henderson, el primer oficial, volvió entonces sobre el asunto y, justamente indignado, al igual que el resto de la tripulación del barco, habló para manifestar con total claridad que aquello le parecía de una enorme vileza y una despiadada atrocidad. Habló sin tapujos y, al sentirse respaldado por los hombres, le dijo al capitán que a su juicio era carne de patíbulo y que desobedecería sus órdenes, aunque eso le supusiera que lo colgaran nada más poner pie en tierra.
Se dirigió a la popa apartando a Block –que había palidecido y no contestó– de un empujón, cogió el timón y con voz firme gritó la orden de: «¡Todo a sotavento!». Los hombres volaron a sus puestos y el barco viró con habilidad. Todo esto les había llevado casi cinco minutos y era de suponer que difícilmente cupiera la posibilidad de salvar a nadie; eso contando con que de verdad hubiese habido alguien a bordo. Sin embargo, como ya sabe el lector, tanto Augustus como yo fuimos rescatados y al parecer, nuestra salvación se había debido a dos golpes de buena suerte que los hombres piadosos y sabios atribuyen a una intervención especial de la Divina Providencia.
Mientras el barco estaba aún virando, el primer oficial bajó el esquife y saltó dentro con los dos hombres que, según creo, habían afirmado haberme visto al timón. No habían hecho más que abandonar el abrigo del barco (la luna seguía brillando con intensidad) cuando este ejecutó un largo y pronunciado viraje a barlovento y en aquel mismo momento, Henderson, poniéndose en pie de un salto, gritó a la tripulación la orden de que ciaran. No decía nada más, sino que repetía el mismo grito con impaciencia: «¡Ciad! ¡Ciad!». Los hombres remaban hacia atrás a toda velocidad, pero el barco había recuperado velocidad a pesar de que todas las manos de a bordo hacían enormes esfuerzos por amainar las velas. A pesar de lo peligrosa que era la operación, el primer oficial se aferró a las cadenas del palo mayor en cuanto estuvieron a su alcance. Una nueva e intensa sacudida dejó al descubierto el lado de estribor del barco casi hasta la quilla y entonces, vieron con total claridad la causa de su ansiedad. Ante sus ojos apareció el cuerpo de un hombre sujeto de la manera más singular al fondo suave y brillante (el Penguin estaba revestido de cobre y las bitas eran del mismo material) y su cabeza se golpeaba violentamente contra él con cada nuevo movimiento del casco. Tras varios intentos infructuosos realizados mientras el barco daba bandazos y corriendo el riesgo inminente de hundir el esquife, finalmente lograron liberarme de mi peligrosa situación y subirme a bordo, porque el cuerpo resultó ser el mío. Al parecer se había soltado uno de los pernos de la cuaderna, que había perforado el cobre, lo cual había impedido que yo pasara por debajo del barco, quedándome sujeto a la quilla de aquella forma tan extraordinaria. La cabeza del perno había atravesado la chaqueta de paño verde que llevaba puesta y se me había clavado en el cuello abriéndose paso entre dos tendones justo debajo de la oreja derecha. Me acostaron inmediatamente, a pesar de que daba la impresión de que no quedaba en mí un hálito de vida. En el barco no había cirujano. El capitán, sin embargo, me dedicó todo tipo de atenciones –supongo que para redimirse a ojos de su tripulación por el atroz comportamiento que había demostrado durante la primera parte de la aventura.
Mientras tanto, Henderson había vuelto a abandonar el barco, a pesar de que el viento se había convertido prácticamente en un huracán. Hacía pocos minutos que se había marchado cuando se tropezó con varios fragmentos de nuestro velero y poco después, uno de los hombres que lo acompañaban afirmó percibir a intervalos un grito de socorro entre el rugido de la tempestad. Esto indujo a aquellos enérgicos marineros a continuar con la búsqueda durante más de media hora, a pesar de las continuas señales del capitán Block indicándoles que regresaran y aunque cada minuto que pasaban en el agua a bordo de una embarcación tan frágil era peligrosísimo, puesto que corrían el riesgo de perecer de manera inminente. Es sin duda casi imposible de concebir que el pequeño esquife en el que iban hubiera escapado a la destrucción ni un solo instante. Sin embargo, había sido construido para utilizarlo en la caza de ballenas y estaba equipado, según tengo motivos para creer por lo que he visto desde entonces, con cajas de aire, al estilo de los botes salvavidas que se utilizaban en la costa de Gales.
Tras buscar en vano durante el tiempo que he mencionado anteriormente, decidieron regresar al barco. Casi no habían tenido tiempo de tomar tal determinación cuando oyeron un débil quejido que procedía de un oscuro objeto que les pasó flotando por el lado. Fueron tras él y al poco le dieron alcance. Resultó ser la cubierta del Ariel. Cerca de ella, Augustus se debatía con dificultad, al parecer ya en las últimas. En cuanto lo cogieron, se dieron cuenta de que estaba amarrado con una cuerda a la madera. Como recordarán, yo mismo le había atado aquella cuerda a la cintura y la había sujetado a uno de los cáncamos con la intención de mantenerlo en una posición erguida, y al parecer, eso era precisamente lo que había propiciado que salvara la vida. El Ariel no tenía un armazón fuerte y, como es natural, al hundirse se hizo pedazos. Como era de esperar, la fuerza del agua al entrar levantó por completo la tilla separándola de las cuadernas y esta subió flotando hasta la superficie (sin duda junto con otros trozos del barco) –Augustus salió a flote con ella y de este modo escapó a una muerte horrible.
Pasó más de una hora desde que lo subieran a la embarcación antes de que pudiera dar cuenta de lo que le había sucedido y de que se le pudiera hacer entender el carácter del accidente que había sufrido nuestro barco. Al final, se recuperó por completo y