Derecho a la comunicación en América Latina. María Magdalena Sofía Paláu Cardona
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Giorgina Santángelo
Universidad Católica del Uruguay
Introducción
El Derecho a la Comunicación como articulador del derecho de acceso a la información pública
Del latín communicare, la palabra comunicación hace referencia a participar en común, poner en relación. Pasquali (1970), en su obra “Comprender la comunicación” rescata la esencia de este acto como parte inexorable de la propia existencia del hombre y sin la cual la sociedad no podría existir, constituyendo el medio básico y fundamental de la convivencia humana (Bech, 2015). Además, para Alfonso Gumucio (2012), los constitutivos de nuestros derechos humanos son rasgos que nos diferencian de otras especies animales, pues solo la especie humana puede elegir consciente y libremente su identidad o su orientación ideológica, sus valores éticos y ejercer su derecho de opinar. En este sentido, la comunicación articula todos los demás derechos.
Por otra parte, Dominique Wolton (2001) define a la comunicación, antes que nada, como una experiencia antropológica fundamental, pues al implicar el intercambio con otros se convierte en un acto esencial para la vida individual y colectiva. Sin embargo, la comunicación es una realidad que no existe per se, sino que está ligada a un modelo cultural y a una representación del otro; comunicar implica difundir y también interactuar con un individuo o una comunidad, involucrando la adhesión a valores fundamentales de libertad y procurando un orden democrático. Sumado a esto, la política también es un componente inevitable de la vida en sociedad ya que no se puede prescindir de una forma de organización. De ahí que comunicación, sociedad y política sean expresiones recíprocas de la misma naturaleza humana y que devienen en derecho a participar en la vida social, política y en la comunicación que las acompaña y viabiliza (Andrade, 2009).
De esta manera, la comunicación como derecho humano fundamental es reconocido y protegido por los sistemas internacionales, en especial por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948), donde se afirma que:
Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión (art. 19).
Asimismo, La Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) (Organización de los Estados Americanos (OEA, 1969)) lo reconoce como una manifestación directa de la libertad de expresión y pensamiento que no puede estar sujeta a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, a excepcionalidad de propaganda a favor de la guerra o apología del odio y racismo (art. 13). En este orden de ideas, en el 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) sentó un precedente en la materia al interpretar y aplicar el fallo Claude Reyes y otros vs. Chile, de conformidad con los artículos 62.3 y 63.1 de la CADH, amparando el derecho humano a la libertad de expresión. En particular, expresó que la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole protege el derecho de todas las personas de acceder a la información contenida en los archivos estatales, con las salvedades reconocidas por el propio sistema. Como se puede apreciar, estamos hablando de un derecho que engloba un conjunto de otros derechos como son el acceso a la información, la libertad de opinión, la libertad de expresión y la libertad de difusión (Gumucio, 2012).
Además del reconocimiento internacional del derecho a la comunicación, es importante destacar el informe MacBride21 (UNESCO, 1980), otra muestra de la voluntad colectiva de las naciones para promover el derecho a la comunicación a nivel de diseño de políticas públicas. Este documento ya advertía la existencia de un desequilibrio muy importante en el flujo de informaciones a nivel mundial a favor de los países desarrollados por encima de los en vía de desarrollo, donde más del 90% de la producción y distribución de información provenía de los primeros, estableciendo la necesidad de instaurar un nuevo orden más plural y democratizando la circulación y producción de información en el mundo.
Sin embargo, en pleno siglo XXI, las tecnologías de la información y comunicación no han podido revertir esa asimetría que se suma al desigual acceso a la riqueza, aumentando más la brecha entre los ciudadanos. Uno de los indicadores más señalados post Mac Bride es la inequidad en el desarrollo de las industrias culturales y en el acceso diferencial de los ciudadanos a estas fuentes de entretenimiento, información y educación en el continente (Sánchez, 2005). En este marco, el derecho de acceso a la información se transforma en un derecho “bisagra” ya que habilita el ejercicio informado de otros derechos como los políticos o los sociales y económicos. Los sectores sociales marginados o excluidos, que tienen dificultad de acceso a mecanismos de información, se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad para proteger sus derechos y prevenir abusos de parte del Estado, así como para luchar contra la corrupción y el autoritarismo (Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], 2011).
La transparencia como facilitador de procesos de rendición de cuentas y mejora de la calidad democrática
Durante la mayor parte de su existencia, las democracias occidentales se han sostenido sin la exigencia de la transparencia y acceso a la información pública. El mayor volumen de aprobación de leyes reguladoras en América Latina data de los últimos veinte años; a pesar de que México como país pionero aprobó la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental en el año 2002, en los últimos treinta años la democracia y la transparencia han desarrollado una relación hasta volverse fórmula característica de la modernidad y la globalización (Aguilar, 2015, p.5). De acuerdo a esto, la transparencia hace referencia a una práctica o un instrumento que utilizan las organizaciones para volver público cierto tipo de información o procesos de toma de decisiones, e implica una redefinición en la relación individuo-gobierno al suponer la apertura de canales de comunicación y coordinación entre los distintos niveles de gobierno y sus respectivas instituciones, permitiendo la evaluación de la gestión de las autoridades electas.
La transparencia como el acceso ciudadano a la información del desempeño de las funciones públicas distingue dos modalidades: activa y pasiva. La primera, también llamada “proactiva”, refiere a aquella de difusión periódica impuesta a los órganos del Estado, generalmente asociada al acceso a un nivel mínimo de información acerca de las funciones y el desempeño de los organismos (actividades, dotación, presupuesto, objetivos, indicadores de gestión, sistemas de atención al público, etc.). La segunda modalidad es la transparencia “pasiva” o “responsiva” asociada a la obligación del Estado para conceder a los ciudadanos (solicitud específica previa) acceso oportuno a información que obre en poder de los órganos públicos, salvo que medie razón legalmente establecida e imparcialmente acreditada para justificar la reserva o secreto (seguridad nacional, derechos de terceros, procedimientos en trámite cuya revelación anticipada perjudique el cumplimiento de una función pública, libertad de empresa, entre otros). Asimismo, los ciudadanos deben tener la posibilidad de cuestionar por la vía judicial la denegación de acceso que la administración fundamente en razón de alguna causal legal (Blanes Climent, 2012).
Entonces, desde la dimensión vínculo entre el ciudadano y el gobierno, la transparencia puede generar la posibilidad de que el ciudadano consienta o desapruebe las políticas y decisiones adoptadas, fortaleciendo procesos de rendición de cuentas y la legitimidad del gobierno. A su vez, desde el lado del gobierno, facilita la toma de decisiones más acertadas y la capacidad de corregir sus rumbos (Aguilar, 2015, p.20). Según esto, el acceso a la información pública permite a la ciudadanía ejercer un control social o accountability vertical sobre la actividad de los agentes públicos, a través del ejercicio de acciones administrativas o jurisdiccionales, la presión social y la mediación de las manifestaciones públicas y de los medios de comunicación