Arquitecturas que hablan. Alejandro Mendo Gutiérrez
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Israel Katzman (2002), en su libro Arquitectura del siglo XIX en México, comenta que es “sumamente vago el empleo que se le ha dado en México al término AFRANCESADO para calificar la arquitectura del siglo XIX y es una tarea bastante compleja darle a ese concepto un significado exacto” (p.157).
Este trabajo tiene el objetivo de analizar estas viviendas de las primeras colonias de la ciudad durante el porfiriato y aportar elementos que permitan dilucidar cuáles son las características tipológicas más importantes y, en consecuencia, adjetivarlas de un modo justificado.
Estas casonas pertenecen a la etapa histórica denominada el porfiriato aunque en realidad, temporalmente hablando, corresponden a los últimos años del gobierno del general Porfirio Díaz y a la década posterior. En cualquier caso, se engloban en este periodo ya que mantienen los aspectos estilísticos y constructivos sin grandes cambios. Se deberá esperar a la década de los años veinte para que el movimiento moderno, manifestado en el regionalismo tapatío y el funcionalismo, rompa con esta dinámica.
ARQUITECTURA Y PORFIRIATO
El porfiriato es el cierre de un siglo XIX extremadamente complejo. La primera mitad está marcada por una serie de acontecimientos de carácter bélico: la guerra de independencia, las civiles, la de Texas o la invasión estadunidense. La economía del país se ve fuertemente afectada y la construcción de edificios es una de las actividades más afectadas. A esto hay que sumar las Leyes de Reforma que paralizaron a su vez las obras arquitectónicas de carácter religioso.
La construcción gubernamental es escasa y se recurre a la adaptación de conventos, seminarios, entre otros, para reconvertirlos en hospitales, escuelas, etcétera. Por su lado, la iniciativa privada espera situaciones más estables.
Hasta el periodo del porfiriato, principalmente entre 1896 y 1905, la construcción no se reavivará en todos los ámbitos, y la crisis económica de la última etapa, entre 1905 y 1910, quedará paliada por la obra gubernamental (Katzman, 2002).
La estabilidad del porfiriato favoreció a la moneda mexicana y en consecuencia, a las inversiones extranjeras. Se impulsaron sectores fundamentales de la industria, el transporte y la banca. El interés principal del estado fue la modernización del país, lo que favoreció el acercamiento a la cultura francesa, muy en boga en ese momento. Este impulso económico favoreció la generación de grandes riquezas y también la construcción de varias edificaciones desde los estilos académicos historicistas.
El proceso de cambio lo llevaron a cabo académicos franceses, italianos y mexicanos en su mayoría. El romanticismo tomó fuerza y se importó el eclecticismo de Europa.
Por ejemplo, la columna del Centenario, una de las obras insignia de la época en la Ciudad de México, es descrita del siguiente modo:
El estilo de la obra, por su naturaleza y por su destino, tenía que ser una arquitectura grandiosa, a la vez que sencilla, que no perteneciese a determinada época. La columna no es griega ni romana, y sí podría recordar los buenos tiempos de la arquitectura. Siendo moderna, es en lo posible clásica: puede tener algo de neoclásico (Fernández, 1952, p.249).
Esta descripción no es solo el de una columna sino que es el concepto mismo que se tenía de la arquitectura.
La incorporación a la economía mexicana de empresas extranjeras incentivó la incorporación de proyectos, materiales y profesionales llegados de las metrópolis de origen de estas.
Esta internacionalización de la arquitectura en ocasiones llegó a situaciones extremas. Sirva de ejemplo el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Se inició en 1904 con el proyecto del italiano Adamo Boari; los cimientos fueron calculados por un arquitecto de Nueva York y construidos por una empresa de Chicago, por cierto, de forma errónea, lo que produjo constantes hundimientos; los escultores eran de origen italiano y el mármol fue importado de Carrara; el escultor catalán Agustí Querol realizó una pareja de pegasos que no se pudieron colocar en el sitio por el peso excesivo que representaba para la estructura, y la obra debió interrumpirse al estallar la Revolución mexicana en 1910, y no se retomó hasta 1932.
Raquel Tibol (1969) definió la obra como “un gran monstruo cuyas partes fueron llegando desde diversos países para al fin quedar mal armadas en el centro de la Ciudad de México” (p.206).
La revolución mexicana rompió con todo este bagaje marcando la modernidad del siglo XX; los posteriores historiadores y teóricos de la arquitectura han sido muy críticos con esta etapa y han asociado fácilmente esta arquitectura con un sistema político desprestigiado.
Ramón Vargas Salguero comenta:
Casi siempre que un sector ha exigido terminantemente que se solucionen, de manera satisfactoria, ciertas reivindicaciones incompatibles con la estructura vigente, le ha sido indispensable emprender una ardua lucha ideológica con miras a desarraigar las ideas, conceptos y modalidades de pensar que, a la luz de aquellas demandas, parecen obsoletas, para sustituirlos por otros marcos de referencia a través de los cuales sea posible prohijar las medidas adecuadas que satisfagan las demandas planteadas [...]
Esto fue lo que ocurrió en diversos ámbitos, entre ellos en el de la práctica arquitectónica (1994, p.60).
Otro aspecto, donde el capital extranjero tomaría relevancia, es en el crecimiento de las ciudades con la aparición de nuevos desarrollos urbanísticos de carácter privados denominados colonias.
Las colonias proponían una organización espacial diferente a la tradicional, con mayores dimensiones de las manzanas, nuevos criterios de parcelación y viviendas con modelos europeizantes o norteamericanos.
La arquitectura porfiriana se asoció a estereotipos importados del extranjero y se vinculó a una clase burguesa dominante y un régimen político opresor.
Guadalajara estuvo inmersa en este proceso de modernización que, en palabras de Federico de la Torre de la Torre y Rebeca Vanesa García Corzo (2008),
Se hizo patente a través de al menos tres grandes elementos: la incorporación del servicio telefónico y del alumbrado público en 1884, que para 1893 se había extendido a toda la ciudad gracias al aprovechamiento de las aguas de El Salto de Juanacatlán; la llegada del Ferrocarril Central Mexicano en 1888 y, por último, la puesta en marcha de un código de comercio en 1899 que favoreció tanto la formación de sociedades anónimas como de una política hacendaria de apoyo sostenido a la industrialización del país (p.13).
Según Eduardo López Moreno (2002) “estos cambios se llevaron a cabo a través de una serie de estrategias, algunas de ellas de orden ideológico, de acuerdo con las cuales se creía que se podía aspirar a una nueva forma de vida si se operaban cambios en el espacio construido” (p.114).
Todo ello se plasmó entre 1898 y 1906, con un crecimiento urbano principalmente hacia el poniente que Alfredo Varela Torres (2000) justifica desde un punto de vista pragmático:
[…] en las colonias residenciales surgidas en el porfiriato como lo fueron las colonias Francesa y Americana al poniente de la ciudad […] el crecimiento se dio hacia esa orientación,