La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991. Alejo Vargas Velásquez

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colectivo, es decir, crear ‘reglas del juego’ para que todo el mundo gane, comenzando por aquellos mejor posicionados y haciendo extensivos los beneficios a los demás de manera posterior. La idea-fuerza es la confianza total en las supuestas virtudes de la competencia. Se trata de reducir la importancia del Estado y transformar su rol intervencionista y desarrollar la iniciativa privada en todos los campos, lo cual a la larga estimulará el progreso general. Las políticas de desarrollo se basan en la privatización, la competencia, la internacionalización, la iniciativa privada. El Estado solo debe jugar un papel regulador que no suplante la acción de los agentes privados, sino que los estimule.

      Sin embargo, el Estado central guarda para sí la orientación del proceso global del desarrollo a través de la planeación, el manejo presupuestal, el control del orden público y la política exterior. En lo político se trata de reestructurar la democracia liberal de corte representativa y centrada en lo político y estimular formas de democracia participativa desideologizadas basadas en la acción privada. Es la concepción neoliberal del desarrollo que considera necesario neoliberalizar el Estado, la economía y la sociedad.

      Los actores fundamentales del desarrollo son las élites modernizantes privadas (nacionales e internacionales) que van a jalonar el proceso de competencia.

      Dentro de esta perspectiva, la participación parece encontrar un gran espacio ya que se la concibe como elemento central de los procesos de desarrollo y se la estimula en varias dimensiones: en lo político, profundizándola hacia formas de democracia participativa –aun cuando esta se restrinja a los aspectos considerados como accesorios en la conducción global, mientras que simultáneamente se le desideologiza; en lo social, concibiéndola como elemento central para suplir las carencias de la acción estatal en lo atinente a las necesidades básicas –aun cuando esto conlleve mayores costos en trabajo o en dinero para las comunidades; en lo económico, llamando a la iniciativa privada como motor central del modelo económico.

      4. La aproximación accionalista o aquella que concibe el desarrollo como producto de la dinámica de los movimientos sociales. Según Alain Touraine, uno de los más destacados exponentes de este paradigma, el desarrollo es visto como el proceso de pasar de sociedades con historicidad débil hacia sociedades con historicidad fuerte. La historicidad es entendida como la capacidad de acción de la sociedad sobre ella misma. El desarrollo se sitúa en la perspectiva de un socialismo autogestionario no muy bien definido y las políticas de desarrollo deben apuntar a la satisfacción de las necesidades de base de las mayorías.

      Los obstáculos al desarrollo se ubican en la existencia de una sociedad bloqueada por 1. Clases dominantes que han sido incapaces de transformarse en dirigentes en el sentido de lograr consolidar un proyecto nacional alrededor de sus orientaciones que integre las distintas clases sociales. 2. Sistemas políticos cerrados, rígidos y muy autoritarios que excluyen la participación de muchas fuerzas sociales y políticas. 3. Una organización social fragmentada y muy heterogénea y con fuerte dependencia del exterior.

      Las condiciones para que el desarrollo se dé apuntan, entonces, a la superación de los obstáculos anteriores a través de la dinámica –en ocasiones conflictual– de los movimientos sociales: consolidar una clase superior dirigente; construir un sistema político e institucional abierto, incluyente, y lograr una organización social con mayores niveles de homogeneidad y autonomía.

      Los actores fundamentales del desarrollo son los movimientos sociales de los sectores subordinados de la sociedad, estos son actores fundamentalmente sociales y no directamente políticos. Los grupos de base que buscan creciente autonomía de la sociedad civil frente al Estado y liderados por unas especies de ‘élites solidarias’ serían gérmenes de movimiento social en formación.

      Dentro de esta perspectiva la participación es valorada como la posibilidad de los actores subordinados de la sociedad de construir su propio proyecto abarcando tanto lo político (democracias participativas incluyentes), lo social (como mecanismo para definir aspectos de la vida cotidiana de la gente), y lo económico (en la orientación de las políticas estatales y en el desarrollo de proyectos económicos autogestionados). La participación como negociación es de gran relevancia en esta perspectiva.

      No hay duda de que lo deseable en una sociedad democrática es que se logre construir un estilo de gobierno basado en lo que podríamos denominar una gobernabilidad democrática –o una gobernanza democrática. Para su consecución es fundamental la participación de los actores políticos y sociales estratégicos. Es en este escenario donde las posibilidades de la participación son más reales y, como parte de ellas, el control social, como en este escrito lo hemos entendido.

      Podríamos cerrar este aparte señalando que paradójicamente en un escenario como el contemporáneo, en el que pareciera primar una mezcla de los denominados paradigmas interaccionista y accionalista y donde crecientemente se acepta la importancia de un rol central del Estado –sin que esto signifique un retorno a los modelos estatistas del pasado–, las posibilidades de la participación –con las restricciones antes mencionadas– parecieran tener mayores posibilidades de expresarse y de contribuir a consolidar estilos de gobierno más democráticos y con mejores resultados en su gestión e incidir en todo el proceso de las políticas públicas.

      Tradicionalmente el problema de la legitimidad se entiende en relación con la aceptación social de un gobierno por parte de la sociedad y sus fundamentos en generalidades abstractas (ciudadanía, nación, pueblo, sociedad civil). Hoy en día el problema de la eficacia de la gestión pública adquiere mayor relevancia en la medida en que crecientemente es un elemento asociado a la legitimidad democrática, podemos señalar con Giovanni Sartori que “una legitimidad dudosa puede ser reforzada por la eficacia del gobierno; inversamente, una legitimidad en principio fuerte puede ser debilitada por su ineficacia” (Sartori, 1991).

      El problema de la legitimidad debe ser una preocupación permanente de los funcionarios públicos de alto nivel y no solo una preocupación para los políticos. La administración pública tiene una doble legitimidad, por un lado, la derivada del sistema político (onda larga) y del proceso electoral y que es ‘transferida’ a la administración pública por las autoridades electas y, por otro lado, la derivada de la eficacia en la prestación de sus servicios (onda corta) y en la cotidianidad de la relación con sus usuarios. Esto es lo que nos permite percibir sectores de la administración pública con mayores niveles de legitimidad que otros, lo cual está mediado por los niveles de eficacia en el cumplimiento de su función22.

      Por ello, el funcionario público contemporáneo debe ser muy buen técnico, pero esto por sí solo no es suficiente. Se requiere adicionalmente y cada vez con mayor peso, una gran comprensión de la dinámica del sistema político, es decir ser capaz de “hacer dialogar la política y la técnica para discutir, tanto la direccionalidad (objetivos) como las directivas (operaciones y medios)” (Matus, 1990). Lo que quiere decir, con habilidad para concertar y negociar no solo al interior de la estructura burocrática, sino también con el sistema político y con las organizaciones sociales.

      Esto no significa que su capacidad técnica se pierda, por el contrario, esta debe ser un recurso de poder importante que le ayude a fundamentar sus argumentos en los procesos de negociación. Por consiguiente, no se trata de alguien pasivo que ‘toma nota’ de lo que quieren las organizaciones sociales o los grupos de poder, sino alguien que es actor y que por consiguiente opina, interviene y argumenta.

      El funcionario público de alto nivel debe ser un gestor de políticas públicas, un promotor de cambios e innovaciones, un impulsor de reformas, con capacidad de ejercer la conducción en épocas de crisis, asumiendo los desafíos económicos y sociales que esto conlleva y con capacidad de manejar buenas relaciones con las autoridades gubernamentales, el sistema político y las organizaciones

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