La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991. Alejo Vargas Velásquez

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pesar de estas numerosas dificultades señaladas, que indicarían una tendencia más fuerte en la dirección de darle continuidad a la acción del gobierno, los responsables de toma de decisiones públicas a veces se salen de la línea establecida y se comprometen en la vía de la innovación. Es pertinente señalar con Joan Subirats (1988)

      […] que toda política pública es algo más que una decisión. Normalmente implica una serie de decisiones. Decidir que existe un problema. Decidir que se debe intentar resolver. Decidir la mejor manera de proceder. Decidir legislar sobre el tema, etc. Y aunque en la mayoría de ocasiones el proceso no sea tan “racional”, toda política pública comportará una serie de decisiones más o menos relacionadas9.

      Hay una gran diferencia entre el discurso de la política y lo que de él se concretiza. Siempre se va a encontrar una brecha entre lo que es la intencionalidad de la política y lo que recibe específicamente el ciudadano. Ese proceso se presenta de manera continua en la gestión pública.

      Como lo anota Louis Valentin Mballa (2017)

      […] las políticas públicas son procesos racionales que incorporan datos y evidencia objetiva para atender una situación problemática en la sociedad. Además, consideradas como sistema complejo y con base en el criterio de la no linealidad de sus procesos nos damos cuenta de que las políticas públicas no son relaciones mecánicas del tipo medio-fin, de ejecución automática, en las que lo decidido en la fase de formulación es o debe ser lo que va a dar sentido a la razón de ser (ontología) de las políticas públicas. Por el contrario, es una compleja interconexión de procesos en la cual, los problemas públicos son constantemente redefinidos, reinventados y reorientados hacia su solución. Esta última afirmación nos lleva a explorar el fin último de las políticas públicas: la solución de los problemas públicos (Mballa, 2017, pp. 108-109).

      1. La ejecución o implementación es la materialización de las decisiones anteriormente tomadas y que involucran instituciones estatales y crecientemente una amplia participación privada (empresarial, ciudadana o de las ONG). Paradójicamente esto hace que la administración pública no sea simplemente un espacio de conflictos inter o intraburocráticos, sino también un espacio para el control ciudadano, lo cual genera tensiones novedosas10.

      En el proceso de implementación de la política pública, es decir, de volver realidad el discurso político, está involucrado el personal institucional-administrativo, pero también las presiones de los actores políticos y sociales. Toda política pública implica la existencia de unos sectores sociales que reciben los beneficios y otros que eventualmente no lo hacen, y cada uno de esos sectores, a través de los distintos mecanismos posibles, intentan o se esfuerzan por presionar a la administración pública. En una visión simplista lo ideal sería que no existieran esas presiones, pero lo real es que se presentan. De manera que el quid del asunto está en la forma cómo la administración pública procesa esas presiones como algo que forma parte de su permanente quehacer11.

      2. La evaluación hace referencia a la posibilidad de valorar a posteriori los resultados, efectos o impactos de la Política Pública ya sea para introducir correcciones (reformulaciones o modificaciones en su ejecución) o para aprender para la gestión pública futura.

      La evaluación de políticas y programas tiene un enorme potencial transformador: organizaciones públicas y sociales que rinden cuentas, aprenden y están orientadas a resultados; debate público informado por evidencia; reducción de asimetrías de información sobre el destino y el sentido de la movilización de recursos públicos; contribución a la legitimidad democrática y a la gobernabilidad. No obstante, […] la evaluación es un asunto esencialmente político: más allá del despliegue –necesario– de los métodos de las ciencias sociales, la evaluación tiene una función política, determinada por un contexto social particular (como lo señalan Peter Rossi, Howard Freeman y Mark Lipsey en este texto) (Maldonado y Pérez Yarahuan, 2018, pp. 23-24).

      Por lo anterior se debería pensar en un tipo de evaluación ‘formativa’ y no ‘sumativa’ y para ello es fundamental disminuir el peso de la cultura autoritaria presente en la administración pública; esa que lleva a que todo funcionario público de alto o mediano nivel de antemano plantea tener respuestas para todos los problemas y que impide la posibilidad de que se acepten los errores y que los mismos se transformen en oportunidades de aprendizaje.

      Ahora bien, es importante estos distintos momentos del ciclo o proceso de la política pública se entrelazan y se superponen por momentos, no son lineales,

      Pineda (2007) considera que estas etapas en realidad se entrelazan, se concatenan y empalman entre sí, de modo que el diagrama de la política pública no se corresponde a una línea horizontal, sino más bien a una espiral en que las etapas se repiten una y otra vez en ciclos, por una parte, si las cosas marchan bien, se van haciendo cambios y avances paulatinos en el logro de las metas y objetivos; por otra parte, no se descarta el escenario en que las cosas no siempre marchan hacia adelante sino que hay pasos hacia atrás e incluso retrocesos. A veces, hay círculos virtuosos pero también hay círculos viciosos que pueden hacer que la espiral del ciclo de las políticas públicas sea ascendente de avances o descendentes de retrocesos e incluso circular de estancamiento (Mballa, 2017, p. 122).

      Todas las políticas públicas tienen un alto grado de incertidumbre y por ello los responsables de estas deben tener una gran capacidad de acomodación a situaciones nuevas e imprevistas, por lo que se requiere de un buen manejo de la lógica de la planeación estratégica que ayude a pensar y trabajar con varios escenarios posibles.

      En el caso colombiano, tradicionalmente la administración pública ha sido el soporte material del sistema clientelista y por ello las tendencias de reforma apuntan hacia el otro extremo: intentar una administración pública que haga caso omiso del sistema político como sistema de poder. En esa perspectiva existe la pretensión de considerar la administración pública de tal manera que “presupone que la actividad administrativa puede subordinarse a la razón y que el comportamiento de las estructuras y organizaciones pueden orientarse hacia el logro de fines determinados, seleccionando los medios más adecuados” (Medellín, 1992)12, es decir, es el intento de poner en vigencia un paradigma tecnocrático en la gestión pública.

      Sin embargo, la realidad de los sistemas políticos parece mostrar que la racionalidad técnica y la racionalidad política –la que se basa en la concertación y la negociación– tienden a articularse en función de unos intereses y objetivos determinados por los grupos con poder.

      En ese sentido debemos señalar que la administración pública debe partir de reconocer la existencia del sistema de poder político y de las presiones sociales con los cuales debe interactuar de manera transparente, es decir, con ‘reglas del juego’ claras y precisas.

      Esto implica que la administración pública y su ‘lógica’ es el producto de transacciones entre partes, por arreglo y concertación de intereses y objetivos, buscando que cada uno de ellos se encuentre en un interés y objetivo que los vincule. De manera que la función del administrador público es básicamente el convertirse en un mecanismo muy fuerte de concertación de intereses en la búsqueda de objetivos colectivos que sean la síntesis de diversos intereses grupales.

      El término gobernabilidad se ha popularizado dentro del lenguaje de los analistas políticos, de los gobernantes y de los políticos profesionales en los últimos años. No

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