Afectaciones a Derechos Ambientales en tiempos de crisis climática y pandemia: algunos estudios de caso, volumen II. Luis Fernando Sánchez Supelano
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En tercer lugar, y teniendo en cuenta lo anterior, la restauración y la protección de los páramos no excluyen necesariamente las actividades agropecuarias. Si los usos productivos no superan los puntos de retorno, no llevan al ecosistema a un estado de degradación y su distribución en el paisaje responde a un ordenamiento que tiene en cuenta la base biofísica de la prestación de funciones naturales y servicios ecosistémicos —por ejemplo, respetando sitios de recarga de acuíferos, rondas hídricas y nacederos, así como sitios clave para la conectividad ecosistémica—, los páramos pueden continuar prestando estos servicios y no pierden de forma absoluta su integridad o biodiversidad. El anterior es un ejemplo de los páramos modificados y transformados bien manejados según la clasificación descrita más arriba. Es más, existen casos en los que ciertas perturbaciones antrópicas favorecen el aumento de la biodiversidad en los páramos, como el pastoreo moderado, las quemas localizadas y la agricultura orgánica (Vargas, Jaimes, Castellanos y Mora, 2004; Verweij, 1995; Avellaneda-Torres, 2014; González, 2016).
Para algunas actividades productivas es claro cuándo se sobrepasan los puntos de no retorno (Hofstede, 2013). Sin embargo, hay numerosas posibilidades de armonizar la agricultura campesina y comunitaria con la conservación de los páramos y de reconocer las formas tradicionales de manejo que han permitido la persistencia de estos ecosistemas en el tiempo. Sobre este asunto, el Instituto Alexander Von Humboldt realizó una investigación sobre la relación entre los sistemas de vida10 y las transformaciones en los páramos, en la que se encontraron algunos casos, sobre todo de habitantes tradicionales de estas áreas, en los que se mantienen sistemas de producción que respetan límites de intervención para proteger cuencas hídricas en los páramos de Rabanal y Guerrero (Franco, 2014). En el mismo sentido, Almeida Ferri (2015) realiza una sistematización de 130 prácticas de adaptación por parte de campesinos habitantes de los páramos, entre ellas, cercas vivas, cultivo en terrazas, asociación y rotación de cultivos, producción con fertilizantes orgánicos y planeación comunitaria.
Lo anterior tampoco quiere decir que los campesinos siempre tengan prácticas sostenibles. Por ejemplo, la ganadería extensiva y el monocultivo de papa con insumos convencionales, actividades de las que también participan campesinos, son causas de la degradación de los páramos en Colombia (Otero, 2011; Sarmiento et al. 2017; Franco, 2014). Sin embargo, estas prácticas pueden ser transformadas con una adecuada gestión adaptativa y consensuada (Robineau, Chatelet, Soulard, Michel-Dounias y Posner, 2010, 2014; Ruíz, Martínez y Figueroa, 2015; Sarmiento et al., 2017).
Sumado a lo anterior, numerosos estudios han demostrado que la restauración de los páramos es viable, ya que la economía campesina sostenible basada en actividades de bajo impacto del modo agrosilvopastoril, al usar poca Naturaleza, puede llegar a ser compatible con esta finalidad, siempre y cuando se respeten dichos umbrales o puntos de no retorno respecto de la conservación ambiental de los diferentes ecosistemas, umbrales que se deben identificar a partir de una zonificación ambiental del territorio.
Derechos Ambientales de las comunidades campesinas que habitan los páramos
Desde nuestra teoría de los Derechos Ambientales (véase Mesa Cuadros, 2019), el ambiente es el gran sistema global e integral conformado por dos grandes subsistemas: los ecosistemas y las culturas que los habitan, además de sus múltiples inter y codependencias, que hacen posible la existencia y permanencia de la vida en general.
En este sentido, el ambiente se ha conceptualizado desde diferentes perspectivas de análisis como un todo interconectado más que la simple suma aislada de sus elementos naturales y antrópicos, y ha llegado a asociarse con conceptos como el gran sistema globeta Tierra11, la ecosfera (véase Commoner, 1979, 1992), la biosfera (Véase, Richmann, 2000, 2006), la Naturaleza con mayúscula, o incluso con conceptos como la Madre Tierra o la Pacha Mama, provenientes de ciertas sociedades tradicionales que han venido defendiendo estas perspectivas integrales desde hace cientos o incluso miles de años.
No obstante, debemos reconocer que, si bien estas conceptualizaciones no han permitido avanzar hacia una definición legal del ambiente12, esto no ha impedido que la Corte Constitucional se haya pronunciado sobre las relaciones entre los ecosistemas y las culturas con ocasión de la Sentencia T-622 de 2016, a propósito de los denominados derechos bioculturales (Véase Bavikatte y Bennett, 2015, p. 8) sobre el río Atrato (CC, T-035/16). En esta providencia, los derechos bioculturales son entendidos como aquellos derechos que las sociedades tradicionales étnicas y campesinas defienden como una manera de comprender el ambiente en su integralidad, sin separaciones, segmentos o parcelas en las tipologías de los derechos13 y se resalta la mutua codependencia e interrelaciones dinámicas entre seres humanos y los ecosistemas que habitan.
Dicho lo anterior, además de los derechos bioculturales y los demás derechos que tienen los campesinos y campesinas por el hecho de ser colombianos, están también los derechos establecidos en la Constitución Política de Colombia en sus artículos 64 a 66. En este sentido, los campesinos ya han sido reconocidos como sujetos de especial protección constitucional que tienen derecho fundamental a la tierra y el territorio, como lo ha señalado la Corte Constitucional en varios precedentes (CC, SU-426/16, T-461/16, T-548/16, T-549/16). Según la Corte, este derecho incluye:
a)el acceso formal y material, cuya efectividad se da fundamentalmente a través de la titulación en favor de la población campesina;
b)su participación en las estrategias institucionales que propendan tanto por el desarrollo del agro colombiano, como por los proyectos de vida de los trabajadores del campo;
c)la garantía de seguridad jurídica sobre las distintas formas de acceder a la propiedad de la tierra, tales como la ocupación, la posesión y la tenencia, lo cual implica disponer de mecanismos efectivos para su defensa y protección contra actos arbitrarios, tales como desalojos injustificados o desplazamientos forzados; y
d)el reconocimiento de la discriminación histórica y estructural de la mujer, así como de su especial vulnerabilidad en contextos rurales y del conflicto, lo cual exige la adopción de medidas en su beneficio, con miras a garantizar acciones afirmativas tendientes a superar su estatus discriminatorio (CC, T-461/16).
Conjuntamente con estas garantías, también es pertinente traer a colación la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y de Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura-FAO, 2018), que establece que los Estados respetarán, protegerán y harán efectivos los derechos de los campesinos, adoptando sin demora las medidas legislativas, administrativas o de otro tipo que resulten apropiadas para alcanzar progresivamente la plena efectividad de los Derechos del Campesinado que no puedan garantizarse de forma inmediata.
En virtud de esta declaración, el Estado también tiene la obligación de prestar una atención particular a los derechos de los campesinos atendiendo a sus necesidades especiales, ya sean adultos mayores, mujeres, jóvenes, niños y niñas o personas con discapacidad, para evitar las múltiples formas de discriminación a las que han sido sometidos históricamente. En el mismo sentido, debe tenerse en cuenta lo previsto en el Acuerdo Final y los desarrollos legales de la Ley 160 de 1994 sobre el impulso a la economía campesina, así como los múltiples pronunciamientos de la Corte Constitucional sobre los Derechos del Campesinado (CC, C-180/05, C-255/12, C-348/12).
Otra