Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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por los pasillos con su preciada carga. Su instinto lo guió directamente hasta la habitación de Victoria y, una vez allí, la depositó sobre la cama. Se quedó mirándola un momento más, dormida, a la luz de la luna que entraba por la ventana. Le acarició el pelo y vaciló un instante, pero terminó por dar media vuelta y salir de la habitación.

      Bajó las escaleras, silencioso como una sombra.

      Pero en el salón se encontró con una figura que lo esperaba, de pie, serena y segura, junto a una de las ventanas. El joven se detuvo, en tensión, y se volvió hacia ella.

      Christian y Allegra d’Ascoli se observaron un momento, en silencio. La mujer no hizo ningún gesto, ningún movimiento, no dijo una palabra. Solo miró al shek, con un profundo brillo de comprensión en la mirada.

      Christian también pareció comprender. Alzó la mirada hacia la escalera, hacia la habitación donde había dejado a Victoria, dormida. Allegra asintió. Christian esbozó una media sonrisa y salió de la casa.

      Allegra no dijo nada, no se movió. Solo cuando el shek abandonó la mansión, fue a la puerta principal, para volver a cerrarla con llave.

      Después se estremeció, como si hubiera sentido que unos ojos invisibles la observaban. Alzó la mirada, y dijo, con disgusto, pero también con firmeza:

      —Fuera de mi casa.

      Lejos de allí, el agua del cuenco se volvió turbia, y la espía emitió una exclamación de rabia y frustración. Se esforzó por recuperar la imagen de la mansión, pero las aguas siguieron mudas y oscuras como el fondo de una ciénaga.

      Furiosa, arrojó al suelo el contenido del cuenco.

      Después se tranquilizó y pensó que, después de todo, no necesitaba seguir observando a través del agua encantada.

      Ya había visto bastante, y ya sabía todo lo que necesitaba saber.

      Victoria se vio de pronto en un bosque frío y oscuro, y sintió miedo. Miró a su alrededor, buscando a sus amigos: a Jack, a Christian, a Alexander, o incluso a Shail, aunque sabía que él no volvería. Pero estaba sola.

      Avanzó a través de la espesura, pero su ropa se enredaba con las zarzas, las ramas más bajas arañaban su piel, y sus pies descalzos tropezaban con las raíces, una y otra vez. Por fin, Victoria cayó de bruces al suelo, y sus rodillas golpearon la fría y húmeda tierra. Temblando, se acurrucó junto al tronco de un árbol, sin entender todavía qué estaba haciendo allí.

      Entonces, un suave resplandor avanzó hacia ella entre los árboles. Victoria se incorporó, alerta, dispuesta a huir o a pelear si era necesario. Pero aquella luz no parecía agresiva. Había algo en ella que la relajaba y que inundaba su corazón de una sencilla e inexplicable alegría.

      La criatura luminosa salió entonces de la espesura y caminó hacia ella.

      Victoria se quedó sin aliento.

      Era un unicornio, inmaculadamente blanco, de crines plateadas como rayos de luna. Se movía con una gracia sobrenatural, e inclinaba el cuello delicadamente hacia delante, mirando a Victoria a los ojos mientras avanzaba hacia ella. La chica no podía moverse. Los ojos del unicornio reflejaban una extraña luz sobrenatural y le transmitían tantas cosas...

      La criatura se detuvo ante ella. Su largo cuerno en espiral era hermoso, pero parecía un arma temible; y, sin embargo, Victoria no tuvo miedo. Le parecía que se reencontraba con un viejo amigo. Tuvo ganas de acariciar su sedosa y resplandeciente piel, de peinar con los dedos sus crines argénteas, pero solo pudo sostener la mirada de aquellos ojos oscuros que reflejaban su propia imagen.

      Y entonces la conoció.

      —Lunnaris –susurró.

      Ella ladeó la cabeza y bajó los párpados en un mudo asentimiento. Tragando saliva, Victoria se acercó más a la criatura y pasó los brazos por su largo y esbelto cuello. El unicornio no se movió.

      —¿Por qué he tardado tanto en encontrarte? –le preguntó Victoria–. Te he buscado en cinco continentes, Lunnaris; te he llamado en sueños; he gritado tu nombre a las estrellas. Pero tú no respondías.

      El unicornio no dijo nada, pero bajó la cabeza y frotó la quijada contra ella, tratando de consolarla.

      —Shail te quería, ¿lo sabes? –dijo Victoria, con los ojos llenos de lágrimas–. Te salvó la vida y luego consagró la suya a buscarte para salvarte otra vez. ¿Por qué lo abandonaste? ¿Por qué lo dejaste morir?

      Lunnaris se apartó de ella con suavidad y volvió a mirarla a los ojos. Victoria se vio reflejada en ellos, dos pozos luminosos llenos de infinita belleza y antigua sabiduría, pero no comprendió lo que el unicornio quería decirle.

      Entonces se oyó un ruido lejano, algo que sonó como una puerta al abrirse, y Lunnaris volvió la cabeza con una ligereza que habría envidiado cualquier cervatillo y alzó las orejas, alerta.

      —No –le pidió Victoria–. No te vayas. Por favor, quédate.

      Pero el bosque se iluminó de pronto, y Lunnaris se volvió hacia Victoria para mirarla una vez más, mientras su imagen se difuminaba y desaparecía bajo la luz de la mañana.

      —¡Lunnaris! –la llamó Victoria.

      —Lunn... –murmuró, dando la espalda a la ventana y tratando de taparse la cabeza con la manta.

      —Arriba, dormilona –dijo la voz de su abuela–. ¿Sabes qué hora es? Son más de las doce.

      Victoria abrió los ojos, parpadeando bajo la luz del día.

      —¿Las doce? –repitió, desorientada–. ¿Por qué... por qué no ha sonado el despertador?

      —Porque hoy es sábado y no lo has puesto. ¿O tenías pensado ir a alguna parte? Porque, si es así, me parece que tendrás que cambiar de planes.

      —¿Por qué? –preguntó Victoria, despejándose del todo.

      Su abuela estaba de pie junto a la ventana y miraba a través del cristal con expresión pensativa.

      —Pues porque llueve a cántaros, hija. Mira qué día tan feo ha salido.

      Victoria giró la cabeza. Efectivamente, un manto de pesadas nubes grises cubría el cielo, y una densa lluvia caía sobre la mansión.

      —Da igual –dijo–. No tenía pensado ir a ninguna parte.

      Su abuela se volvió hacia ella y le sonrió, pero de pronto la sonrisa se quedó congelada en su rostro. Se quedó mirando fijamente a Victoria, muy seria, y a la chica le pareció que se ponía pálida.

      —¿Abuela? –preguntó, insegura–. ¿Qué pasa? Allegra volvió a la realidad.

      —Nada, niña –sonrió, pero a Victoria le pareció una sonrisa forzada–. Me ha parecido que hoy estás... diferente.

      —¿Diferente? ¿En qué sentido?

      —No me hagas caso, son tonterías mías –concluyó, dando por zanjada la cuestión–. Te doy dos minutos más.

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