Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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tragó saliva, y lo abrazó aún con más fuerza.

      —Es horrible.

      —Lo sé. Pero así son las cosas. Victoria se tragó las lágrimas.

      —Entonces –dijo– disfrutemos de este momento. Aún quedan varias horas hasta el amanecer.

      Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Christian, y él la estrechó entre sus brazos, enredó sus dedos en el cabello oscuro de Victoria y la besó en la frente, con ternura.

      Lejos de allí, lejos de su percepción, lejos de sus miradas, unos dedos largos y finos se deslizaban sobre un cuenco de agua, y una voz melodiosa susurraba unas palabras mágicas. El agua cambió de color, se oscureció, tembló durante un instante y después, lentamente, se aclaró hasta mostrar una imagen con nitidez.

      Era de noche; bajo la luna y las estrellas se apreciaba una mansión; en la parte trasera se extendía un jardín, que acababa en un mirador que dominaba una extensión arbolada. Sobre el banco de piedra del mirador había dos figuras; una vestía de blanco, la otra, de negro. Y los dos se abrazaban con fuerza, como si aquella fuera la última noche de sus vidas.

      Los dedos se crisparon sobre la imagen, y la voz melodiosa siseó, enfurecida.

      X

      EL OJO DE LA SERPIENTE

      T

      ENGO que irme –susurró Christian, separándose de Victoria con suavidad.

      —No –suplicó ella–. No, por favor. Quiero volver a verte... –se calló enseguida, consciente de lo que significaban aquellas palabras–. No quiero volver a verte –se corrigió–. Lo que quiero es que no te marches.

      Christian la miró.

      —No me iré del todo –dijo–. Quiero hacerte dos regalos. Ven, mira.

      Alzó la mano para mostrarle el anillo que llevaba. Victoria se estremeció. Lo recordaba bien; se había fijado en él dos años atrás, en Alemania. Era un anillo plateado con una pequeña esfera de cristal, de color indefinido, engastada en una montura con forma de serpiente, que enroscaba sus anillos en torno a la piedra. Victoria sabía que Christian siempre llevaba puesto ese anillo, pero a ella no le gustaba mirarlo, porque siempre tenía la sensación irracional de que era un ojo que la observaba.

      —¿Sabes lo que es esto? –preguntó Christian en voz baja.

      Victoria negó con la cabeza.

      —Se llama Shiskatchegg –dijo él–. El Ojo de la Serpiente.

      Victoria lanzó una exclamación ahogada.

      —¡Shiskatchegg! He oído hablar de él. No sabía que fuera un anillo. Pero sé que en la Era Oscura, el Emperador Talmannon lo utilizó para controlar la voluntad de todos los hechiceros –añadió, recordando todo lo que Shail le había contado al respecto.

      —Hace siglos que los sacerdotes lo despojaron de ese poder, una vez acabada la guerra. Pero los sheks lograron recuperar el anillo. Dicen que es uno de los ojos de Shaksiss, la serpiente del corazón del mundo, la madre de toda nuestra raza.

      —No debe de ser una serpiente muy grande –se le ocurrió decir a Victoria.

      —Shiskatchegg es mucho más grande por dentro que por fuera. Su pequeño tamaño es solo aparente. En cualquier caso, es uno de los símbolos de mi poder. El otro era Haiass –añadió tras un breve silencio.

      —¿Qué... qué propiedades tiene?

      —Es difícil de explicar. Digamos que recoge parte de mi percepción shek. Es como una extensión de mí mismo. También es uno de los emblemas de mi pueblo. Mi misión era vital para nosotros, y por eso me entregaron a mí el anillo –la miró a los ojos antes de decir–: Pero ahora yo quiero que lo tengas tú.

      Victoria sintió que le faltaba el aire.

      —¿Qué? –preguntó, convencida de que no había oído bien.

      —Te dije que, aunque estuviera lejos, tendría un ojo puesto en ti. Me refería, en concreto, a este ojo.

      Victoria lo miró, preguntándose si estaría de broma. Pero Christian no bromeaba.

      —Mientras lo lleves puesto –le explicó–, yo estaré contigo, de alguna manera. Sabré si estás bien o te encuentras en peligro. Y si alguna vez te sintieras amenazada, no tienes más que llamarme a través del anillo, y yo acudiré a tu lado, estés donde estés, para defenderte con mi vida, si es necesario.

      Mientras hablaba, Christian se quitó el anillo y lo puso, con suavidad, en uno de los dedos de Victoria. Ella tuvo la sensación de que le venía grande; pero, casi enseguida, se dio cuenta de que no era así: le ajustaba a la perfección.

      —¿Lo ves? –susurró Christian–. Le has caído bien; eso es porque sabe que eres especial para mí.

      Victoria parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Se sentía emocionada y tenía un nudo en la garganta, por lo que fue incapaz de hablar. De modo que le echó los brazos al cuello y lo estrechó con todas sus fuerzas. Christian la abrazó a su vez, apoyando su mejilla en la de ella.

      —No te vayas –suplicó la chica–. Por favor, no te vayas. No me importa quién o qué seas, no me importa lo que hayas hecho, ¿me oyes? Solo sé que te necesito a mi lado.

      —¿Es lo que te dice el corazón? –preguntó Christian con suavidad.

      —Sí –susurró Victoria.

      Él sonrió.

      —Si no vuelvo –le dijo al oído–, quiero que, pase lo que pase, permanezcas junto a Jack. Él te protegerá cuando yo no esté. ¿Lo entiendes?

      Victoria sacudió la cabeza.

      —¿Por qué... por qué soy tan importante?

      —Lo eres –Christian la miró a los ojos–. No te imaginas hasta qué punto.

      Se separó de ella.

      —Hasta siempre, criatura –le dijo–. Pase lo que pase estaré contigo, lo sabes. Pero, antes de marcharme, quiero hacerte otro regalo. Mírame.

      Victoria lo hizo, con los ojos llenos de lágrimas. Los ojos azules del shek seguían siendo igual de misteriosos y sugestivos, pero estaban llenos de ternura. Victoria sintió la conciencia de él introducirse en la suya, sondeando su mente, como aquella vez, en Alemania, pero en esta ocasión no tuvo miedo. No quería tener secretos para él, ya no. Quería que supiese que, aunque ella regresara con Jack, aunque daría la vida para proteger la de su amigo, jamás olvidaría a Christian.

      Sintió que le invadía el sueño, y que los párpados le pesaban. Luchó desesperadamente contra aquel súbito sopor, porque no quería separarse de Christian, porque sabía que, si se dormía, cuando despertase él ya no estaría a su lado. Pero la mente del shek era demasiado poderosa, y finalmente Victoria se rindió al sueño y cayó dormida en sus brazos.

      Christian la contempló

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