Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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abuela salió de la habitación y cerró la puerta tras ella. Victoria se dio la vuelta y respiró hondo, intentando ordenar sus pensamientos. Su mano derecha descansaba sobre la almohada, y vio que en su dedo anular todavía relucía, misterioso e inquietante, Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente.

      —No ha sido un sueño –murmuró, recordando su encuentro con Christian, la conversación, todo lo que había sucedido...

      Y entonces se acordó de Lunnaris. La había visto en sueños. ¿Era ese el segundo regalo que le había prometido Christian? Victoria comprendió que sí. El shek había explorado su mente hasta dar con el recuerdo de su encuentro con Lunnaris, y lo había hecho salir a flote. Victoria se preguntó si de verdad había visto al unicornio en aquellas circunstancias, si aquel encuentro se había producido realmente, y, en caso de que así fuera, por qué lo había olvidado. En cualquier caso, ahora comprendía por qué Christian no había tratado de utilizarla para que lo guiara hasta Lunnaris; si aquellos eran todos sus recuerdos acerca de ella, no iban a ser de mucha utilidad.

      Pero había sido hermoso. Lunnaris era una criatura bellísima, pura magia, y Victoria entendía ahora que Shail hubiera estado tan obsesionado con ella. Lo cual hacía todavía más inexplicable que Victoria no la hubiera recordado hasta aquella noche.

      Se incorporó un poco; su cama estaba pegada a la pared, bajo la ventana, y ella se apoyó en la repisa, todavía sentada sobre las mantas, para contemplar la lluvia que caía sobre el jardín. Bajo aquella luz gris, el mirador parecía triste y solitario, y Victoria pensó en Christian y lo echó de menos.

      Por alguna razón, pensar en Christian le hizo acordarse de Jack, que seguía recuperándose en Limbhad. La noche anterior no había ido a visitarlo, y el muchacho sin duda estaría deseando verla. Victoria sonrió, y notó que una agradable calidez inundaba su corazón al pensar en él. Por primera vez, no se sintió confusa, tal vez por lo que Christian le había dicho al respecto. «Los sentimientos no siguen reglas de ninguna clase», recordó Victoria. Estaba empezando a asumir que estaba enamorada de dos personas a la vez. Suspiró. Bien, lo aceptaba, podía vivir con eso.

      El problema era que aquellas dos personas querían matarse el uno al otro. Victoria sabía que no podría evitar aquel enfrentamiento y que, fuera cual fuera el resultado, ella sufriría.

      Evitando pensar en eso, miró el reloj; eran ya las doce y diez. Victoria decidió que bajaría a desayunar y luego iría a Limbhad a ver a Jack.

      Antes de levantarse, se quedó un momento contemplando pensativa la pequeña esfera de cristal de Shiskatchegg; ahora parecía de color verde profundo, y relucía enigmáticamente. Seguía produciendo una extraña turbación en ella, pero Victoria empezaba a acostumbrarse. Acarició la piedra con la yema del dedo, y esta se volvió de un color parecido al granate. Victoria sonrió y besó el anillo con infinito cariño.

      —Para ti, Christian –susurró–. Te quiero.

      «Pero», añadió en silencio, «si haces daño a Jack, te mataré».

      Aún sonriendo, se levantó, se puso una bata y bajó a desayunar.

      Al otro lado del mundo, Christian se estremeció y sonrió a su vez.

      Estaba asomado a la terraza de su casa, un ático que dominaba parte de la ciudad de Nueva York. Era un piso pequeño y con pocos muebles, los justos, pero a Christian le bastaba. No pasaba mucho tiempo allí y, de todas formas, tampoco le gustaban las visitas.

      Por eso, cuando sintió tras él una presencia embriagadora que olía a lilas, ni siquiera se molestó en volverse.

      Gerde se dio cuenta enseguida de que no era bienvenida.

      —Kirtash –dijo no obstante, con voz aterciopelada.

      —¿Qué quieres? –preguntó él, sin alzar la voz, pero con un tono tan gélido que el hada titubeó.

      —Me envía nuestro señor, Ashran. Quiere verte.

      El tono de su voz advirtió a Christian de que algo iba terriblemente mal.

      —Infórmale de que me presentaré ante él de inmediato –murmuró, sin embargo.

      Notó el aura seductora de Gerde todavía más cerca, y por eso no se sorprendió cuando ella le dijo, casi al oído, con voz suave y cantarina:

      —Estás metido en un buen lío.

      Christian se volvió con la rapidez del relámpago, la cogió por las muñecas y la arrinconó contra la pared.

      —No sabes con quién estás hablando –siseó, mirándola a los ojos.

      Gerde apartó la mirada con un escalofrío, temerosa del poder del shek. Sin embargo, esbozó una sonrisa sugerente.

      —Todavía podemos arreglarlo, Kirtash –le dijo en voz baja; se pegó a él, zalamera, y Christian sintió su turbadora calidez a través de las livianas ropas que llevaba ella–. Ashran sabe lo que has hecho, pero todavía no es demasiado tarde. Mátala y quédate conmigo; sabes que solo ella se interpone entre tú y tu imperio en Idhún. Ve y mátala, y ofrece su cabeza a Ashran. Te perdonará.

      Christian entrecerró los ojos. La negra mirada de Gerde estaba cargada de promesas. Pero el shek replicó con frialdad:

      —No me provoques, Gerde. Siento que a cada segundo que pasas aquí te debilitas cada vez más, que estás deseando volver corriendo a tu bosque, que el humo, el acero y el cemento de la gran ciudad marchitan tu aura feérica. Podría dejarte aquí paralizada, en este mismo lugar, y sentarme a ver cómo te consumes poco a poco. Sin remordimientos. Creo que hasta disfrutaría con el espectáculo.

      Por los ojos de Gerde cruzó un relámpago de ira. Se apartó de Christian; este no dejó de notar, sin embargo, que su mirada se volvió, instintivamente, en la dirección en la que, varias calles más allá, se extendía Central Park, el pulmón verde de la ciudad, el único oasis donde Gerde podría refugiarse en muchos kilómetros a la redonda. La voz del hada, sin embargo, no traicionó su despecho cuando dijo:

      —¿No la matarías... ni siquiera para salvar tu propia vida?

      —Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, Gerde –replicó él, pero su voz se había suavizado un tanto.

      El hada negó con la cabeza.

      —No, Kirtash. Ella ya no es asunto tuyo. Ya te lo he dicho: Ashran lo sabe. Sabe lo que le has estado ocultando todo este tiempo.

      Christian no la miró, pero su voz tenía un tono peligroso cuando dijo:

      —¿Qué es lo que pretendes? ¿Quieres que te mate por espiarme, eso es lo que quieres?

      —Sé que no dudarías en hacerlo. Pero Ashran sabrá por qué has acabado conmigo. Y eso empeorará las cosas.

      Hubo un largo silencio.

      —Vete –dijo Christian finalmente.

      Gerde sonrió, sin una palabra. Aquel halo cautivador que la envolvía había ido perdiendo fuerza en los últimos minutos, aplastado por el ambiente asfixiante de la ciudad, que debilitaba su poder; por lo que el hada no tardó en obedecer la orden del shek, y desapareció del ático, dejando en el aire un leve perfume a lilas.

      Christian

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