Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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por vosotros. Alsan, tú tendrías dieciocho años cuando te vi por primera vez en la torre, y... ¿cuántos tienes ahora?

      ¿Veintidós, veintitrés? Deberías tener más de treinta.

      —No es... posible –murmuró Alexander, atónito.

      —¿Pero por qué no me dijiste nada? –estalló Victoria–. Si lo sabías todo, ¿por qué me lo ocultaste?

      Allegra suspiró.

      —Porque quería que vivieses una vida normal, como cualquier niña normal. Luego llegó Kirtash, y antes de que me diera cuenta ya te escapabas todas las noches a un lugar donde yo no podía encontrarte. Yo había oído hablar de la Resistencia y también conocía las leyendas sobre Limbhad: no tuve más que atar cabos. Me di cuenta de que ya conocías gran parte de la información que yo había tratado de ocultarte. Pero también advertí que regresabas todas las mañanas para ir al colegio, para estar aquí, conmigo, para llevar una vida normal. Y eso es lo que he intentado darte, Victoria, porque era lo que necesitabas de mí. Hasta que llegara el momento...

      —¿El momento? –repitió Victoria, mareada.

      —El momento en que todo será revelado –respondió Allegra, levantándose, con decisión–. Y ese momento está cerca. Ya no queda mucho tiempo, así que más vale que dejemos las explicaciones para más tarde.

      —¿Por qué? –quiso saber Alexander, irguiéndose–.

      ¿Qué es lo que va a pasar?

      —Nuestros enemigos están preparando una ofensiva a la casa –explicó Allegra–. He creado una protección mágica alrededor, una burbuja que nos separa del resto del mundo y que, por el momento, nos mantiene a salvo. Pero ellos no tardarán en traspasarla, y debemos estar preparados –miró a Jack y Alexander–. Hemos de defender esta casa. Si nos obligan a retroceder hasta Limbhad, ya no quedará un solo sitio seguro en la Tierra para Victoria.

      Victoria abrió la boca para preguntar algo... muchas cosas, en realidad; pero no podía seguir ignorando el tormento de Christian, no podía seguir hablando cuando él estaba sufriendo.

      —No me importa la casa –dijo, levantándose–. Tenemos que volver a Idhún ahora. Están torturando a Christian y, si no hacemos algo pronto, lo matarán...

      —Christian es Kirtash –explicó Jack, algo incómodo.

      —Lo había supuesto –asintió Allegra–. Lo he visto rondar por aquí más de una vez.

      —¿Cómo? –rugió Alexander; sus ojos se encendieron con un fuego salvaje–. ¿Lo sabías? ¿Y has permitido que se acercase a ella? ¿Qué clase de protectora eres tú?

      Allegra sostuvo su mirada sin pestañear.

      —Kirtash es un aliado poderoso, Alsan. Y ha decidido proteger a Victoria. No soy tan estúpida como para rechazar una ayuda tan providencial como esa. Te recuerdo que no andamos sobrados de recursos.

      —¡Pero es un shek, por todos los dioses! ¡No pienso...!

      —¡Dejad de discutir! –gritó Victoria, desesperada–. ¡Mientras nosotros estamos aquí hablando, Christian se está muriendo! ¡No me importa lo que penséis al respecto, yo voy a...!

      No pudo terminar la frase, porque de pronto algo parecido a un poderoso trueno pareció desgarrar los cielos. Allegra alzó la cabeza, inquieta.

      —Ya está –dijo–. Han pasado.

      Corrió hasta la ventana y se asomó al exterior, preocupada. Alexander no entendía lo que estaba sucediendo, pero siempre había reaccionado con sensatez en momentos de crisis, y se acercó a ella.

      —¿Cuál es la situación? –preguntó con frialdad.

      —Juzga por ti mismo –respondió Allegra, sacudiendo la cabeza.

      Alexander se asomó al exterior. Y no le gustó nada lo que vio.

      La casa estaba rodeaba por docenas de extrañas criaturas que avanzaban hacia ellos bajo la lluvia torrencial. Eran seres andrajosos, de piel pardusca, dientes y garras afilados y ojillos que relucían como ascuas.

      —Trasgos –murmuró Alexander, con un escalofrío. Allegra asintió.

      —No me enorgullece decir que son parte de la gran familia de los feéricos –murmuró–. La magia que poseen es limitada, pero son temibles cuando atacan en grandes grupos, porque eso los hace más fuertes. Normalmente las hadas y los silfos mayores podemos controlarlos, pero estos sirven ahora a una hechicera poderosa, y no tengo dominio sobre ellos.

      —¿Una hechicera poderosa? –repitió Alexander en voz baja.

      Allegra señaló una figura que se erguía más allá, en el jardín, detrás del círculo de trasgos. La lluvia calaba sus finas ropas, que se pegaban a su cuerpo, revelando las formas de su esbelta figura. Su cabello aceitunado caía por su espalda como un pesado manto, chorreando agua. Pero a ella no parecía importarle. Había alzado las manos hacia la casa, y su rostro mostraba una mueca de sombría determinación. Alexander casi pudo sentir la intensa irritación que mostraban sus enormes pupilas negras.

      —Gerde –murmuró Allegra–. Una traidora a nuestra raza. Una de las más poderosas magas feéricas, que ha abandonado la resistencia contra Ashran y se ha unido a él.

      En aquel momento, el trasgo más adelantado llegó a menos de tres metros de la puerta trasera de la mansión; se oyó entonces algo parecido a un estallido, y la criatura lanzó un alarido de dolor y retrocedió, chamuscada.

      —Las defensas de la casa todavía funcionan –murmuró Allegra–, pero no sé por cuánto tiempo.

      No había acabado de decirlo cuando se oyó la voz de Gerde, un grito agudo y autoritario, y todos los trasgos atacaron a la vez. Docenas de espirales de energía brotaron de sus dedos ganchudos y se unieron en un rizo todavía mayor, resplandeciente.

      Alexander reaccionó deprisa, agarró a Allegra del brazo y la apartó de la ventana. Algo chocó contra la mansión con increíble violencia y la sacudió hasta los cimientos. Las paredes temblaron. Pero la casa resistió.

      Jack, que se había quedado en el sofá, abrazando a Victoria, alzó la cabeza, preocupado.

      —¿Qué está pasando?

      —Nos atacan, chico –dijo Alexander, muy serio, desenvainando a Sumlaris–. Saca tu espada y vamos a destrozar a unos cuantos bichos verdes.

      Jack asintió y se levantó, ayudando a Victoria a incorporarse.

      —Victoria –le dijo–, ¿estás bien? Gerde está aquí. Tenemos que defender la casa.

      Victoria alzó la cabeza y se aferró a la mirada de los ojos verdes de Jack como a una tabla salvadora. Sobreponiéndose, trató de olvidarse del sufrimiento de Christian y asintió.

      —Vamos a salir fuera –decidió Alexander–. Lucharemos mejor al aire libre y defenderemos las puertas.

      —¡Vale! –aceptó Jack, decidido, y corrió hacia la puerta del jardín.

      —Yo

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