Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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dentro –respondió ella–. Pero, si la barrera cayese, saldría a luchar con vosotros.

      Alexander asintió y, sin una palabra más, corrió hacia la puerta principal.

      Victoria fue a seguirlo, pero vaciló un momento y se acercó a Allegra. Las dos se miraron un momento. La muchacha observaba a la hechicera como si la viera por vez primera.

      —Pase lo que pase –dijo entonces–, tú siempre serás mi abuela.

      Y, antes de que Allegra pudiera contestar, Victoria la abrazó con fuerza.

      —Siento haberte ocultado todo esto... –murmuró el hada–. Pero era necesario...

      —Lo sé, abuela –la tranquilizó Victoria; hizo un nuevo gesto de dolor cuando, en lo más profundo de su ser, Christian gritó otra vez, en plena agonía–. Christian... –musitó, desolada.

      —Lo sé, Victoria –susurró Allegra.

      Victoria abrió la boca para decir algo, pero oyó que Jack la llamaba desde el jardín. Titubeó un momento.

      —Ve con él –la animó Allegra–. También te necesita. Tal vez no puedas ayudar a Christian ahora... pero sí puedes echarle una mano a Jack.

      Victoria asintió, con una sonrisa, y salió corriendo en pos de su amigo.

      En aquel momento, un nuevo ataque convulsionó los cimientos de la mansión, y Allegra frunció el ceño, irritada.

      —Oh, no, Gerde –murmuró–. No entrarás en mi casa. Ni lo sueñes.

      —Tu nombre, hijo –insistió Ashran, irritado.

      —Chris... tian –jadeó el muchacho.

      El sufrimiento volvió. Christian apenas tenía ya fuerzas para gritar, y su cuerpo, roto de dolor, destrozado por dentro, se retorció sobre las baldosas de piedra.

      —Eres obstinado, muchacho –dijo el Nigromante–. Pero doblegaré tu voluntad, no me cabe duda.

      Hubo una nueva descarga de dolor, más violenta y salvaje que las anteriores, y Christian dejó escapar un alarido.

      Pero no cedió. Una parte de su ser estaba con Victoria y, aunque ella se hallara lejos, en un universo remoto, sentía su calor, su luz, que lo guiaba como una estrella en la más oscura de las noches, y sabía que no estaba solo. Y eso le daba fuerzas. Logró incorporarse un momento para mirar a Ashran a los ojos, respirando con dificultad. El Nigromante aguardó a que hablara.

      Christian sabía que sería castigado por su osadía, pero alzó la cabeza para decir, con sus últimas fuerzas, pero con orgullo y coraje:

      —Me llamo... Christian. Ashran entornó los ojos.

      —Como quieras, hijo. Tendrá que ser por las malas.

      No tardó en escucharse un nuevo alarido de agonía que sacudió la Torre de Drackwen hasta sus cimientos.

      En el jardín, Jack y Victoria peleaban bajo una lluvia torrencial. La espada de Jack ardía como el corazón del sol, y ni siquiera la lluvia lograba apagar su llama. Había visto a Gerde un poco más allá e intentaba avanzar hacia ella, pero la horda de trasgos parecía dispuesta a defender a su señora con la vida; el muchacho tenía que detenerse constantemente a pelear contra aquellas desagradables criaturas, que lo atacaban con hondas, puñales, picos, espadas cortas y, por supuesto, con su magia que, aunque tosca, era agresiva y resultaba efectiva.

      Victoria, en cambio, tenía muchos problemas. Su corazón seguía sangrando y se veía incapaz de concentrarse en la pelea. El sufrimiento de Christian era cada vez más intenso, y casi le parecía escuchar en su alma sus gritos de dolor. Veía a los trasgos a través de un velo de lágrimas, y todo aquello le parecía demasiado fantástico, demasiado irreal, como si se tratase de un sueño. Lo único que le parecía auténtico y verdadero era el tormento de Christian, que, en alguna lejana estrella, estaba pagando muy caro su amor por ella.

      Entonces, algo la golpeó por la espalda y la hizo caer sobre el suelo embarrado. Jadeó de dolor y trató de recuperar el báculo, que había caído un poco más lejos. Algo la levantó con brusquedad y casi le cortó la respiración.

      Alzó la cabeza y vio los ojos negros de Gerde fijos en ella.

      —¿Y eres tú la criatura por la que Kirtash se ha tomado tantas molestias? –dijo el hada, con voz cantarina, pero con un leve tono irritado–. Vaya cosa. Y pensar que nos ha traicionado por ti... que ni siquiera sabes quién eres.

      La arrojó al suelo, y Victoria cayó de nuevo de bruces sobre el barro.

      —Christian –dijo el hada, con una risita burlona y cruel–. No tardarás en morir, Victoria, y tu Christian morirá contigo. No mereces a alguien como él.

      —No –jadeó Victoria.

      Logró incorporarse lo bastante como para alzar la cabeza hacia ella, y descubrió el brillo de la muerte en sus ojos, totalmente negros, y llenos de rabia, rencor... y celos.

      Gerde alzó la mano. Entre sus dedos apareció una llama de fuego azul, que chisporroteó bajo la lluvia mientras se hacía más y más grande.

      —Demasiado fácil –comentó el hada con desdén. Y lanzó la bola de energía contra Victoria.

      Ella cerró los ojos, deseando haber podido hacer algo por Christian, deseando haber podido decirle a Jack que...

      Se oyó algo parecido al chasquido de una enorme hoguera, y Victoria sintió una presencia ante ella. Abrió los ojos.

      Y vio a Jack, plantado entre Gerde y ella, sosteniendo a Domivat en alto, orgulloso y fiero, seguro de sí mismo y, sobre todo, muy enfadado.

      —No te atrevas a tocarla –le advirtió el muchacho, muy serio.

      Gerde había tenido que saltar a un lado para esquivar la magia que había lanzado contra Victoria, y que la espada de Jack había hecho rebotar contra ella. Lo miró un momento, desconcertada, pero Jack no esperó a que ella se recuperara de la sorpresa. Lanzó una estocada directa al corazón del hada.

      Ella reaccionó deprisa. Alzó las manos con las palmas abiertas, generó algo parecido a un destello de luz, y la espada de Jack chocó contra un escudo invisible. Saltaron chispas.

      Los dos se miraron un momento. Jack captó, de pronto, el halo sensual que rodeaba a Gerde, y se quedó contemplándola, fascinado. El hada era ligera y delicada como una flor, pero su rostro, de rasgos extraños y sugestivos, lo atraía con la fuerza de un poderoso imán; los labios de ella se curvaron en una sonrisa cautivadora, y Jack deseó besarlos, sin saber por qué.

      La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.

      —Acércate... –canturreó, y su voz sonó tan seductora como el canto de una sirena.

      Jack bajó la espada y dio un par de pasos hacia ella, embelesado. Pero entonces, la miró a los ojos, y se vio reflejado en ellos, dos enormes pozos negros llenos de secretos y misterios. Y se dio cuenta de que no había luz en aquellos ojos, y echó de menos la clara mirada de Victoria.

      Y

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