Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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y supo que acababa de desbaratar el hechizo que Gerde había intentado arrojar sobre él. El hada lanzó un grito de rabia y frustración y lo miró con odio, y Jack se dio cuenta de que su rostro ya no le parecía tan hermoso. Blandió a Domivat y se lanzó contra ella.

      En aquel momento, Victoria gritó, arrodillada sobre el barro, bajo la lluvia inmisericorde. El dolor de Christian era cada vez más intenso, y la muchacha sabía que él no aguantaría mucho más. La sola posibilidad de que Christian pudiera morir por su culpa le resultaba insoportable.

      Y, en su dedo, Shiskatchegg seguía transmitiéndole las emociones de Christian, y Victoria no pudo aguantar más. Echó la cabeza atrás y volvió a gritar por Christian, por no poder hacer nada por él y tener que verse obligada a saber lo mucho que estaba sufriendo.

      Jack se volvió hacia ella, desconcertado, y eso casi le costó la vida. Gerde lanzó un ataque mágico contra él, y aquella energía le dio de lleno en el hombro, lanzándolo violentamente hacia atrás.

      —¡Jack! –gritó Victoria.

      Se incorporó a duras penas. Vio que Jack se levantaba, tambaleándose; vio que miraba a Gerde con un brillo de determinación en los ojos, y supo que debía ayudarle. Intentó correr hacia él, pero el anillo volvió a decirle, una vez más, lo mucho que estaba sufriendo Christian, y Victoria tropezó con sus propios pies y cayó al suelo. Sintió que la invadía la ira y la impotencia. Alzó la cabeza para mirar a Jack, lo vio lanzar estocadas contra la hechicera, ignorando su hombro herido, y supo que tenía que hacer algo. No serviría de nada que se quedase ahí, sufriendo por Christian, sin poder hacer nada por él. Se levantó de nuevo.

      Otra vez, el dolor de Christian la sacudió como una descarga, y en esta ocasión fue mucho más intenso. Victoria gritó y, sin poder soportarlo más, se arrancó el anillo del dedo.

      Y entonces, silencio.

      Shiskatchegg titiló un momento, y su luz se apagó.

      Muy lejos de allí, en la Torre de Drackwen, Christian gritó de nuevo. Buscó la luz en la oscuridad, pero en esta ocasión, no la encontró. Y se sintió de pronto muy solo y vacío, y un soplo helado le apagó el corazón.

      «¿Victoria?», la llamó, vacilante. Pero ella no contestó. Podía estar muerta, o tal vez lo había abandonado a su suerte. Cualquiera de las dos posibilidades resultaba angustiosa.

      «Victoria...», repitió Christian.

      Pero, de nuevo, solo se escuchó el silencio. Y Christian se vio solo, solo entre tinieblas, demasiado débil para resistir aquel manto de hielo que poco a poco se iba apoderando de su alma.

      Victoria notó como si la hubieran liberado de una pesada carga. Sabía que Christian seguía sufriendo, pero ya no lo sentía de la misma manera que antes.

      Miró a su alrededor; vio que todo el jardín estaba sembrado de cadáveres de trasgos, y que apenas quedaban unos cuantos en pie, y contempló a Jack con un nuevo respeto.

      Con todo, el chico empezaba a estar cansado, y Gerde era una enemiga peligrosa.

      Victoria recogió su báculo y acudió en ayuda de su amigo.

      Tres trasgos le salieron al encuentro, pero Victoria, furiosa, volteó el báculo y los hizo estallar a todos en llamas.

      Jack la vio y sonrió. Y ya no le hizo falta la ayuda de nadie. Seguro de que Victoria sabría cuidarse sola, lanzó un nuevo golpe hacia Gerde, liberando gran parte de su energía oculta a través de la espada. La hechicera intentó defenderse, pero Domivat resquebrajó su defensa mágica, al igual que, días atrás, había quebrado a Haiass.

      Hubo una llamarada y un grito y, cuando Victoria pudo volver a mirar, vio a Gerde en el suelo, contemplando, temerosa, a Jack, que se alzaba ante ella, temblando de cólera, con la espada todavía irradiando energía ígnea y un extraño fuego iluminando sus ojos verdes.

      Victoria se reunió con él; algo en su frente centelleaba como una estrella, y su aura parecía proyectar una energía pura y antigua, una magia que estaba más allá de la comprensión humana. Gerde los miró y los vio diferentes, más poderosos, seres formidables contra los que no podía luchar. Sacudió la cabeza y lanzó un amargo grito de rabia.

      Y su cuerpo generó una luz tan intensa que Jack y Victoria tuvieron que cerrar los ojos y, cuando los abrieron, el hada ya no estaba allí.

      Jack y Victoria se miraron. Quedaron atrapados en los ojos del otro durante un segundo en el que el tiempo pareció detenerse; y después, heridos y agotados, pero satisfechos, se abrazaron con fuerza.

      Habían vencido.

      Ashran rió suavemente. A sus pies, el muchacho seguía temblando, encogido sobre sí mismo. Parecía que nada había cambiado y, sin embargo, el Nigromante intuía que sus esfuerzos por fin empezaban a dar fruto.

      —Dime quién eres –exigió, por enésima vez.

      El joven se levantó, vacilante. Logró ponerse de pie. Sacudió la cabeza para apartar el pelo de la frente y clavó en el Nigromante una mirada tan fría como la escarcha.

      —Soy Kirtash, mi señor –dijo, con una voz demasiado indiferente para ser humana.

      Ashran asintió, complacido. Se volvió un momento hacia la puerta, donde aguardaba, en un silencio respetuoso, un szish, uno de los hombres-serpiente de su guardia personal, y le hizo una seña. La criatura avanzó hacia él y le tendió el bulto estrecho y alargado que portaba entre las manos. Ashran lo cogió y se lo entregó a Kirtash, que lo tomó con sumo cuidado y lo desenfundó. El suave brillo glacial de Haiass iluminó su rostro, y el joven sonrió, satisfecho. La espada volvía a estar entera.

      —Bienvenido a casa, hijo –dijo Ashran, sonriendo también.

      Victoria cayó de rodillas sobre el barro. Había dejado de llover, y unos tímidos rayos de sol empezaban a iluminar el jardín.

      —Por favor... –suplicó la muchacha, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor, dime que estás ahí. Dime que existes todavía. Te lo ruego.

      Pero Shiskatchegg, que adornaba de nuevo su dedo, permaneció mudo y frío. Victoria se encogió sobre sí misma y se llevó la piedra a los labios.

      —Christian –susurró–. Christian, lo siento. Por favor, dime que no te has ido. Por favor... perdóname...

      Se le quebró la voz y se echó a llorar, encogiéndose sobre sí misma. La luz de Christian se había apagado, no sentía a nadie al otro lado. Y eso quería decir que, probablemente, el joven shek estaba muerto. Victoria gritó a los cielos el nombre de Christian, mientras Allegra y Alexander la observaban, sin saber qué hacer para consolarla.

      Jack se acercó, se arrodilló junto a ella y la abrazó por detrás. Victoria siguió llorando la pérdida de Christian, mientras pronunciaba su nombre una y otra vez, y besaba el anillo, ahora muerto y frío; y Jack la abrazaba con fuerza, en silencio, meciéndola suavemente, tratando de calmar con su presencia aunque solo fuera una mínima parte de su dolor.

      Victoria alzó la mirada hacia lo alto y aún susurró:

      —Christian...

      Pero en el fondo sabía que él ya no podía escucharla.

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