Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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todos eran como Victoria, seguro –murmuró Jack; recordó entonces una cosa y alzó la cabeza para mirar a su amigo–. Kirtash le contó a Victoria que vio una vez un unicornio, cuando era niño. ¿Crees que lo habrá olvidado?

      —Por el bien de Victoria, espero que no.

      Jack sintió que la angustia volvía a apoderarse de él y giró bruscamente la cabeza para que Alexander no lo viera llorar. Pero sus hombros se convulsionaron con un sollozo, y su amigo se dio cuenta. Le pasó un brazo por los hombros, consolador.

      —Sé fuerte, chico. Ten fe.

      —¿Fe? ¿En qué? ¿En quién? –replicó él con amargura–. Lo único que puedo pensar ahora, Alexander, es que quiero verla otra vez, quiero ver su sonrisa y esos ojos tan increíbles que tiene, quiero... abrazarla de nuevo... y no dejarla marchar, nunca más.

      Alexander lo miró con tristeza, pero no dijo nada.

      —No soporto estar aquí sentado sin hacer nada –murmuró Jack–. No se me da bien esperar. Tengo ganas de gritar, de pegarle a algo, de destrozar cualquier cosa... Por eso estoy aquí. Si vuelvo a entrar en la casa, es muy probable que la emprenda a puñetazos con lo primero que encuentre.

      Alexander lo observó un momento y entonces se levantó de un salto y le tendió un objeto estrecho y alargado. Jack lo miró en la semioscuridad, lo reconoció y comprendió lo que quería decir. Asintió y se puso en pie de un salto, con decisión. Cogió aquello que le entregaba su amigo y lo siguió a través del bosque.

      Alexander se detuvo en la explanada que se extendía entre el bosque y la casa y se volvió hacia Jack.

      —En guardia –dijo, desenvainando la espada que había traído.

      No era una espada de entrenamiento. Era Sumlaris, la Imbatible. Y el acero que desenvainó Jack tampoco era uno cualquiera. Se trataba de Domivat, la espada de fuego.

      —Listo –murmuró Jack, alzando su arma.

      Alexander atacó primero. Jack se defendió. Los dos aceros chocaron, y la violencia del encuentro estremeció la noche. Retrocedieron unos pasos, pero Jack volvió a la carga casi enseguida.

      Al principio se contuvo. Sabía que, aunque estaban peleando con sus espadas legendarias, aquella no era más que otra práctica. Pero el dolor y la impotencia que sentía por la pérdida de Victoria fueron liberándose poco a poco a través de Domivat. Casi sin darse cuenta, fue imprimiendo cada vez más fuerza y más rabia a sus golpes y, cuando por fin descargó una última estocada sobre Alexander, con toda la fuerza de su desesperación, fue consciente de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Gritó el nombre de Victoria y dejó que su poder fluyera a través de la espada.

      Pero Sumlaris lo estaba esperando, sólida como una roca, y aguantó a la perfección el golpe de Domivat. La violencia del choque los lanzó a los dos hacia atrás. Jack cayó sentado sobre la hierba y sacudió la cabeza para despejarse. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho.

      Vio a Alexander un poco más allá, con una rodilla hincada en tierra, respirando fatigosamente. También él había liberado toda la rabia de su interior. Sus ojos relucían en la noche y su rostro era una máscara bestial, una mezcla entre las facciones de un hombre y los rasgos de un lobo. Gruñía, enseñando los colmillos, y la mano que sostenía a Sumlaris parecía más una zarpa que una mano humana.

      Pero, por encima de todo aquello, Jack vio que la ropa de Alexander estaba hecha jirones, y que su piel mostraba graves quemaduras, aunque él no pareciera notarlo. Titubeó y, aunque percibía el peligro que implicaba tener cerca a Alexander en aquel estado, dejó caer la espada.

      Domivat creó un círculo de fuego a su alrededor, calcinando la hierba en torno a ella; pero no tardó en apagarse. Jadeando, Jack miró a su amigo.

      —Lo siento, Alexander –dijo–. No... no quería hacerte daño.

      Hubo un tenso silencio. Alexander dejó de gruñir por lo bajo y el brillo de sus ojos se extinguió. Jack vio como el joven recuperaba, poco a poco, su aspecto humano.

      —No importa, chico –dijo él entonces, con voz ronca–. Si tienes que pegarte con alguien, mejor que sea conmigo.

      Jack hundió el rostro entre las manos.

      —Y lo peor de todo –murmuró– es que con esto no voy a ayudar a Victoria. Porque no es contigo con quien tengo que luchar, Alexander –movió la cabeza, abatido, pero cuando alzó la mirada, el fuego del odio llameaba en sus ojos–. La próxima vez que vea a Kirtash, lo mataré. Juro que lo mataré.

      Desde las almenas de la Torre de Drackwen, Kirtash, pensativo, contempló el paisaje que se extendía más allá.

      Fuera se había desencadenado una terrible batalla entre las fuerzas de Ashran y el grupo de renegados que estaba atacando la torre. Se trataba de una coalición liderada por los magos de la Torre de Kazlunn, uno de los pocos lugares de Idhún que resistía al imperio del Nigromante. Junto a ellos luchaban también feéricos, humanos y celestes, que, a pesar de ser un pueblo pacífico, atacaban ahora desde el cielo montados en unos enormes y hermosos pájaros dorados. Kirtash había visto también varios gigantes en las filas de los renegados, lo cual no dejaba de resultar sorprendente. Los gigantes, seres robustos y fornidos como rocas, de más de tres metros de altura, vivían en las heladas cordilleras del norte, amaban la soledad y no solían frecuentar la compañía de las demás razas.

      Pero aquella alianza no tenía nada que hacer contra el poder de Ashran. Un ejército de szish, los temibles hombres-serpiente, defendía la torre de los ataques por tierra, mientras que un grupo de sheks atacaba desde el aire, y los bellos pájaros dorados de los celestes caían ante ellos como moscas. Kirtash dirigía todos sus movimientos desde lo alto de la torre. Podía comunicarse telepáticamente con los sheks; en cuanto a los hombres-serpiente, si bien su mente no era tan sofisticada como la de las serpientes aladas, sí podían captar las órdenes de Kirtash. Jamás se habrían atrevido a desobedecerle, porque ellos sabían que aquel muchacho no era un simple humano, ni sencillamente el hijo de Ashran... sino una de aquellas poderosas criaturas que atacaban a los renegados desde los cielos.

      En alguna parte, los magos estaban asaltando la torre, poniendo en juego todo su poder, y sus cimientos temblaban de vez en cuando, sacudidos por una magia furiosa y desesperada, que ya no tenía nada que perder.

      Kirtash era consciente de ello. Sabía que, por mucho que la magia de aquellos hechiceros golpease la Torre de Drackwen, jamás lograrían quebrar el escudo que estaba generando la energía extraída a través de Victoria.

      Victoria...

      Kirtash intentó apartar aquel nombre de su mente. Llevaba un buen rato sintiendo una ligera e incómoda angustia en el fondo de su corazón, y comprendía muy bien a qué se debía. Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, todavía relucía en el dedo de la muchacha, y a través de él, Kirtash podía percibir parte de su dolor. Y no debería afectarle, pero el caso era que, de alguna manera y en algún recóndito rincón de su alma, lo hacía. Entornó los ojos, pensando que habría debido quitarle a la fuerza aquel condenado anillo cuando había tenido la oportunidad. Por más que Shiskatchegg no pareciera dispuesto a regresar con su legítimo dueño.

      Kirtash vio cómo el sinuoso cuerpo de un shek se abalanzaba sobre uno de los pájaros dorados; una de sus enormes alas tapó su campo de visión, pero él sabía perfectamente cuál iba a ser el resultado de aquel enfrentamiento. Nadie podía plantar cara a los sheks.

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