Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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creo que sí –blandió a Domivat, miró fijamente al caballero mecánico, inspiró hondo y dijo–: En guardia.

      —¡Jack, aquí no! –exclamó Shail, alarmado–. ¡Tienes una sala de entrenamiento, esto está lleno de...!

      Demasiado tarde. El autómata alzó la espada y arremetió contra Jack. El muchacho conocía aquel movimiento, y también la defensa que tenía que emplear. Movió su propia espada para detener el golpe del autómata, y cuando las dos armas chocaron, Jack percibió que de la suya emanaba un imparable chorro de energía.

      Fue visto y no visto. El autómata y su espada estallaron en mil pedazos.

      Jack, sorprendido, se cubrió el rostro con los brazos para evitar que lo alcanzasen los restos del caballero mecánico. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio a Shail, completamente pálido, contemplado los trozos del autómata que habían caído a sus pies.

      —Lo siento –dijo Jack, compungido–. No sabía que iba a pasar esto.

      Shail movió la cabeza, preocupado.

      —Me parece que no se trata de que debas aprender a manejarla –dijo–, sino de que tienes que saber controlar su poder.

      —¿Cómo puedo hacer eso?

      —Alsan te lo habría explicado mejor que yo. Es una cuestión de autodominio. La espada responde a tu voluntad y, si te dejas llevar por la furia o no controlas tu cuerpo y tu mente en todo momento, se desatará toda su fuerza.

      —Pero eso no es tan malo, ¿verdad? –respondió Jack, imaginando por un momento que Kirtash saltaba en pedazos, igual que le había sucedido al autómata.

      —Sí que lo es. No entiendo de esgrima, pero sí sé algo sobre la magia: siempre debes utilizarla en su justa medida; nunca desates todo tu poder, porque después no podrás controlarlo. Además, tu enemigo puede aprovechar tu fuerza en su favor.

      Jack se sintió muy abatido de pronto. Siempre había admirado a Alsan por su autocontrol y su dominio de sí mismo, pero tenía que admitir que, si alguien superaba a su amigo en nervios de acero, ese era, desde luego, Kirtash.

      Pero Domivat seguía en sus manos, y Jack la sentía casi como una prolongación de su cuerpo. Y supo que lograría dominarla, porque, de alguna manera, era ya una parte de sí mismo.

      —De acuerdo –dijo, y dio media vuelta para salir de la sala.

      —Espera, ¿adónde vas?

      —A aprender a controlar esta espada.

      Shail lo siguió hasta la sala de entrenamiento. Jack se había colocado en el centro, con la espada sujeta en alto con las dos manos, y respiraba profundamente, con el ceño fruncido en señal de concentración. Shail se alejó un poco, con prudencia. Entonces, Jack descargó su arma contra un enemigo invisible, ejecutando un movimiento que Alsan le había enseñado. Domivat llameó en el aire e iluminó la sala con un resplandor rojizo. Jack apretó los dientes y realizó una finta, blandiendo la espada en un ataque lateral. En esta ocasión, el acero pareció desprender menos calor.

      —Ya comprendo –dijo Jack; alzó la mirada hacia Shail–. Creo que tardaré un poco.

      —Tómate tu tiempo –replicó el mago, aún perplejo–. Voy a ver a Victoria, tengo algo que hablar con ella.

      Jack asintió, concentrado todavía en su espada. Realizó varios movimientos más, fintas, ataques y defensas, y se concentró en mantener sometido todo el fuego de Domivat. Había comprendido que la espada solo descargaría un poder proporcional a la fuerza que quisiera imprimirle a su golpe, y recordó lo ágil que era Kirtash y lo fácilmente que había esquivado los ataques de Alsan la noche en que este le había salvado la vida. Jack podía descargar todo su odio en un golpe letal pero, si Kirtash lograba evitarlo, Jack habría malgastado su fuerza en vano, y probablemente entonces ya sería demasiado tarde para rectificar.

      «Control», pensó, y recordó todo lo que Alsan le había enseñado. Ejecutó un último movimiento, más complejo; sometió el poder de la espada en todas las fintas y dejó escapar una parte en el golpe final, que descargó contra el armario donde guardaban las espadas de entrenamiento. El mueble estalló en llamas, pero nada más resultó dañado. Jack asintió, satisfecho.

      —Ya voy, Alsan –murmuró–. Aguanta.

      Alsan gritó de nuevo, en plena agonía. Su cuerpo llevaba un buen rato sufriendo horribles mutaciones. El joven había sentido cómo le crecía pelo por todo el cuerpo, cómo se le alargaba la cara hasta convertirse en un hocico, cómo sus dientes se volvían afilados colmillos, sus manos garras y su voz un gruñido. Los cambios iban y venían, y el vello crecía y desaparecía, y su rostro, contraído en una mueca de dolor, mostraba rasgos humanos o lobunos.

      Shail encontró a Victoria en la explanada que se extendía entre la casa y el bosquecillo. Estaba de espaldas a él, y el mago se preguntó qué andaría haciendo. Apenas avanzó unos pasos cuando se dio cuenta, con horror, de lo que sostenía en las manos.

      —¡Vic, no lo hagas! –gritó, echando a correr hacia ella. Pero ella no lo oyó. Volteó el Báculo de Ayshel, y Shail vio cómo el objeto se encendía como un lucero en mitad de la noche. Un reluciente haz de luz salió disparado de la bola de cristal que remataba el báculo y fue a estrellarse contra los árboles más próximos, que estallaron en llamas.

      Shail se detuvo un momento, perplejo. Victoria se volvió hacia él, con expresión culpable.

      —¡No sabía que podía hacer esto! –se excusó; Shail recordó la manera en que, momentos antes, Jack se había disculpado por destrozar el autómata, y pensó que los dos chicos tenían en común muchas más cosas de las que parecían creer–. ¡La última vez no generaba tanto poder!

      —La última vez estabas en pleno desierto, Vic –le recordó él, llegando junto a ella–. Este lugar, en cambio, respira vida por los cuatro costados. La energía que puede llegar a canalizar el báculo no es la misma. De todas formas, ¿qué pretendías hacer exactamente?

      —Aprender a usarlo.

      —¿Ahora?

      —Claro; me lo voy a llevar a Alemania.

      —¿Qué? –saltó Shail–. ¡Ni se te ocurra! ¡Es lo que quiere Kirtash!

      Victoria alzó la cabeza y lo miró con decisión.

      —Lo sé; pero, si no lo hago, no seré más que una carga en el grupo. Y no vas a dejarme atrás, Shail. Esta vez no.

      Shail desvió la mirada. Lo cierto era que, aunque había contado con ella mientras elaboraba su plan de rescate, había cambiado de idea y había decidido pedirle que se quedara en Limbhad.

      —Vic, es muy peligroso. Va a ser mejor que nos esperes aquí y, entretanto, intentes ver si el báculo puede darte alguna pista sobre Lunnaris.

      Fue para Victoria como si acabase de recibir una bofetada.

      —Entiendo –murmuró, herida, y le dio la espalda para volver a la casa.

      Tal vez fue su tono de voz, o tal vez fue su expresión, o la situación en general; pero en aquel mismo momento, Shail comprendió muchas

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