Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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Alsan parpadeó, perplejo, pero entonces intuyó, de alguna manera, lo duros que habían sido para Jack aquellos dos años. Casi pudo sentir su soledad, su desesperación, su miedo. Y también él se preguntó dónde había estado Jack durante todo aquel tiempo, qué había hecho... y por qué no estaba en Limbhad, con Victoria.

      —Ya pasó, chico –murmuró, dándole unas palmaditas en la espalda, tratando de calmarlo–. Ya estoy aquí, ¿de acuerdo? No voy a marcharme otra vez. Ya no estás solo. No volverás a estarlo nunca más. Te lo prometo.

      Jack pareció recobrar la compostura. Se separó de él, desvió la mirada y dijo, intentando justificarse:

      —Sí, bueno... es que me han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Además, ha sido... demasiado tiempo sin saber nada de nadie.

      El joven lo miró y esbozó una sonrisa que recordó a las del Alsan de antes.

      —Estás sudando y asfixiado de calor, chico –dijo–. Mejor vámonos a la sombra, te invito a una coca-cola y hablamos con calma, ¿hace?

      Jack aceptó, agradecido. Nunca había soportado el calor. En verano necesitaba ducharse todas las noches con agua fría antes de acostarse para poder dormir. Todavía se preguntaba cómo había permitido que la estación estival lo sorprendiera en Italia, en lugar de haberse marchado a algún país del norte al final de la primavera.

      Se dirigieron a la cafetería más cercana. Había un perro tumbado frente a la puerta, un pastor alemán, que alzó la cabeza y gruñó a Alsan, con cara de pocos amigos. El joven se limitó a dirigirle una breve mirada, y el perro agachó las orejas, se levantó y fue a esconderse bajo una mesa, gimiendo de miedo, con el rabo entre las piernas. Jack tragó saliva, incómodo.

      Entraron en el local; al pasar junto a una de las mesas, sus ocupantes miraron a Alsan con cierta desconfianza, y los más cercanos a él apartaron sus sillas. Pero él esbozó una sonrisa siniestra, y todos miraron hacia otra parte.

      —¿Por qué han hecho eso? –preguntó Jack, cuando ambos se sentaron en una mesa junto a la ventana–. No te conocen de nada.

      —Instinto –respondió Alsan, sonriendo de nuevo de aquella manera tan inquietante–. Inconscientemente, la gente reconoce a un depredador cuando lo tiene cerca.

      Jack se estremeció. Quiso preguntar algo, pero entonces llegó el camarero. Jack pidió un refresco de limón, con mucho hielo. Alsan no pidió nada.

      —Al principio vagué de aquí para allá –empezó a contar el joven–, y debo confesar que causé muchos destrozos. De lo cual no me siento orgulloso.

      —Lo sé –dijo Jack en voz baja–. Como el Alma no nos daba ninguna pista acerca de ti, decidí buscarte por mi cuenta. Investigué en los periódicos y en internet... buscando artículos que hablasen de algún tipo de bes..., mons... –se interrumpió, azorado.

      —Bestia o monstruo –lo ayudó Alsan–. Puedes decirlo tranquilamente. Es lo que era, y lo que todavía soy, de vez en cuando.

      —Bueno, yo fui primero a Londres –dijo Jack–, tengo conocidos allí, unos amigos de mis padres. Como hace mucho tiempo que perdimos el contacto con ellos, supuse que no sabrían nada de lo que les pasó, y tenía razón. Pero solo me quedé con ellos unos días, lo justo para saber dónde empezar a buscarte. Vi en internet noticias sobre algunas personas que decían haber visto en el bosque una extraña bestia, un loup-garou –lo miró fijamente–. ¿Por qué Francia?

      —No lo sé, no fue premeditado. Cuando el Alma me preguntó adónde quería ir, no pude pensar en nada más que en irme lo más lejos posible de la civilización, y del lugar donde vivía Victoria. Pero en el fondo no quería alejarme mucho ni perderos de vista. Supongo que por eso no llegué muy lejos.

      »Avancé hacia el este, hacia los Alpes, llegué hasta Suiza, luego el norte de Italia, Austria... siempre por zonas boscosas o montañosas, evitando el contacto con los humanos. Pero era inevitable que de vez en cuando me viera alguien, que trataran de darme caza, de matarme o capturarme... con consecuencias fatales para ellos, en la mayoría de los casos.

      —Yo te seguí la pista por media Europa –musitó Jack–, haciendo autostop o cogiendo algún tren o algún autobús, cuando podía. Lo cierto es que no tenía mucho dinero –confesó–, y he vivido casi como un vagabundo todo este tiempo. A veces he conseguido sacarme algunos euros haciendo recados y chapucillas, pero no mucho, la verdad, solo lo bastante para comer, continuar mi viaje y, de vez en cuando, poder dormir en algún albergue en lugar de tener que hacerlo al raso. A mí también han intentado cogerme muchas veces para meterme en algún orfanato, o reformatorio, pero no les he dejado.

      Le temblaba la voz otra vez. Alsan se imaginó a Jack solo, recorriendo Europa a pie, sin dinero, sin ningún lugar a donde ir, pasando frío en las noches de invierno, y empezó a comprender lo dura que había sido la búsqueda del muchacho. Jack captó su mirada y añadió, tratando de restarle importancia:

      —En el fondo, ha sido divertido. Iba a donde quería, sin ataduras, sin límites. Nunca me había sentido tan libre.

      Sonrió, y Alsan sonrió también.

      —Deberías haberte quedado en Limbhad –le dijo, sin embargo–. Si Kirtash hubiera llegado a encontrarte...

      —No lo ha hecho. Y, aunque así hubiera sido, estoy preparado –vaciló antes de confesar–: Me llevé conmigo la espada, Domivat, cuando abandoné Limbhad. Así he podido entrenar todos los días, repitiendo los movimientos una y otra vez, Alsan, para no olvidar nada de lo que tú me enseñaste.

      Alsan lo miró, emocionado, pero no dijo nada. Jack siguió hablando.

      —Pero te perdí la pista –dijo–. En el sur de Austria.

      Dejé de encontrar noticias acerca de la bestia semihumana, y ya no supe qué pensar. No me quedó más remedio que establecerme allí, buscar un trabajillo... Pero no pude quedarme mucho tiempo, así que seguí dando tumbos de un lado para otro, hasta que llegué aquí, a Chiavari. No me preguntes cómo ni por qué estoy aquí, porque, la verdad, llevo mucho tiempo perdido. Hace un año que no sé nada de ti, y no podía volver a contactar con Victoria. Sabes que yo solo no puedo volver a Limbhad, y tampoco sé dónde vive ella exactamente, ni su teléfono, ni nada. Me marché de allí con tanta precipitación que no se me ocurrió pedírselo.

      Titubeó un momento; estuvo a punto de hablarle de su discusión, del daño que le habían hecho las palabras de Victoria («No te necesito... Márchate y no vuelvas por aquí»), pero el tiempo había curado las heridas, y en aquellos momentos se sentía muy estúpido por haberse dejado arrastrar por una rabieta que ahora le parecía infantil y absurda. Ahora veía las cosas de otra manera; tal vez, si no se hubiera precipitado tanto a la hora de marcharse, habría podido organizar mejor la búsqueda de Alsan, y no habría tenido tantos problemas. Pero se había ido sin tener ningún modo de contactar con Victoria; y, cuando en las frías noches de invierno había tenido que dormir al raso, había echado de menos la cálida casa de Limbhad, y había maldecido mil veces su poca cabeza.

      —Llegué a pensar que nunca más volvería a saber de vosotros –concluyó en voz baja.

      Calló y desvió la mirada, oprimiendo con fuerza la cadena con el amuleto del hexágono que Victoria le había dado tiempo atrás, el día de su llegada a Limbhad, y que todavía conservaba.

      La había echado de menos muy a menudo. Muchísimo. Su suave sonrisa,

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