Violencia social, violencia escolar. Silvia Bleichmar
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MAYOR SEGURIDAD VS. MENOR IMPUNIDAD
En primer lugar, les propongo pensar cómo hacemos para cambiar la agenda que pone el acento en la seguridad, para ponerlo en la impunidad. Porque lo que define el problema de la falta de coto a las distintas formas de violencia no es la inseguridad, sino la impunidad. Por ejemplo, los noticieros de la noche, retomados por los diarios del día siguiente, nos informan que dos policías atropellaron una casa en el conurbano, entraron hasta el living con el automóvil porque estaban totalmente borrachos… y hoy están ejerciendo de nuevo. Es absurdo plantear que el problema del país se soluciona con un mayor presupuesto para la policía. El problema es ver cómo se detienen los bolsones de impunidad que se arman en un país totalmente desgastado, desde hace muchos años, por la impunidad de los estamentos de poder. Esta impunidad infiltró al conjunto de la sociedad, determinó formas de violencia y arrasó con una cultura, no solamente del trabajo, sino de la ética.
De esto se desprende que no se puede educar para el presente, es necesario educar para el futuro. Porque, si educamos para el presente, vamos a estar profundamente desanimados, sobre todo si esta educación para el presente es la de los sectores más postergados. En épocas muy críticas de la humanidad se ha manifestado el problema de cómo se educa en estas condiciones, si se está preparando a un sujeto para un futuro que todavía no se avizora. En este sentido, la educación no puede estar planteada en términos de las condiciones actuales. Muchas veces he bromeado diciendo: “Si uno educara para las condiciones actuales, educaría psicópatas”. Recuerdo que hace muchos años mi hija, que ahora es adulta, me preguntó: “Mamá, ¿vos estás segura de que, si uno se rompe mucho y hace cosas con mucho esfuerzo, un día le va a ir bien?” Y yo le dije, con total desparpajo, sabiendo que no era del todo cierto: “Por supuesto, querida”. Así como en una época les decía a mis hijos que los niños no se morían, también les decía que, si uno se rompía el alma, iba a estar seguro de que le iba a ir bien en la vida.
Uno de los problemas más serios que afrontamos es, precisamente, la forma en que se inscribe la problemática educativa en el adulto como ausencia de futuro y, en los chicos, como inmediatez. ¿Qué quiero decir con esto? Sabemos que, a partir del proceso de reconstrucción que ha vivido la ética, en las escuelas privadas gran parte de los maestros son considerados asalariados de los padres por parte de los hijos y, en las escuelas del Estado, gran parte de los niños consideran a los maestros compañeros de pobreza. Esto, por supuesto, plantea una situación muy difícil: ¿cómo recomponer la confianza en el futuro a partir del conocimiento? La educación no es la transmisión de conocimientos y mucho menos en una época en la cual la tecnología se encarga de producirlos y de impartirlos. Conocemos a una gran cantidad de chicos que fracasan en biología, pero saben un montón por ver Discovery Channel. Acá tenemos un problema de ajuste nuestro con respecto a la intersección entre la tecnología o las nuevas tecnologías y la escuela. Sin embargo, la escuela tiene que cumplir una función que no puede cumplir ninguna tecnología, que es la producción de subjetividad. Y más todavía, en un momento en que los medios en general están en manos de corporaciones, el único lugar que queda para producir una subjetividad realmente potable para el futuro es la escuela. Y ahí es donde se van a ir conformando estas cuestiones que son las que yo quiero plantear con respecto a las legalidades.
En segundo lugar, me parece un tema importante la diferencia entre ética y moral. Justamente, los maestros se preguntan cómo responder a cuestiones que no saben ni siquiera de qué orden son. Consideremos los casos de embarazos adolescentes y las relaciones sexuales, vinculados con el debate que hay actualmente sobre impartir o no educación sexual. Cuando yo fui consultada, dije que el problema no era impartirles la educación, sino procesar la información que los chicos ya traen, es decir, crear situaciones metabólicas.
MORAL VS. NATURALEZA
Además, hay que salir del doble juego de creer que la sexualidad es del orden de la religión o de la naturaleza. No es ni de una ni de otra, sino que pertenece al orden de la cultura. Cuando se plantea, como dilemática, moral versus naturaleza, se abre una falsa disyuntiva, porque el problema está precisamente en que el respeto por sí mismo y por el otro es definido por la ética. La ética siempre está basada en el principio del semejante, es decir, en la forma con la que yo enfrento mis responsabilidades hacia el otro. La ética consiste en tener en cuenta la presencia, la existencia del otro. Si ustedes piensan en los mandamientos, el primer mandamiento es “no matarás”, con lo cual lo que plantea es qué responsabilidades tengo hacia el semejante; mientras que la moral es un conjunto de formas históricas de las que se van tomando los principios con los cuales se legisla. Y muchas veces la opinión pública interviene en la sexualidad privada. A nadie se le ocurriría hoy, en ciertos lugares, pensar que la homosexualidad es una inmoralidad. Sin embargo, sabemos que la violencia, tanto en las parejas heterosexuales como homosexuales, es una falta de ética en cuanto al respeto al semejante. Así, vuelvo a poner en el centro la problemática de la ética.
A partir de este problema se abre otro nuevo, que es el de la relación entre ley, derecho y autoridad. Muchas veces los maestros se plantean: ¿qué pasa con el respeto a la autoridad en un país donde la autoridad estuvo al servicio de la corrupción y del asesinato durante tanto tiempo? Durante años se deconstruyó la confianza básica en quienes tienen la simetría responsable de hacerse cargo de los más débiles: los descuidaron, hicieron usufructo y hasta los aniquilaron. En realidad, ésta es la cuestión: la autoridad no se puede ejercer sin derecho moral; con lo cual vemos que hay dos formas de autoridad, la que se pretende imponer desde el punto de vista de la puesta de límites y la que se plantea cómo instalarse desde el punto de vista de las identificaciones internas, con la legislación que transmite aquel que tiene derecho ético a hacerlo.
Toda ética, es decir, lo que Kant llamó el imperativo categórico, está basada en lo siguiente: “Actúa de tal manera que tu conducta pueda ser tomada como norma universal”. Esto, dicho simplemente, es: “No le hagas al otro lo que no quieres que te hagan”. O sea que lo que yo hago tiene que ser bueno para mí y para el otro: si yo no robo, supongo que el otro no me va a robar; si yo no mato, supongo que el otro no me va a matar. En otras palabras, intento que mi conducta pueda servir para la relación con el otro. Pero hay una degradación de este principio que ha llevado en muchos casos al terror y a las formas perversas de los Estados: “Actúa de tal manera de complacer al legislador”. Esto es lo que se ha planteado en la historia reciente respecto de la Obediencia Debida.
También en la Antigüedad encontramos casos como el de Antígona, que representa el conflicto entre la ley del tirano y la ley humana del entierro a los muertos. Recordemos que Antígona era una joven griega que quería enterrar al hermano y el tirano no la dejaba porque, según él, el muchacho había traicionado a la ciudad. Es verdad que el tirano tenía una ley del entierro, pero en realidad había dos leyes contrapuestas. Una era de carácter universal: “A los muertos se los entierra” (como vemos, esta situación tiene resonancias de la dictadura en nuestro país). La otra ley era: “A los traidores no se los entierra”. Entonces… ¿los traidores han dejado de ser seres humanos y no les corresponde ser enterrados? Y acá viene la idea: para que mis obligaciones éticas se constituyan con respecto al otro, yo tengo que tener una noción del semejante que sea abarcativa.
De las formas perversas que toma la ley hay ejemplos terribles en la historia. Es así cómo el jefe de un campo de concentración podía sentir culpa por no pasar la Navidad con los hijos, pero no la sentía por mandar