Violencia social, violencia escolar. Silvia Bleichmar
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Veamos otro caso. Hace un tiempo pasó algo que me conmovió mucho: una nena se había olvidado la muñeca más querida en la casa de su mejor amiga, una niña de tres años, y esa amiga no pudo dormir en toda la noche pensando que la otra iba a extrañar a la muñeca. Yo dije: acá tengo un sujeto ético, acá tengo a alguien capaz de sentir que el otro está sufriendo, empatizar con el sufrimiento de otro, sentirlo como una responsabilidad propia. Entonces, la crueldad no es solamente el ejercicio malvado sobre el otro, sino que es también la indiferencia ante el sufrimiento del otro. Es una forma de inmoralidad y de crueldad la indiferencia ante el sufrimiento.
Sobre estos principios son sobre los que tenemos que educar, si queremos recomponer un país en el cual podamos reconocer lo profundamente afectados que están nuestros jóvenes. Y tenemos que hacerlo de una manera que no sea una propuesta idealista de hacer todos un pacto de llevarnos bien y entendernos, sino de entender los nexos profundos que hay entre una cultura que durante años propuso el “no te metás” mientras se asesinaba al semejante, que se continuó después en un individualismo de “salvarse solo, a costa de lo que sea” convertido en un principio de vida y una cultura como forma de picardía que se convirtió en modelo de ejercicio social.
Tenemos que partir de reconocer el país que construimos o que deconstruimos para poder educar a los jóvenes en el país que queremos construir.
Intervención de los asistentes
“Soy director de una escuela primaria de la Ciudad de Buenos Aires y me preocupan problemas que yo veo sobre todo en relación a los chicos más pequeños. Mi escuela no tiene jardín de infantes, por lo que recibo a los que vienen de otras escuelas.
Con respecto a la preocupación por construir legalidades, a mí me preocupa justamente cómo podemos hacer desde la educación para ir dándoles a los chicos los límites que no traen de la casa. Porque a pesar de que algunos cursaron el nivel inicial, no tienen incorporado el respeto que solíamos tener nosotros de chicos. En aquella época, por el solo hecho de entrar a una institución como la escuela y ver el guardapolvo blanco, sabíamos que de determinados límites no se podía pasar. Los chicos de hoy no tienen esos límites, no tienen incorporado el principio de autoridad, o el principio del adulto que es el que tiene que poner alguna pauta. Tal vez el dato que voy a dar tenga que ver con lo que está pasando en estos últimos tiempos: en mi escuela, un 80 o un 90% de chicos viven con sus familias en hoteles de los distintos planes que dan las autoridades del gobierno de la ciudad o nacionales. Los alumnos que están en primero o en segundo grado, jamás vieron levantarse a sus padres a la hora en que lo hacemos todos para ir a trabajar, es decir que no tienen incorporada la cultura de los padres que trabajan, que se sacrifican para ir a buscar el sustento, y desde ahí son muy demandantes, junto con sus padres, de la institución-escuela. Le piden, le exigen todo a la escuela. Y así como exigen, usan una libertad que avasalla las libertades y los derechos, no solamente de sus pares, sino también de los propios maestros que en este momento veo muy indefensos respecto de toda la protección que tienen los chicos. Es bienvenido que la tengan, pero no como contrapartida los adultos, los maestros en este caso, deben quedar muy desprotegidos”.
Es muy importante lo que este director plantea: el problema de los niños que ingresan a primer grado, provenientes en general de familias carenciadas y que viven en hoteles asistidos por el Estado o por el gobierno de la ciudad, que no respetan pautas, que tienen una enorme exigencia con respecto a lo que esperan que la escuela les dé. Pero, al mismo tiempo, parece que ellos no pueden aceptar las pautas de integración necesarias y los límites que se les proponen y creo que en esta situación aparece una cultura de desrespeto como cuestión de base.
Pero el desrespeto no surge de los más carenciados, es el modo con el cual se expresa en sus relaciones mutuas la falta de respeto que el sistema en general tiene hacia ellos.
En primer lugar, es indudable que la cultura del trabajo no ha operado, porque no hay posibilidad. En un panel que compartí con un filósofo, él se refirió al cuento de la cigarra y la hormiga, de Jean de La Fontaine. Y yo le respondí: “El problema en la Argentina no es que no trabajamos durante años como hormigas, es que un día vino alguien y se llevó todo lo que habíamos ahorrado a otra cueva, nos despojó de todo lo que habíamos sacrificado y guardado. Por lo tanto, no es que nosotros no trabajamos y cantamos todo el tiempo como una cigarra haragana. Es que trabajamos durante años y de todas maneras eso no funcionó”.
Para ilustrar esta situación podemos referirnos a la maestra que tuvo a los Kirchner en la escuela, una mujer muy mayor. Ella comentó que cuando era joven, un maestro ganaba lo mismo que un comisario. Qué comparación extraordinaria. Ir a la escuela a trabajar era, además, una tarea bien remunerada. No es necesario hablarles a los docentes de la degradación del precio del trabajo y de su precio simbólico en nuestro país. En este sentido parece que nos hemos convertido en los maquiladores simbólicos del mundo, porque en Argentina se hacen y se filman películas que no produjimos, se hacen planos para construcciones que nunca veremos, se atienden teléfonos de empresas del exterior por salarios absurdos. Con su capital simbólico, este país sigue participando del mundo. Pero los niños han quedado excluidos de la adquisición de ese capital simbólico. Los padres los mandan a la escuela con muy poca confianza en el futuro.
Yo también recuerdo el orgullo del guardapolvo blanco, mi madre sentía que era un símbolo del progreso para el que yo estaba convocada. Los niños de hoy, cuando ven un guardapolvo blanco, ven un uniforme de pobre, ésta es la realidad. Un niño rico me dijo un día: “Y si no estudio y soy tachero, ¿voy a tener que mandar a mis hijos a una de esas escuelas pobres de guardapolvo blanco?”. Así, ese guardapolvo blanco ha dejado de ser un símbolo de pertenencia para ser un símbolo de exclusión en la Argentina. Y esto es gravísimo, porque atenta contra la identidad de los niños que lo portan y hacia su perspectiva de futuro.
Es imposible mantener la oposición escuela-padre, pero al mismo tiempo hay que tener en claro qué les vamos a plantear a los padres. Es absurdo pensar que los maestros tienen que incrementar las tareas escolares y los padres, ayudar con eso. Mi padre a duras penas escribía el castellano. En su vida se le hubiera ocurrido saber cuáles son las reglas de acentuación. Yo no tuve padres que se sentaran a hacer la tarea conmigo, creo que ni entendían la tarea que hacía; sin embargo, yo llegué a la universidad y al doctorado porque había una profunda confianza en ellos con respecto al estudio y al futuro que me esperaba.
No podemos plantearles a los padres que su función es ayudar en la transmisión de los conocimientos.
LA ESCUELA COMO LUGAR DE RECOMPOSICIÓN SUBJETIVA
La función de la escuela consiste hoy en recomponer también la subjetividad de los padres. No se va a poder educar a estos niños, si no se hace algo con esos padres. Creo que, por una parte, hay que romper la antinomia. Por otra parte, la escuela tiene que ser un lugar de recomposición. En este sentido, lo que dice el director con respecto a los chiquitos es muy impresionante: es indudable que el ingreso a la escolaridad no es hoy un símbolo de orgullo para ellos, a diferencia de lo que era en mis tiempos, cuando soñábamos con el jardín de infantes. Yo lo veo todavía hoy en algunos chicos, o en mis nietos, que, en el primer día de escolarización, salir del jardín es un acto solemne, y sigo llorando en la entrega de diplomas,