Stalin & Bianca. Iacopo Barison

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Stalin & Bianca - Iacopo Barison

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el bigote y me lo señalaban. Querían que me enfureciera, que empezara yo. Se daban codazos y bailaban y de pronto estaban borrachos. Por fortuna, Bianca no podía verlos. Cuando le pegué al más grande, Bianca gritó y uno de ellos salió corriendo, gritándome que yo era un psicópata. Otro se me lanzó encima. El tercero agarró a Bianca por un brazo y la zarandeó y le dijo: “Tienes que tener cuidado; ese tipo está chiflado”. Me inmovilizaron y me pegaron en el rostro y en el estómago. Llegó un tipo de afuera, quizás un vigilante privado. Era flaquito, tenía una especie de porra eléctrica. No infundía temor; sin embargo, le pegó al más grande y me liberó. Después me apuntaba a mí, quería neutralizarme, y yo lo empujé y le quité la porra y empecé a dar porrazos a diestra y siniestra. Gritaba, pero la música lo cubría todo.

      El más grande, desde que era pequeño, tenía facciones afiladas, de lobo en busca de su presa. Era rapado y le pegué en la cabeza y en la nariz y en los ojos. Quería que se muriera. El vigilante me pegó una patada, recuperó la porra y me descargó un corrientazo.

      Perdí la conciencia por algunos minutos, y me desperté en la acera. Estábamos Bianca y yo, los demás se habían ido. Ella me acariciaba, no sabía que yo ya había abierto los ojos. La miré, sonreí mientras el viento le ondeaba el pelo. Uno de mis brazos estaba entumecido.

      Los grafitis eran idénticos a los insultos de esa noche. Seguimos en la Vespa, el frío nos hace temblar. Soy un psicópata. El lobo, después de esa pelea, quedó ciego de un ojo. No puso la denuncia porque el papá es un exconvicto, compra y revende prótesis médicas. Además, son una familia de inmigrantes y les da miedo que haya represalias. La noticia se regó por todo el barrio. Por fortuna, Bianca no vio nada.

      Fui adonde el vigilante y le devolví las llaves. Estaba durmiendo. Tuve que tocar la puerta cinco minutos, y luego se abrió sola, porque estaba dañada. La casa estaba medio a oscuras. Por el suelo, el cliché de periódicos viejos y botellas vacías; la redundancia material del hombre solo. Por doquier, el olor de un insecticida de acción rápida. En el baño los insectos más resistentes volaban a media altura, y los afiches descoloridos de antiguas glorias del mundo del fútbol. El vigilante se llama Jean, porque así decidí llamarlo, como Jean Gabin. Entre ellos dos hay una semejanza confusa, que varía dependiendo de las luces o del periodo al cual se refiera. Me aclaré la voz y continué vagando por la casa, y la televisión estaba prendida, en un canal que no conozco: había una mujer semidesnuda, sentada en una caja fuerte. Estaba sentada en una habitación vacía y la caja fuerte estaba llena de billetes, y cada tanto, en la habitación encuadrada en plano medio, entraba una persona y se sentaba frente a la mujer, que era delgada y sensual y permanecía en silencio. Sobre la mesa de la cocina, residuos de almuerzo y cena consumidos de prisa, sin una verdadera valoración de esa experiencia. ¿Acaso queremos hablar de nuestra cotidianidad? Después, Jean abrió los ojos. Tenía el pelo desgreñado y una camisa vieja abierta. Yo estaba viendo la televisión. Me di cuenta de que me estaba observando, pero sabía que no me diría nada. Estaba acostumbrado a verme allí, suspendido entre una pared y la otra, y lo consideraba una circunstancia sin ningún valor, perfectamente incrustada en su rutina.

      —¿Sentiste el terremoto? —le dije de repente, quitando los ojos de la televisión. Por un momento, antes de mirar a Jean, vi una grieta en el yeso del techo.

      —No, estaba durmiendo. Ya averiguaré.

      —¿No vas a revisar?

      —¿A revisar qué?

      —El estadio. O sea, si todo está bien.

      —Después.

      —¿Después cuándo?

      —Mañana por la mañana.

      Hablábamos entre los dos, es cierto, pero la mujer sentada en la caja fuerte absorbía toda nuestra concentración, nuestro cúmulo de preguntas irrelevantes y respuestas banales. Además, la irrelevancia es el presupuesto mismo de la dialéctica, su lado oscuro, y está en la base de todas las conversaciones superfluas. Deberíamos reprogramar el lenguaje, entenderlo de otra manera. Una joven entró en la habitación y se sentó frente a la mujer. Cruzó las piernas y prendió un cigarrillo y todo era silencio, inasible pero digitalmente perceptible, del televisor a nuestros cerebros defectuosos, repletos de información osmótica. Quisiera añadir algo sobre el vigilante: algunos días, las únicas palabras que pronuncia se dirigen al muchacho del restaurante chino, el de los domicilios rápidos pero siempre impuntuales, y no conozco los motivos por los cuales Jean tenga una pésima relación con el mundo externo, y, no obstante, así es. A veces, Jean no sale de casa en días enteros. Estas personas, creo, están destinadas a vivir por fuera de campo, aquellas de las cuales la televisión no habla nunca.

      —La mujer semidesnuda es una artista contemporánea —dijo Jean, leyendo el texto en la parte baja de la pantalla—, y este experimento se remonta a su primer periodo de actividad.

      —¿Por qué está semidesnuda?

      —¿A eso lo llamamos arte?

      —Quizá quiere juntar los valores fundamentales de nuestra civilización, o sea el sexo y el dinero, y las personas podrían ser una amenaza, el agente externo que quiere quitarnos todo. El tiempo, que quiere llevarse nuestra belleza.

      —Lo siento, pero yo no tengo nada que restituir. Siempre he sido así, una persona sin ningún encanto.

      —Te pareces a Jean Gabin, y Jean Gabin era fascinante.

      —Me parezco a un Jean Gabin con problemas de hígado, que prende y apaga los reflectores de un estadio en las afueras de la ciudad. El chino, el de los domicilios, es mi principal interlocutor. Cada tanto se queda un rato, y vemos televisión juntos. Dice que en su casa no la tienen porque los chinos se oponen a la televisión. ¿Puedes creerlo? Oponerse a la televisión, quiero decir. De pronto es por eso que trabajan tanto. No tienen tiempo para perder, porque nadie ve televisión. Trabajan, trabajan y punto. Saben hacer de todo y lo hacen tan mal que les pagan poco, pero suficiente para que les paguen.

      —Hoy saliste. Y hablaste conmigo. Prendiste los reflectores unas… ¿cuatro o cinco veces?

      —Diez veces. Las conté. Me hace sentir bien.

      —…

      —¿Estamos viendo un documental o qué es esto?

      —Creo que es un experimento artístico, un happening reservado para pocos. El énfasis serial de encontrarse cara a cara con una mujer semidesnuda, sentada sobre una caja fuerte llena de dinero. Las personas entran en la habitación y cada una reacciona de distinta manera. Ponle atención. Uno se puso a llorar. Otros se emocionaron. Otros hablaron solos, porque ella nunca responde. Pero todos han hecho algo. Porque estar en silencio también es hacer algo.

      —¿Ese dinero será de verdad?

      —Buena pregunta.

      —Pero parece dinero.

      —Le están hablando, mira.

      Nos quedamos en silencio. Escuchamos.

      —¿“La libertad es un principio de constricción”? ¿Qué quiere decir eso?

      —No quiere decir nada —respondió Jean—. Nada de nada.

      Puse las llaves del estadio en el sofá de Jean, para que las viera y registrara mentalmente el hecho. En nuestro barrio hay personas, ventanas cerradas con cinta pegante, postes sin luz. Las personas miran siempre hacia abajo, y van de prisa. No verán

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