Stalin & Bianca. Iacopo Barison
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Dejó de nevar. Andar en la Vespa ahora es más sencillo. Puedo desplazarme por calzadas con la nieve en los bordes, amontonada con diligencia por los vehículos municipales, y calles todavía inhóspitas, donde estaré obligado a bajarme de la Vespa y empujarla manualmente.
Quisiera agregar un par de cosas sobre Jean. Cuando vendió la tienda de alquiler de videos, por culpa de la modernidad, dice él, miró en derredor y analizó las distintas hipótesis de trabajo. Luego de su minuciosa evaluación, se limitó a cambiar de sofá y a ver detallados documentales sobre el mundo animal. Durante el período larval, Jean comprendió el valor del dinero y aceptó un trabajo honesto, el del estadio, y completaba su sueldo traspasando la línea ilegal del barrio. Lo sé, parece trivial, pero Jean me da una tarea y yo la cumplo como mejor puedo. Sin hacer preguntas, como los soldados en las películas. El mundo ha cambiado y nosotros seguimos su rumbo —yo, Jean, cualquiera—.
Leo la dirección garabateada en un post-it, empiezo a entender. Este caso me da la oportunidad de cerrar un ciclo. Camino y vuelvo a pensar en la noche en que esa muchacha tuvo la sobredosis. Algunas personas, que se despertaron con la ambulancia o presas del insomnio, se asomaron a la ventana y negaban con la cabeza. No sabían exactamente qué había sucedido, pero manifestaban compasión por ese mundo juvenil tan lejano, tan fuera de sus esquemas. El barrio estaba cambiando y ellos estaban indefensos y consternados. Protegidos por los vidrios de las ventanas, las empañaban con el aliento y buscaban alguna explicación. Los paramédicos habían entrado en la casa y, técnicamente —pero esto vino a saberse después—, la muchacha ya estaba muerta. Estaba acostada en la cama y su mamá lloraba y pedía ayuda. Por lo tanto, el cuerpo en la camilla era el de una muchacha muerta. No había nada más que hacer, nada que esperar, pero nosotros no sabíamos: la muchacha tenía los ojos cerrados y parecía dormida. Mientras tanto, God zilla destruía milagros arquitectónicos y los japoneses huían y se refugiaban en los supermercados. Uno de ellos, escondido entre los estantes, decía que no podían detener al monstruo, era invulnerable. Tenía catorce años, creo, y la muchacha era mayor que yo y tenía el pelo corto y los ojos azules. Cuando se la llevaron, las personas se fueron yendo en grupos de dos o tres. Daban vueltas en la cama y les costaba volver a dormirse (no tengo pruebas de que fuera así, pero estoy completamente seguro de eso). Al mismo tiempo, el japonés del supermercado resultó aplastado: el techo se había resquebrajado y montones de escombros le cayeron encima. Solo una mano, que resaltaba por un encuadre insulso, quedó fuera del cemento y entre las vigas hechas pedazos.
Llego a la dirección del post-it. El edificio, que concordaba con el panorama, es humilde y desmantelado. El pasillo está desnudo y unas escaleras conducen al piso subterráneo, donde garajes y polvo y tubos van apareciendo sucesivamente en la penumbra. El monstruo era invulnerable.
Esa noche, mi mamá se despertó y vino a mi cuarto. Con aire preocupado, me hizo preguntas sobre la muchacha y sobre la intervención de los paramédicos. Me preguntó si la conocía, y yo le dije que no. Después, cuando se fue, seguí viendo Godzilla y fumando porro, y esa noche no dormí. Era verano. Tenía catorce años, y solía trastornarme y dormir poco. Era un verano insólito, bastante frío. De día, me ponía pantalones largos y buzos de un solo tono, y perseguía potenciales historias de amor. Era inconsciente, distraído, ingenuo, y maltrataba a las muchachas que me rechazaban. Yo quería tener novia, y quizá casarme con ella, pero ellas se reían de mí en la cara. Una vez, en el parque, no pude contenerme. El papá de la muchacha llamó a mi mamá y le dijo que yo era un monstruo, que había recorrido a su hija y tenía que pagar por eso. Recorrido, dijo, y yo no entendía. Qué verbo tan extraño, pensé, ¿por qué lo escogió? El monstruo era invulnerable. Menguada la rabia, pasaba los días sintiéndome culpable. Quería cambiar o bien quería que el mundo cambiara. Era solo cuestión de tiempo.
Llego hasta el fondo del subterráneo. Golpeo una vez, dos veces. Reordeno mis ideas y espero a que él me abra. Los tubos vibran y se retuercen, y el polvo levita a ras de tierra. La puerta metálica se abre hasta la mitad, y él asoma la cabeza y me ve y me invita a seguir.
—Te estaba esperando —me dice.
El garaje es amplio pero repleto de muebles de madera, CD y colchones apilados. Él mira a su alrededor, levanta los hombros y rezonga con desenvoltura.
—Era el garaje de mi tía. Se murió y yo aproveché el espacio.
—Ok —respondo.
—No es sino acostumbrarse.
—Así que ahora vives aquí.
—Sí, más o menos.
Mientras él jugueteaba con unos audífonos (no están conectados a nada, el cable cuelga en el vacío), yo adivino sus intenciones y pronostico un escenario: no me va a pagar, así que pedirá una prórroga y jurará poder cumplirla, pero cuando yo vuelva, él repetirá la misma escena, pasada la prueba de la abstinencia y fiel al libreto. Me doy vuelta y lo veo retorcerse, presa de un espasmo muscular.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro —me dice—. Dile que no puedo pagarle, dile que tuve un problema y me hospitalizaron. Dale, tú estás viendo cómo vivo.
—No te acuerdas de los detalles, qué despistado.
—Tú eres… dale, porfa, no es mi culpa. Necesitaba esas drogas.
—Crecimos en el mismo barrio. Nos hemos topado centenares de veces, nos hemos visto a los ojos, desaprobado en silencio y nunca he visto nada. No he visto ningún signo de vergüenza, ni de arrepentimiento. Tú no entiendes, no tienes ni idea de cómo me sentí.
—Te… te estás equivocando. Yo no soy esa persona, porque yo tengo buena memoria. Vivías cerca de… —se bloquea y enfrenta el recuerdo, después continúa—… vivías cerca de mi novia, en el edificio de enfrente.
—Bien, pero todavía se te olvida algo. Te olvidas de los detalles, y los detalles son fundamentales.
Examino la decoración, los objetos dispersos. Me acerco a su cama, un colchón destruido, sobre una base metálica oxidada. Reprimo una oleada de náuseas y contengo la respiración. El aire es pesado, ya me había dado cuenta, pero en este punto se hace insoportable. Retrocedo, entonces evalúo la situación.
—No tienes el dinero, ¿verdad?
—No, ya te lo dije.
—¿Y qué propones?
—Dame tiempo, inventa algo.
—Lo siento. Imposible.
Con el pie, muevo la tapa de un escritorio carcomido de comején. Recupero una vieja maleta, y se lo lanzo encima.
—Toma: llénalo de todo lo que tengas de valor. —En casos extremos, cuando no hay dinero, Jean acepta una permuta—. Una vez llenes la maleta, desocupas los bolsillos y me das todo lo que tengas. Todo.
Él empieza a buscar, a revisar por todas partes. Encuentra sinfonías de Mozart y Beethoven y deja aparte Guerra y paz y otros libros empolvados. Ya sé que Jean se va a quejar, pero no tenía alternativa. En parte, por la situación, en parte, porque el garaje está al lado de los tubos del agua caliente, empiezo a rezongar y sudar y a perder la concentración.
Él mantiene una expresión absorta, gesticula y abraza el vacío. Tiene los ojos inyectados de sangre y algunos moretones en los antebrazos y en los tobillos.