Stalin & Bianca. Iacopo Barison

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Stalin & Bianca - Iacopo Barison

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semáforo relampagueante. Nuestro barrio representa el atardecer de la clase media: los ricos son siempre ricos y todos los demás miran hacia abajo, porque en el fondo es más cómodo. Jean, antes de cambiar de sofá, tenía una actividad comercial, respetaba un horario de apertura y cierre y hablaba con los clientes, contaba historias inventadas, adornadas con anécdotas de películas policiacas, como de persecuciones en automóvil y rosquillas con azúcar glaseada saturada de colorantes, y heroína que botaban por el sanitario. Todas historias imaginarias pero en un contexto verosímil, contadas por un narrador que hacía parecer que fueran reales. Conocí a Jean en la tienda de alquiler de videos, y al cabo de algunos meses nos volvimos amigos. Era su mejor cliente. Confiaba en mí, decía, y la confianza es cosa seria, que se gana con el tiempo. Un día, Jean me pidió resolver un problema complejo y me llevó a la parte trasera de su tienda. Quería hablarme.

      —Esta mujer no me convence —dijo Jean.

      —¿La que está sentada en la caja fuerte o la que está teniendo una crisis de pánico? —le respondí, mientras seguía pensando en la tienda de alquiler videos y en el polvo que se acumulaba en los estantes, entre las copias de películas ordenadas por género. Ese día, en la parte de atrás de su tienda, Jean me pidió que espantara a una persona, esa que se había interpuesto y arruinado su matrimonio. En ese entonces, su esposa acababa de dejarlo. Lo había insultado y herido en el alma, después tiró la puerta, sonrió y paró un taxi. Ahora estaba con un hombre más joven, un adolescente de cuarenta años que mamaba gallo y trabajaba en un gimnasio. Le explicaba a la gente cómo agarrar los aparatos, cómo respirar o cómo entrenar los músculos pélvicos. En fin, Jean fue el primero en darse cuenta, en intuir la dirección correcta.

      —¿Cambio de canal?

      —No —le respondí—. Oye, te parecerá una pregunta extraña, o desactualizada, pero igual tengo que hacértela. ¿Te acuerdas de la primera vez que trabajamos juntos? Me pediste que lo esperara afuera del gimnasio. Me habías dado un cuchillo.

      —Bah, deja eso así. ¿Cuál es la pregunta?

      —¿Por qué me pediste hacerlo? Tu esposa igual ya se había ido y sabías muy bien que no volvería.

      Jean se quedó en silencio. Una mosca llegó del baño y se posó en la pantalla del televisor. Estaba en la frente pálida de la artista. Después, luego de un desplazamiento imperceptible, estaba entre la artista y un nuevo visitante, un anciano que masticaba tabaco y lo escupía al suelo, iluminado con luces de neón.

      —¿Y a esto lo llamamos arte? —repitió Jean.

      La mosca volvió al baño o quién sabe adónde, y afuera todavía nevaba.

      Bajo las escaleras de prisa, leyendo nuevos grafitis. El edificio de Jean está lleno de frases garabateadas, de incitaciones a delinquir impresas con tinta indeleble. Antes de salir, me explicó los detalles del nuevo trabajo, luego cambió de canal. Me preguntó cómo estaba, mirándome a los ojos, y sabía que en torno a la pregunta rondaba un doble sentido al cual estoy acostumbrado, una persecución implícita e inherente a mis problemas de comportamiento.

      —Estoy bien. No te preocupes.

      Salgo del edificio de Jean y pienso en los globos oculares de Bianca. Están ahí como una advertencia, para recordarme el mundo inhóspito en que vivo. Camino por la acera y paso una serie de postes sin luz, intercalados por contenedores de basura y por un vendedor de drogas suaves y psicofármacos. Cada tanto llegan limosinas de alquiler, y hombres de negocios le piden al chofer que se orille. Bajan la ventanilla polarizada y hacen pedidos específicos al vendedor.

      1 Examen efectuado en fibras de cabello patra determinar la presencia de drogas ilícitas. Es considerada una prueba muy fiable, pues los rastros de drogas permanecen largo tiempo en el cabello. (N. de la T.)

      Dos

      Recuerdo que había sol, y un perro les gruñía y ladraba a los automóviles, y yo acababa de cumplir seis años. Antes de esto no recuerdo nada más. Mi mamá me acompañaba a la escuela y me veía entrar, luego reunía valor y seguía repartiendo hojas de vida. Subía las escaleras, llegaba al vestíbulo, y el corredor me parecía larguísimo. No conocía las leyes de la perspectiva, así que me preguntaba por qué las paredes tendían a encogerse y luchaba, y le tenía miedo a esa tenaza blanca con dibujos absurdos. Recuerdo un boceto abstracto, donde el cielo era violeta y la lluvia cambiaba de color; algunas gotas eran verdes, otras azules, otras incluso brillaban en la oscuridad.

      Ese día, antes de entrar a clase, llegué y escogí un cubículo. Entré, sonó el timbre y empecé a contar. Contaba saltándome los números, yendo hacia adelante y atrás en el tiempo, repitiendo las mismas cifras o inventándome otras nuevas. 21, 540, 99. Los baños eran silenciosos, el agua corría por los tubos y yo estaba muy niño para formularme las preguntas correctas. No sabía por qué estaba allí, pero sabía que había sensaciones bonitas y sensaciones feas y yo, cuando el corredor se encogía, tenía una sensación fea. Sin darme cuenta, estaba contando en voz alta.

      Había pasado una hora, quizá más. Alguien había entrado y yo dejé de respirar. Yo tenía miedo, él no. Contenía la respiración y se aseguraba de estar solo. Me había oído contar, y ahora estaba atento. Quisiera recordar los detalles. Quisiera recordar la ropa y la mirada y el sonido de su voz. Había golpeado la puerta del baño donde yo estaba, preguntando quién estaba ahí, y yo había estornudado. Él soltó la risa.

      Cuando salí, me examinó y me preguntó mi edad.

      —21, 540, 99 —respondí, quizá por hacer el chiste, quizá porque estaba confundido. Él me pegó una cachetada y se fue. Jamás supe el motivo. Recuerdo que era alto, y su cuerpo se reflejaba en el espejo, y los rayos del sol atravesaban la ventana.

      Después recuerdo la huida, el corredor desierto y nadie vigilando. Salí y caminé mucho. En los semáforos, cuando los automóviles disminuían la velocidad, pensaba que podía ganarles y corría en la acera. Me sentía veloz, cansado y con frío. Había sol, sí, pero tenía frío.

      Regresé a la hora del almuerzo, y cerré los ojos. Mi mamá estaba llorando. A la salida, después de su vuelta con las hojas de vida, fue a recogerme a la escuela: sonreía y se sumergía en la multitud de niños, pero yo no aparecí nunca. Luego se le debilitó la sonrisa. Mi mamá me encerró en el cuarto, quería que reflexionara. Miraba las paredes y los afiches y los juguetes sin cabeza. Todavía sentía el dolor de la cachetada, así ya no lo tuviera, y afuera había un aviso de neón y el neón era de varios colores. Miraba el aviso, que proyectaba un arcoíris, y el dolor aumentaba y disminuía al mismo tiempo. Antes de eso, no me acuerdo de nada. Sabía que la situación se me estaba escapando, y la rabia venía en camino y los muebles y los afiches y los juguetes eran una válvula de escape. Empecé con una patada, luego con un puñetazo flojo e impreciso. La pared era resistente, así que me la emprendí contra los afiches y los juguetes y los muebles, sin un orden o una premeditación. Mi mamá sintió el ruido, entró y me abrazó. Yo, asustado, le dije que afuera había un arcoíris, y ella seguía llorando y abrazándome.

      Hoy, sin embargo, paso frente a la tienda y el aviso de neón desapareció desde hace tiempo y los dueños cedieron el negocio. Los automóviles son más rápidos, y los semáforos sobresalen en las esquinas desiertas. Con los años, volví a ver al muchacho de la cachetada, y él no se acordaba de nada. Nos topamos entre la muchedumbre en una discoteca, o por ahí en el barrio inmóvil, y él era indiferente al problema. Supe que se había comprometido con una muchacha y que había sido una relación importante, que duró mucho y se oficializó socialmente. Ella era hermosa y estúpida, y en línea recta éramos vecinos por unos cien metros. Por un tiempo, los vi caminar

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