Stalin & Bianca. Iacopo Barison

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Stalin & Bianca - Iacopo Barison

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mientras yo estaba terminando la frase. Ahora está acurrucado en el suelo e implora y hurga en la oscuridad, explorando la zona cerca a la cama. Estira el brazo y lo mete debajo de la base de la cama, y saca unos restos grises y corroídos por los gusanos, los agita en el aire. Me tapo la nariz con la manga, para amortiguar los efluvios que emana ese cuerpo, y algunos insectos se pelean por el animal y el garaje se vuelve minúsculo y el aire irrespirable.

      —¡Saca esa rata! —le digo. Tengo calor y estoy que me vomito—. Sácala, o…

      —O qué, ¿me sacas un ojo?

      —No, eso fue un accidente, no fue intencional. Saca esa rata, así podemos…

      —No es una rata. Era mi mascota.

      —¡¿Qué?!

      —Es una zarigüeya, la compré en una tienda en el centro.

      —Sácala ya —le digo. Siento que me palpitan las venas, el cerebro está que se me sale.

      —Cálmate, hermano. No te descontroles…

      Me tiemblan las rodillas. Odio vomitar y estoy a punto de hacerlo. Lo siento, estoy perdiendo la concentración y el garaje me encierra y él parece divertirse.

      —Son mansos y hacen compañía, pero necesitan luz.

      —…

      —Están vendiendo un montón de zarigüeyas —me dice, y yo agarro la tapa del escritorio. Respiro fuerte, la arrojo en la oscuridad. Él trata de evitarlo, pero se cae al suelo y maldice y la zarigüeya se le escurre de la mano. El animal rueda hacia la cama, se adhiere al pavimento húmedo. Tengo náuseas y hace calor y a puñetazos y patadas lo saco de ahí.

      —¿Dónde estabas? —le pregunto—, ¿cuando ella se murió y la ambulancia nos despertó a todos?

      Él no entiende, está aturdido por los golpes. Quiere protegerse pero le falta fuerza. Simplemente llora y babea y espera a que yo termine.

      Después, me agacho y le desocupo los bolsillos, así que agarro la maleta y me recompongo y salgo del garaje. Afuera del edificio, el cielo vibra y aplasta el barrio, mientras yo cierro los ojos y vomito en la nieve.

      Me gustan los planos lejanos, porque le devuelven la figura humana a sus dimensiones reales, y cualquier pretensión de grandeza o superioridad física pasa a un segundo plano, aniquilada por el paisaje. El fondo sigue siendo el fondo, cuantificable dependiendo de las distintas unidades de medida, y la figura de carne y huesos y sangre se vuelve apenas un poco más que un puntico y cada acción suya tan inútil y pretenciosa; ¿cómo puedes medirte con el infinito?

      Los edificios se yerguen altísimo, sin límites, y las antenas rechinan agitadas por el viento y difunden la palabra de los satélites y de las señales de radio. Camino, hace frío, la nieve desciende en silencio y la zarigüeya necesita luz. El barrio es víctima de su miseria: postes sin luz y jeringas usadas en una paleta de grises. El tiempo ha desmantelado los almacenes y tiendas y las bancas y los centros de masaje de los orientales. Ya todos se han ido. Alguno, con cierta ironía, escribió ya vuelvo sobre el acero de una de las puertas levadizas, pero nunca nadie regresó. Una patrulla de la policía viaja a quince kilómetros por hora. Las calles están heladas y el plano lejano engloba todas las manifestaciones de vida. Abraza las peleas y las crisis de abstinencia y a los dos muchachitos que se besan en la penumbra, protegidos por los muros de un callejón. Se esconden, tienen miedo de que yo los juzgue. Uno de ellos le dice al otro que hable pasito, que tenga cuidado para que no lo vean. El plano lejano abraza a los ancianos refugiados en sus casas y a los indigentes borrachos y a las hojas muertas en las zonas verdes.

      Vacilo y empujo la Vespa, tiemblo bajo la ropa. La maleta empieza a pesar y el plano se agranda aún más y engloba a Bianca y la tarde templada de otro invierno. Ese día, no sé por qué, el mundo me asustaba. Estaba aterrorizado. Empezaba a creer que mi rabia, la manera como reaccionaba en determinados inputs, era solo un reflejo de mi miedo. Estábamos en el parque y escuchábamos música, compartiendo unos audífonos. Con la melodía de What a Wonderful World miraba a mi alrededor y sentía un vacío que crecía dentro de mí. Trataba de ser silencioso, porque Bianca descifra los sonidos. Quería dejar de hacerlo, pero no podía parar y la música seguía en los audífonos. Ella se volteó y me sonrió, y yo le sonreí en lágrimas. Ella no lo sabía, no podía intuirlo, y los límites del encuadre se resquebrajaban y todo aquello que estaba fuera de campo, en un instante que parecía eterno, se vuelve visible y condenable. No me gusta lo que veo, pero sigo adelante.

      Jean liquida el balance subiendo los hombros, quiere ver el dinero.

      Antes, acá abajo, pensé en preguntarle al dealer si tenía algo que decir, un mensaje para grabar en la videocámara, no obstante me sentí estúpido y demasiado viejo para estas cosas, como decían en las películas policiacas, entonces dejé así. Lo sobrepasé en silencio, sin mirarlo, y él me llamó por mi nombre —¿cómo lo sabía?—, y quería saber si tenía problemas de ansiedad y para lidiar con el pánico. “Estas son milagrosas”, dijo, sacando una bolsa llena de pastillas blancas. “Cógela, es tuya”, continuó, pero yo fui astuto y le dije que estaba bien, que los niveles de ansiedad estaban dentro de la norma. La maleta pesaba y la nieve se me entraba dentro de los zapatos nuevos. Su rostro, picado y anguloso, me siguió algunos metros, hasta que perdió el interés y volvió a sondear el ambiente.

      Es poco, según Jean, pero era toda el dinero que tenía y no podía hacer otra cosa.

      —Se llama estrategia —le digo—. Estrategia de mercado.

      Jean murmura algo. Me pregunto si, mientras estuve fuera, se había levantado del sofá.

      —No tenía nada más. Lo siento mucho —le digo.

      —¿Qué hay en la maleta?

      —Ya te dije. Hay discos y algunos libros.

      —Entonces me estás diciendo que…

      —Exacto. Guerra y paz, Mozart y otras obras de arte.

      Jean baja el volumen y me mira a los ojos.

      —Estaba muy mal, créeme. Había basura y sobrados de comida rápida y, uy, Dios, ahí se moría uno del calor y tenía los restos de una zarigüeya muerta. No puedo ni pensar en eso.

      —¿Una zarigüeya? ¿En nuestro barrio?

      —Sí, por desgracia.

      —Estoy perdiendo la noción del tiempo —dice Jean—. La realidad se me escapa de las manos.

      —Deberías levantarte de ese sofá.

      —Sí, ya sé.

      —En serio. Me preocupa. Corres el riesgo de que te salgan úlceras en los lados del cuerpo.

      Después, a pocos segundos, agotamos los temas. A veces es incómodo, porque estamos acostumbrados a hablar mucho. Los residuos del insecticida flotan en el aire, y pienso en los venenos y en los polvos sutiles y en los distintos tipos de cánceres. Languidecemos y mantenemos las posiciones, derrotados por fuerzas invisibles, y ambos quisiéramos hablar y discutir de deporte y de películas y de la tasa de suicidios en nuestro barrio, pero los vocablos están a años luz e imposible combinarlos y tenemos solo una maleta y dinero y nuestros cuerpos agotados.

      No me doy cuenta de

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