Stalin & Bianca. Iacopo Barison
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—Solo quiero ayuda, algo de dinero para arreglármelas —me dice, hablando a una velocidad extraterrestre, llena de pausas y errores y aceleraciones.
Lo esquivo, listo para irme de ahí, y él vuelve a llamarme y junta las manos huesudas, debilitadas por los desequilibrios orgánicos. Se pone de rodillas, me ruega darle lo que sea. Llora y me mira a los ojos y tiembla sobre el asfalto gélido. Busco la billetera, tomo cualquier billete al azar.
—Deja las pastillas —le digo—, si no, te mueres.
Él sigue llorando, asiente, se inclina y besa el asfalto. Yo me alejo, él queda de rodillas. Luego se levanta y dobla la esquina. Vuelve al callejón, a una cama de plástico y periódicos de crónica roja.
Son las cuatro de la mañana. Ya tengo dieciocho años y estoy entrando oficialmente en la edad adulta. La Vespa se quedó acá, sin ninguna queja; está a punto de amanecer y de llegar un poco de luz al barrio.
Antes pensé en ir adonde Jean. Quería hablar con alguien, y además estaba seguro de que él estaría despierto, concentrado en la voz fuera de campo de cualquier documental. En las escaleras encontré al usual vendedor ambulante, ese que pasa sus días en la calle, vendiendo ansiolíticos. Es bajo y de piel oscura, y tipo que sabe moverse en el ambiente. Cuando habla, te agrede y te presiona. Me vio en la oscuridad (la luz no funcionaba, y tampoco el ascensor) y se quedó quieto y me examinó en silencio, luego sonrió o hizo una simple mueca y dice que estoy lleno de recursos, que voy a ser alguien que sale adelante en la vida. Sí, pero ¿dónde queda adelante?, pensé por reflejo, y seguí subiendo. Arriba, Jean hacía crucigramas. Estaba sentado en el sofá, y en efecto estaba viendo un documental, un programa de vendedores de camellos en Sudán, gente que recorre centenares de kilómetros a pie, con todos los camellos de cabestro, solo para ahorrarse los gastos del envío. Siento un gran respeto por esas personas, después me pregunté cómo sería Sudán y fantaseaba con la vida allá abajo. Jean no parecía asombrado y me invitó a sentarme.
—Género cinematográfico convencional, con tono más exasperado respecto de la tragedia clásica. Empieza por eme y son, veamos, nueve letras. Esta es perfecta para ti —me dijo, jugueteando con el esfero.
—Estoy cansado y ni siquiera te oí —le dije, y él evitó insistir.
No estamos acostumbrados a exponernos, Jean y yo. Vamos andando en sordina, más bien, y esperamos que algún día veamos una recompensa. Mientras tanto, él había cambiado de canal, hablaban de un joven indigente que toca dupstep2 por las calles de la capital. Jean consideraba que yo me merecía un premio, un trabajo especial para festejar mi decimoctavo cumpleaños. Se levantó y desapareció en la cocina. Luego volvió con un fajo de billetes, sujetados por un caucho de pelo. Me explicó las diferentes fases, la estrategia, con pelos y señales. Me dijo dónde entregarlo, a quién, cómo comportarme y qué evitar. Tengo un par de días para terminar el trabajo. A cambio del dinero me van a dar una bolsa.
—No la abras —especificó Jean —o alguien podría ponerse bravo.
Estoy acostumbrado a no hacer preguntas, y, sin embargo, la situación era ambigua y me ponía nervioso.
—No sé, ¿crees que me van a tomar en serio?
Quería estar en otro lugar y él me miró y me dijo:
—Claro, ya todos te conocen. Después de esa historia, o sea, por Dios, le sacaste un ojo…
Lo interrumpí, no tenía ganas de oír lo que se venía a continuación.
—No quiero amenazar a nadie.
—No tienes que amenazarlos —respondió él —ya te conocen y saben qué puedes llegar a hacer.
—No sé. Siento que esto empieza a no gustarme —le dije —estamos entre amigos —añadí —siempre hemos sido amigos. Desde que me mandaste adonde… adonde ese tipo, de lo de tu mujer.
Jean no hablaba y veía al indigente del dubstep.
—¿Quieres hacerme creer que no sabes nada? ¿Que aceptas los trabajos a ciegas? Yo lo sé, sé que tiene que ver con el tipo nuevo, lo vi bajando las escaleras y hablamos y apuesto a que estaba saliendo de tu casa. No te gustan estas historias pero no haces nada para evitarlas. Tratemos de razonar, háblame.
Continué de un solo envión, como los monólogos shakespearianos. Sin embargo, no había nada que hacer. Jean me pidió que escogiera: estás o no estás en esto. Yo, como suelo hacerlo, me metí en eso y me involucré en asuntos que no olían nada bien.
Además, pues está el llamado de el dinero. Y ahora estoy aquí, frente a la Vespa, y mañana es otro día de mi vida enmarañada en un vaivén de personas y amenazas al aire. Hacerse temer es difícil, porque nadie tiene nada que perder. Ya no más, quiero volver a la casa. Miro la Vespa, busco las llaves y siento un crujido en el bolsillo derecho. Mis dedos, casi congelados, rozan un papel: la tarjeta de mi mamá, la que todavía no he abierto.
Siempre lograrás hacer hasta lo imposible, porque eres
un superhéroe.
¡Feliz cumpleaños!
Mamá
La tarjeta me derrota, me hace sentir débil y triste a merced del frío. Seguro me la metí en el bolsillo antes. De golpe, recuerdo un día de verano, cuando fui al parque de diversiones con Bianca. Estábamos en el centro, lejos de nuestras casas, y queríamos algodones de azúcar y una Coca-Cola y subir a la montaña rusa. Ella estaba muy entusiasmada, así que compramos los algodones y buscamos la montaña rusa. Estábamos cogidos de la mano, el parque de diversiones estaba semivacío. Llegamos a la cima y Bianca se giró y gritó para vencer el estruendo. Los rieles centelleaban en el calor bochornoso del verano. Bianca gritaba, se emocionaba, decía que lograba imaginarse todo: la ciudad iluminada y las vías arborizadas y las ventanas que encuadraban los rituales domésticos. Las calles atestadas de gente, el letrero de una hamburguesería y las salas de teatro de prueba. A decir verdad, alrededor de nosotros solo había edificios y semáforos y vallas publicitarias. No obstante, decidí no bloquearla; es más, le di cuerda a su imaginación. Inventaba nuevos ángulos y detalles del panorama. Mi cuadro era idílico: besos robados, entradas del metro, camiones en tráfico de doble fila y sonrisas de ocasión. Sin embargo, ella entendió el juego y se cerró, aunque mantuvo una expresión neutral.
El resto de la montaña rusa sucedió de prisa, y el único sonido era el de las ruedas metálicas sobre el riel. Ella no volvió a hablar, ni tampoco yo. Pero desde ese día evité volver a complacerla. Con el pasar del tiempo, Bianca se volvió cada vez más autónoma y la vi luchar para lograrlo. Escribe poesía, está enamorada de un mundo que nunca ha visto. Por desgracia, dejamos de tomarnos de la mano.
Reflexiono sobre el episodio, mientras caliento el motor de la Vespa. El alba despunta lejana y colorea la nieve de un amarillo pálido.
Encuadro a mi mamá que niega con la cabeza. Se mueve con discreción, acostumbrada como está a ser invisible. Tiene unas ojeras evidentes y las mejillas hundidas por las horas extra de trabajo y el aburrimiento de los días festivos. Quiere olvidar las cosas feas, y se enciende un cigarrillo:
—Estoy feliz, orgullosa de cómo te estás comportando. No has vuelto a tener arranques de rabia, y parece que poco a poco volveremos a la normalidad.
—Ajá.
—Vi