Stalin & Bianca. Iacopo Barison
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Jean se da cuenta de que viene un sermón, dice que no le interesa. Tengo un flashback en el que veo la zarigüeya y los gusanos y la sangre coagulada en el hocico. Agarro la maleta, indeciso de cómo moverme, y nuestra soledad nos aplasta y a duras penas nos desplazamos y las barreras emotivas se quiebran. Ahora estamos indefensos y lejanos, sepultados bajo las ruinas.
—Jean, dime una cosa: este tipo que está allá abajo… ¿hoy trabajé para él? ¿Estoy trabajando para esa persona?
—…
—¿Jean?
Reconstruir las cosas, como suele ocurrir, es la parte más difícil de todas.
Camino con la cabeza baja y tengo frío y exhalo nubes. Me descubro frente a la casa de Bianca. Miro hacia arriba, hacia su cuarto de paredes de yeso y parqué decadente, pero la luz ya está apagada, así que sigo mi camino y pienso en mi cumpleaños, en el hecho de que ya pasó la medianoche. Técnicamente acabo de cumplir dieciocho años y la vida debería sonreírme y hacerme promesas que no podrá cumplir. La temperatura descendió bajo cero. El barrio se transforma en hielo y las superficies se vuelven espejos. Espero que mi mamá no me haya comprado una torta, porque tendré que agradecerle y sentir que me muero por dentro. Los cumpleaños son instantes en el recuerdo que con gusto evitaría.
Entrando en la casa, me pregunto si este es el día en que uno se vuelve adulto. Quizás debería organizar un funeral por mi adolescencia y dejar atrás ese asunto del bigote y la videocámara y la certeza de ser mejor que los demás, superior a cualquiera que ame el orden y el papel membreteado y el trabajo de oficina.
Tengo miedo de abrir la nevera. Mi mamá hace el turno nocturno y el exrumbero, bah, habrá pasado la tarde seduciendo clientes en los rincones de cualquier salón reservado o haciendo alboroto en las salas de té. Ahora estará regresando en un bus público, o ya estará en la cama maltrecho y acostado de medio lado, murmurando y soñando con la cima de su fase rebelde.
Tengo miedo de abrir la nevera. Si mi mamá la compró, la torta ya debe estar ahí, lista para el gran evento. Reflexiono sobre las consecuencias que podría tener la eventual adquisición de la torta. Las velitas para apagar de un solo soplido. La aspiración programada. La canción entonada en voz baja, porque, a fin de cuentas, cumplo dieciocho años y se necesita un poco de elegancia, respeto por la mayoría de edad. Mi mamá seguro la compró, así que mejor me olvido de la nevera y voy derecho a mi cuarto. Me acuesto en la cama y pienso en Bianca y trato de dormirme.
No lo logro, entonces busco el control del televisor y paso así el tiempo, acurrucado y evaluando escondites improbables. Me detengo, agarro la botella de agua de la cómoda y bebo un trago. El vidrio está a temperatura ambiente, conserva el agua y preserva las propiedades químicas y biológicas y los elementos vinculados al bienestar. Ya me lo sé de memoria, el exrumbero se enloquece por estas cosas. Luego, cuando encuentro el control del televisor, me pregunto si valía la pena y rezongo y enciendo el televisor. Veo si están transmitiendo alguna película; sin embargo, no hay nada y la zarigüeya necesita luz, o si no se muere. Entonces sigo haciendo zapping y termino contemplando el absurdo, un segmento de televisión que normalmente no vería. El programa tiene colores apagados y una codirección artística enfatizada por fondos musicales que comentan el rostro y las frases de los invitados.
—Sí, tienes razón, estoy escribiendo mi obra completa —dice alguno—. Estoy trabajando en ello desde hace… cuánto será, ¿unos dos años?
Música de fondo de misterio.
—Verás, mi intención es recoger testimonios, fragmentos, recuerdos marginales, y hacer con esto un libro, claro, pero sobre todo un documento para los académicos. Primero, sin quererlo, se me ocurrió el título Una breve reseña histórica del miedo. De hecho, el título ilustra mis intenciones.
Música de fondo explosiva.
—Quisiera hacer una lista de todas las formas del miedo, desde la prehistoria hasta hoy, a las inquietudes de nuestros días. Sin embargo, volviendo a tu pregunta, creo que el coco más grande del estado actual es la muerte inesperada. En fin, quisiéramos organizarnos para hacer las cosas bien, abrirle la puerta al coco y ofrecerle un café —dice el entrevistado, mientras yo, arrullado por una nueva musiquita de fondo, logro dormirme.
Lo primero que hago es encerrarme en el baño. Lo segundo es tomar la máquina de afeitar y prepararme para el corte, el roce mecánico en la cabeza. Mi mamá dormirá todavía algunas horas más. Son las once de la mañana y afuera está mi barrio. Toda la desesperación se concentra acá, entre el cielo y la tierra, y los ratones de laboratorio se mueven de prisa y las nubes se buscan y forman una única manta blanca.
Con el nuevo corte y el bigote despuntado salgo del baño y me convenzo de tener el control, de poder dominar el pánico existencial. Voy a la cocina, solo para tomarme un café, creo, pero luego la encuentro en la mesa y quisiera morirme. Es mucho más grande de lo que me hubiera imaginado. Por fortuna, no tiene velitas ni decoración, aunque ya alguien (el marido de mi mamá) ha cortado una tajada y ha arruinado el cuadro, y esto me pone de más mal humor. Si él no se hubiera ido ya, habría tomado aire y le habría preguntado por qué, ya que es un gesto deplorable que yo jamás habría hecho. Después, habría alzado la voz y mi mamá se habría despertado. En el fondo, mejor así. Bianca, cuando evito la rabia, se siente más tranquila y no habla de mi trastorno.
Me doy cuenta de que, al lado de la torta, hay una tarjeta de mi mamá. La tomo y me la meto en el bolsillo sin leerla. Me visto y bajo las escaleras con la maleta a la espalda. El aire es cancerígeno y penetrante, pero a esta hora incluso parece agradable.
Pienso en cómo invertir el tiempo. El turno en la multisala de cine empieza hacia la hora de la comida, así que tengo toda la tarde libre y puedo dedicarme a vagabundear, filmando el presente aquí y allá. Termino en un parque enorme. Estoy cansado, así que me siento en una banca. Contemplo la extensión cubierta de nieve y los árboles luminosos y un grupo de indigentes prácticamente inmóviles. Serán tres o cuatro y parecen muertos. Me acerco y escojo uno y enfoco la cámara en su rostro. “Pensé que el presente es la única certeza que tenemos”, le digo, queriendo filmar su reacción. Pero él permanece en silencio, y yo me deprimo así que lo acoso: “Quisiera volver atrás, cuando las películas terminaban con un beso”. Nada, ninguna reacción.
Vuelvo a la banca, me siento y miro dentro de la maleta. Hago un pequeño inventario y leo fragmentos de Guerra y paz y un cuento de Maupassant. Reviso la hora y me doy cuenta de que Bianca está saliendo en este momento de la escuela. Pienso pasar por su casa y lo hago, y prácticamente llegamos al tiempo. Parece reunir toda la belleza del mundo. Tiene el pelo suelto y ropa abrigada, y camina rozando las paredes. Leyéndome el pensamiento, me dice que sus papás llegarán casi al anochecer. Comemos rápido y hablamos de cosas vagas, sin pretensiones, para después levantarnos al tiempo e irnos a su cuarto, con mi maleta nueva, para escuchar sinfonías de Beethoven y a ponernos serios, quedándonos más que todo en silencio.
La nieve al frente del ingreso está cambiando de color. Es el día de mi cumpleaños y estoy escuchando Schubert: en el aire, el olor de las palomitas de maíz y las críticas infundadas de las películas en cartelera. Una muchacha está buscando el baño, probablemente para retocarse el maquillaje, y el eco de una explosión la sobresalta. El letrero de la sala de cine relampaguea en la oscuridad y la nieve se vuelve roja y luego blanca, roja y de nuevo blanca, y yo dejo de escuchar Schubert porque una pareja de mediana edad carraspea y me llama con recelo. Ambos, después de una primera ojeada, entran en los cánones de lo chic. Se visten con ropa Armani y les temen a los gérmenes, las esperas largas, los silencios y el microcrimen urbano. Por un momento, cruzo el umbral y los encuentro en la cocina. Él no habla, ella