El profesor artesano. Jorge Larrosa
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José Luis Pardo discute la introducción aparentemente bienintencionada del término “calidad” y la relaciona con la época de la evaluación de los servicios públicos mediante procedimientos de medida cuantificables, lo que permite la fijación de su “valor” (y de su precio) y, consecuentemente, su conversión en mercancía. Y dice que:
Cuando por algún funesto motivo, cuando los tradicionales derechos a un juicio justo, a una vivienda digna, a una educación íntegra o a un empleo decente (que vuelven a ser meros epítetos para designar una juicio, una vivienda, una educación o un empleo que sean verdaderamente merecedores de tales nombres) se sustituyen por justicia de calidad, vivienda de calidad, educación de calidad o empleo de calidad (…) parece que deberíamos contratar a unos misteriosos “expertos en calidad” (…) que traduzcan la justicia, la dignidad, la integridad o la decencia a una colección de propiedades cuantificables cuya presencia o ausencia pueda certificarse. (4)
Una escuela digna, una educación digna o un profesor digno son una escuela, una educación y un profesor que merezcan su nombre, es decir, una escuela, una educación o un profesor “de verdad”, que sean “realmente” escuela, “realmente” educación o “realmente” profesor y no esos simulacros indignos a los que nos condenan los baremos y los ránquines de calidad.
El trabajo en general
(Con José Luis Pardo)
José Luis Pardo empieza un texto sobre el estatus del saber en la así llamada sociedad de la información (o del conocimiento, o del aprendizaje, lo que algunos preferimos llamar capitalismo cognitivo) refiriéndose a Adam Smith y a su categoría de “trabajo en general”. Por eso se entiende, dice Pardo:
No el trabajo de esta o de aquella clase, de ebanistería o de albañilería, sino simple y mondo trabajo, abstracción hecha de cualquier determinación o cualificación que pudiera precisarlo. (5)
Inmediatamente, Pardo relaciona ese “trabajo en general” con la proletarización, es decir, con la conversión del artesano o del campesino en mera “fuerza de trabajo”. Y ahí cita a Marx en El Capital, ese fragmento en el que dice que:
La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en donde el género determinado del trabajo es fortuito y, por tanto, indiferente.
La actividad productiva se convierte así en una “gelatina de trabajo indiferenciada”, es decir, en la pura intercambiabilidad entre tiempo de trabajo y dinero. Con ello, el trabajo queda liberado de cualquier contenido determinado y adquiere “la misma homogeneidad y vacuidad que el dinero”. El proletario es un trabajador descualificado, alguien que ha perdido todas las propiedades que lo cualificaban como zapatero, como ebanista o como carpintero y se convierte en fuerza de trabajo pura, abstracta, sin cualidades; en un trabajador “en general”, intercambiable, flexible y permanentemente reciclable. Esa descualificación del trabajo se relaciona con la descualificación de la formación para el trabajo:
El trabajador flexible de nuestros días es aquel cuyo oficio carece de toda delimitación rigurosa: no es zapatero, ni sastre, ni siquiera obrero de una cadena de montaje de automóviles, sino que debe ser capaz de hacer cualquier cosa en un período de “formación permanente” que se identifica con la longitud completa de su vida laboral y a lo largo del cual debe estar dispuesto a reciclarse, reformarse, redefinirse y reajustarse cuantas veces sea necesario y en la medida que lo sea (…). De quienes ocupan estos empleos potenciales y efímeros habría que decir, por tanto, que son más bien empleados potenciales, trabajadores únicamente virtuales pero no actuales ni reales, permanentemente en formación y, por ende, en irrevocable minoría de edad, incapaces de abandonar la escuela. (6)
Al trabajo en general le corresponde el conocimiento en general, ese que ya no sería conocimiento de esto o de lo otro, sino un mero desarrollo de competencias (lo más flexibles que sea posible, claro) o, lo que es peor, como un mero “aprender a aprender” que no termina nunca. Desde este punto de vista, la descualificación de los saberes concretos, definidos y determinados, y su abstracción en competencias de aprendizaje que, desde luego, deben ser formadas y reformadas constantemente, es coherente con “una mano de obra completamente descualificada, necesitada de una permanente recualificación y lo suficientemente apta –es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla”. (7) A la gelatina de trabajo indiferenciado le corresponde una gelatina de conocimiento indiferenciado. En palabras del mismo Pardo:
Un empleado fijado a un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí mismo, y la habilidad verdaderamente competitiva de nuestro tiempo es la labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el “conocimiento” que de esta manera se busca y se aprecia sea exactamente conocimiento de nada (de nada en particular y de todo en general), un fluido amorfo capaz de adaptarse a cualquier molde y de modularse según las variabilísimas condiciones del mercado.
* * *
Podríamos pensar a partir de aquí cómo las apelaciones a la “calidad del profesorado” son inseparables de la constitución de un “profesor en general”, desprovisto de manos y de maneras, vaciado de cualquier cualidad que pudiera determinarlo y singularizarlo, susceptible de estar siempre en “formación permanente” y, desde luego, de ser flexible y adaptable. Es decir, un profesor sin oficio y sin vocación o, lo que es aún más alarmante, un profesor cuyo oficio y cuya vocación son considerados un lastre.
Podríamos pensar también por qué la escuela de las competencias y del aprender a aprender, la escuela del conocimiento líquido, ya no puede ser uno de los lugares del descubrimiento de la vocación, eso que podríamos definir, provisionalmente, como el descubrimiento de qué le interesa a cada uno (qué es lo que le llama) y para qué tiene especiales habilidades (para qué tiene buena mano).
Además, esa escuela de las competencias, de los resultados de aprendizaje y del aprender a aprender está ya preparada para deslocalizarse y, en el límite, para desaparecer, puesto que se puede aprender en cualquier sitio y a cualquier hora y, desde luego, sin profesores; y tal vez la captura técnico-cognitiva del aprendizaje constituye una especie de “aprendizaje en general” que sustituye al “trabajo en general” como fuerza motora de la así llamada sociedad del conocimiento o del capitalismo cognitivo.
Y en este punto comenzamos a comprender, quizá, que el asunto de este curso no era tanto el oficio de profesor como su falta de oficio, y que lo que estábamos elaborando en estos primeros momentos no era tanto la vocación del profesor como su imposibilidad. De hecho, la sensación con los estudiantes era que lo que comenzamos a tener en común (y a conversar sobre ello, y a pensar juntos) no era tanto nuestro oficio (el que todos seamos profesores) o nuestra vocación (el supuesto de que todos amemos la escuela, nos sintamos llamados a trabajar en ella o para ella y, de alguna manera, a hacernos responsables de ella), sino el convencimiento de que tanto la posibilidad de ejercer un oficio como la de seguir una vocación (sea eso lo que sea) nos han sido ya irremediablemente expropiadas.
Atados de pies y manos
(Con