El profesor artesano. Jorge Larrosa

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El profesor artesano - Jorge Larrosa Perfiles

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segundo tiene que ver con una operación espacial, con la reiteración del modo escolar de dar lugar. Comenzar un curso es darse un lugar en un espacio público, en un espacio en que las cosas se hacen con otros y en presencia de otros. El segundo gesto del profesor es dar un lugar a todo el mundo y, a la vez, exigir que ese lugar no sea una posición sino una disposición y, sobre todo, una exposición. No solo “aquí cada uno tiene un lugar”, sino que ese lugar es un lugar de lectura, de escritura, de conversación, tal vez de pensamiento. El lugar que el profesor da a los estudiantes (y el que se da a sí mismo) es “un lugar que obliga” en tanto que dispone y expone a hacer las cosas seriamente. Como dice Handke:

      Verbo para la seriedad: “obliga” (un bello obligar).

      Por último, el tercer gesto del profesor tiene que ver con una operación material, con la reiteración del modo escolar de dar una materia de estudio (un asunto sobre el que se va a leer, a escribir, a conversar, tal vez a pensar). El gesto, por tanto, es poner algo sobre la mesa, y hacerlo como diciendo “esto es para vosotros”. Handke lo dice así:

      Amor que se cumple: “he encontrado esto para ti”.

      Y, un poco más adelante:

      Trabajar de tal manera que después puedas entrar y decir: “tengo algo para vosotros”.

      Comenzar un curso es dar una materialidad a recorrer, una línea (textual) a seguir o, si se quiere, un camino de estudio, de investigación. Pero de un estudio (o de una investigación) en la que uno mismo tiene que estar presente. En palabras de Handke:

      El estar en camino, si estás con una cosa o con un trabajo, puede convertirse en una investigación, tanto de la cosa como de ti mismo.

      Solo después de la reiteración de esos tres gestos, el profesor puede decir: “vamos a comenzar” o, en palabras de Peter Handke:

      “Dar” comienzo, expresión adecuada.

      (Con Peter Handke)

      Para empezar animosamente y con buen pie, leí en clase una cita muy bella de Peter Handke, que dice así:

      Desde que tengo uso de razón he sentido siempre, de un modo reiterado, la necesidad de tener un maestro. Algunas veces bastaba una palabra para que, vivificado por el ansia de saber, me sintiera atraído a la proximidad de otra persona. A los tres o los cuatro profesores que a lo largo de mi vida tuvieron algo que enseñarme les estoy agradecido; pero de ninguno de ellos podría decir que es “mi maestro”. En la Universidad, la única persona ante la cual me sentí presa de un gusto por saber hasta entonces desconocido para mí y de quien ansié (fueron verdaderas ansias) ser su “discípulo” –cuando en una clase sobre Derecho explicaba la naturaleza ética de las cosas con frases matemáticas, misteriosas y a la vez sencillas– estaba solo como profesor invitado y al cabo de una semana escasa había desaparecido. Los escritores de quienes soy un lector concienzudo y serio me resultan queridos más bien como hermanos, y a veces están demasiado cerca. Ahora, después de los años, la única persona a la que a veces veo como una especie de maestro es mi abuelo (probablemente mucha gente tiene un “abuelo” así): siempre que me llevaba de paseo por algún camino, este se convertía para mí en una lección (aunque de un modo muy distinto al de los “caminos didácticos” que encontramos en los bosques de hoy).

      “¡Esto va en serio, una vez más!”, me he dicho sin querer a mí mismo antes de dirigirme hacia aquí, hacia mi escritorio. Y luego también me he dicho sin querer: “¡No me lo puedo creer!”.

      Y apenas dos o tres páginas más adelante:

      ¿Será posible? Esos contados pasos hacia el exterior y de vuelta al escritorio, ¿un “camino”? ¿Un “ponerse en camino”? ¿Un “en marcha”? Así me lo parecía a mí. Así es como lo viví. Así es como fue. Y, entretanto, noviembre ya está anocheciendo allí abajo, en la llanura que se extiende desde el pie de la meseta, en cuya parte alta está mi casa, hasta los grandes horizontes de más al norte, y la lámpara de la mesa está encendida. “¡Que vaya pues en serio!”.

      1- Contreras, J. y Pérez de Lara, N. (comps.) (2010). Investigar la experiencia educativa. Madrid: Morata. Las citas que vienen a continuación están en las págs. 25-26, 31, 56, 21 y 82.

      2- Sennett, R. (2009). El artesano. Barcelona: Anagrama, pp. 353-362 y 324-328.

      3- Lapoujade, D. (2018). Las existencias menores. Buenos Aires: Cactus.

      4- Aunque su parición fue posterior al curso, no puedo dejar de citar aquí el hermoso libro de Daniel Brailovsky titulado Pedagogía entre paréntesis (Buenos Aires: Noveduc. 2019) en el que intenta diferenciar entre los viejos impulsos renovadores de la escuela nueva, esos que trataron de “formular la agenda crítica de un mundo escolar en transformación”, y lo que él llama “el (pseudo)escolanovismo de mercado”, ese que “bajo el estruendo de las críticas al enciclopedismo y a la clase expositiva intervienen como un arsenal propositivo que reedita parte del eficientismo más tradicional en cóctel con nuevos movimientos emergentes como las neurociencias, la educación emocional, las prescripciones de los organismos internacionales y con el lenguaje propio de la gestión empresarial, el coaching y hasta la autoayuda” (p. 32). También, desde luego, el libro extraordinario de Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Fernández, Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la nueva izquierda (Madrid: Akal, 2017).

      5- También posterior al curso, y para un desarrollo de la vindicación del estudio como categoría pedagógica fundamental y como resistencia a lo que muchos estamos llamando la learnification del lenguaje educativo, puede verse Fernando Bárcena, Maximiliano López y Jorge Larrosa (eds.) (2020). Elogio del estudio. Buenos Aires: Miño y Dávila.

      6- Ver a este respecto las

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