El profesor artesano. Jorge Larrosa

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El profesor artesano - Jorge Larrosa Perfiles

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para hacer una referencia al único lugar del libro de Sennett en que aparece esa palabra, concretamente una sección que se titula “Vocación: un relato de apoyo” y que viene a continuación de una reflexión sobre los distintos significados que tuvo, para el arquitecto Adolf Loos y para el filósofo Ludwig Wittgenstein, el hecho de construir una casa. Para Wittgenstein, dice Sennett, la casa que construyó para su hermana fue una obsesión y un fracaso y, como se sabe, nunca más intentó esa tarea. Para Loos, sin embargo, “cada proyecto de edificio era como un capítulo de su vida”. A partir de ahí, siguiendo a Weber, Sennett se refiere a la vocación como una especie de “narración de sostén” en la que se relacionan “la gradual acumulación de conocimientos y habilidades y la convicción cada vez más firme de tener como destino hacer en la vida precisamente lo que se hace”. Es decir, la sensación de que “la vida tiene sentido”. La vocación, dice Sennett, surge de pequeños esfuerzos disciplinados, sin significación aparente, en los que se “prepara el terreno para la actividad automotivada y sostenida a lo largo de la vida”. Algo cada vez más difícil en una sociedad de empleos flexibles y aleatorios, en la que ya apenas existe “el impulso a hacer un buen trabajo” y en la que se ignora “el deseo de la gente de dar sentido a su vida”.

      Solo para abrir la conversación (o para provocar un poco), comencé a hablar de los adolescentes de hoy (ese tópico), esos que ya entienden la escuela como una obligación, que son incapaces de interesarse por otra cosa que no sean ellos mismos y que suelen decir que están tan ocupados por las tareas escolares y extraescolares que “no les queda vida”. No sé qué deben entender por “vida”, aunque me imagino que se refiere a las cosas que sí les gustan y sí les interesan y que suelen estar relacionadas con el mirarse el ombligo, con esa pasión de nuestra época que algunos han llamado “onfaloscopía”. No pueden entender las ocupaciones como “vida” (como si la vida estuviera después del trabajo y consistiera precisamente en la suspensión de toda obligación y de toda responsabilidad) y lo que llaman “vida” tiene que ver con lo que produce satisfacción, generalmente con actividades de consumo (como si el mundo, el interés por el mundo, ya no significara nada, o como si el mundo fuera una cosa a ser consumida).

      En ese contexto, eso del relato de sostén, del sentido de la vida, del acumular conocimientos y habilidades para hacer las cosas bien, del trabajo automotivado, etc., no puede tener ya ningún sentido. Y los chicos están ya preparados para ser los empleados perfectos del trabajo flexible de nuestros días, ese que exige un sujeto completamente vacío y vaciado, sin espesor y sin cualidades o, como diría Sennett, sin carácter, ese que exige individuos cuya única ambición “vital” sea el consumo.

      Lo que ocurre es que, seguramente, la mayoría de sus padres y la mayoría de sus profesores comparten ese marco mental que supone cosas tan extrañas como que para estudiar hace falta “motivar a los chicos” (incapaces ya de cualquier interés por la cosa misma), que en cualquier cosa que hagan “tienen que ser los protagonistas” y, desde luego, “encontrar alguna satisfacción subjetiva” (como si lo más importante del mundo fueran ellos mismos) y que tienen que recibir algo a cambio de lo que hacen (generalmente un regalo comprado) “porque se lo merecen” (como si ya fueran incapaces de hacer cualquier cosa simplemente porque es su obligación o su responsabilidad).

      Lo que quería, en definitiva, era apuntar la idea de que la relación con lo que se hace, con eso de lo que una se ocupa, no tiene que ver solo con me gusta / no me gusta, ni siquiera con una cuestión de talentos o capacidades (se me da bien / no se me da bien) sino también (quizá, sobre todo) con un modo de entender la vida y la responsabilidad con el mundo. De hecho, las personas de otras generaciones no entenderían eso de que la “vida”, en esta época desvitalizada, sea algo separado de las obligaciones, los vínculos, las responsabilidades y, desde luego, de lo que cada uno tiene como su trabajo, sus ocupaciones y sus preocupaciones.

      A partir de ahí la conversación giró sobre la escisión contemporánea (que seguramente viene de muy antiguo) entre el saber-hacer y el saber-vivir o, en otros términos, entre las artes de la subsistencia y las artes de la existencia. Hoy se trata de someter la existencia al consumo y la subsistencia a la producción y, por tanto, de hacer imposible cualquier experiencia tanto de singularidad como de comunidad. Se trata también de la negación del amor a la tarea y de la responsabilidad con el mundo como móviles fundamentales de la acción humana (única posibilidad de que las artes-de-hacer no estén separadas de las artes-de-vivir) y de su sustitución por recompensas o estímulos exteriores, puramente económicos o, a lo sumo, narcisistas (todo eso del “ser reconocido” o del “ser valorado” como recompensas). Se trata, en definitiva, de separar el trabajo de la vida, tanto si la entendemos como vida singular o como vida colectiva.

      Muchos alumnos hablaron de sus experiencias en relación a lo que llamaron “la proletarización de los profesores” (una proletarización disfrazada de “profesionalización” y que se ha convertido ahora en descualificación y en precarización) y de cómo esa proletarización precaria y supuestamente profesionalizada supone también la cancelación de un aprendizaje del oficio digno de ese nombre (en el sentido de que tanto el saber-hacer como el saber-vivir requieren experiencia y, por tanto, un tipo de aprendizaje que no tiene nada que ver con competencias y habilidades) y su sustitución por formas de adiestramiento que no son otra cosa que entrenamientos para la aplicación de protocolos uniformes y de metodologías estandarizadas, desde luego convenientemente evaluadas y jerarquizadas. Y así quedó planteado el asunto.

      (Con David Lapoujade, Peter Handke, Beatriz Serrano, Isabel González, Anna Carreras e Iván Illich)

      Para pensar el oficio de profesor hay que referirse a la escuela, a la materialidad de la escuela. La escuela es para el profesor lo que la panadería para el panadero, la cocina para el cocinero o la zapatería para el zapatero: su taller, su laboratorio (si entendemos por “laboratorio” el lugar de la labor), su oficina (si entendemos por “oficina” el lugar del oficio), su obrador (si entendemos por “obrador” el lugar en el que se obra); el lugar en el que ejerce su oficio y donde están tanto sus materias primas como sus herramientas o sus artefactos de trabajo. De la misma manera que el profesor sostiene a la escuela (hace que la escuela sea escuela), la escuela sostiene al profesor (hace que el profesor sea profesor). Como escribe David Lapoujade:

      Además, de la misma manera que un vocabulario material de la carpintería es constitutivo del oficio de carpintero, un vocabulario material de la escuela configura, en parte, el oficio de profesor. Iniciarse en un oficio es incorporar su vocabulario material, saber llamar a las cosas por su nombre. Reconocemos a un artesano no solo por lo que hace sino también por el modo en que habla de lo que hace. Dar existencia a las cosas del oficio es también nombrarlas, y ejercer cualquier oficio es, de algún modo, apalabrarlo (y apalabrarse en él).

      * * *

      Para que la conversación que pretendía para el curso fuera posible, había que sacar a la luz al “profesor que todos llevábamos dentro” y, por consiguiente, al “amor a la escuela” que le subyace. Porque lo que ocurre (lo que suele ocurrir en un curso de maestría) es que ese “profesor que llevamos dentro” y ese “amor a la escuela” suelen estar ocultados y oscurecidos. Primero en los alumnos, porque se sienten ya más investigadores que profesores y porque, en muchos casos, entienden su relación con la escuela desde la crítica y el cambio (cuando no, de una manera más burocrática, desde la evaluación, la gestión y la innovación). Y también en los profesores, en tanto actúan como expertos y especialistas que están exclusivamente preocupados por iniciar a los alumnos en los procedimientos estandarizados de producción, evaluación y mercantilización del conocimiento legítimo en eso que se llama investigación educativa.

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